Capítulo 4
«Cásate precipitadamente, arrepiéntete cuando te venga bien».
Anne, la mujer que se ocupaba de las niñas de la edad de Bella en el Thurstone Home, nunca había dicho aquel adagio en particular, pero, de todos modos, resonó en la mente de Bella. Tal vez porque ahora, cinco días después de la proposición de Edward y dos horas después de su boda, finalmente tenía tiempo para escuchar sus propios pensamientos.
Pensamientos que no eran precisamente alegres. En el dormitorio de la gran mansión Cullen designado para el bebé, Bella sacaba de una bolsa de papel las ropitas de Eddie. El ama de llaves de los Cullen, Evelyn, no había mostrado sorpresa al ver el «equipaje» de Bella, una gastada bolsa de viaje y dos bolsas de papel, ni tampoco cuando expresó su deseo de guardar personalmente la ropa del bebé. Bella no sólo no estaba acostumbrada a que le hicieran las cosas, sino que sentía la imperiosa necesidad de encerrarse a solas en algún rincón de aquella enorme casa para tranquilizar su corazón y recuperar el control.
¿Habría cometido un error tan grande como aquella mansión?
Miró a Eddie, que dormía profundamente en su familiar cuna. Había llevado aquello con ella, el único lujo que se había permitido, y lo cierto era que no desentonaba en aquella elegante habitación con paredes color melocotón, un gran ventanal con asiento y una alfombra oriental cubriendo el reluciente suelo de madera.
¿Pero encajaban ella y Eddie en aquel lugar?
Miró a su alrededor y detuvo la vista en la cama. Ésta le hizo pensar en Edward. Apretando los dientes, tomó un pequeño montón de mudas de Eddie y las metió en el cajón inferior de la cómoda. Había aceptado un matrimonio de conveniencia, temporal y sin sexo. Aquel primer pensamiento, el primer pensamiento inconsciente que tuvo cuando Edward le hizo la proposición, que estaría en su vida y en su cama para siempre, había muerto rápidamente, como cualquier otra de sus románticas ideas.
Ya debería estar acostumbrada a las decepciones.
Un año atrás tuvo que vérselas con su necesitado corazón. Completamente desprevenida, se coló por la primera cálida sonrisa que le ofrecieron. Pero su embarazo había refrenado cualquier urgencia que no fuera maternal.
De manera que no tenía por qué preocuparse. Había aceptado aquel acuerdo con Edward con los ojos bien abiertos. Por la futura seguridad de su hijo. Colocó con decisión el resto de las ropas de Eddie en la cómoda. Luego, con la bolsa de papel en las manos, lista para arrugarla y tirarla a la papelera, se quedó paralizada.
—Volveré a necesitarla —dijo en voz alta. Era cierto—. Pronto —cuidadosamente dobladas, las bolsas de papel fueron almacenadas junto a su bolsa de viaje en el armario.
¿Cómo iba a manejar la locura de aquella situación, de aquel matrimonio? ¿Cómo podía proteger sus barreras recién erigidas? No volvería a dejarse atrapar desprevenida.
Estaba cambiando a Eddie cuando alguien llamó a la puerta. Su corazón latió más deprisa. Aquella no era la llamada de Evelyn. Era la llamada de Edward.
La llamada de su marido.
Trató de aclarar su tensa garganta.
—Adelante.
Edward abrió la puerta y pasó al interior. Había dejado a Bella en la casa tras la breve boda, a la que no había asistido ningún Cullen, tan sólo dos amigos, pues decía que quería sorprender a la familia después del hecho, y luego fue directo a su despacho. Aún llevaba el traje oscuro de la ceremonia. El anillo con que lo había sorprendido Bella brillaba en su mano izquierda.
Estaba dando vueltas distraídamente a éste con el índice y el pulgar de la otra mano. Bella había tratado de no especular sobre su propio anillo, un ancho círculo de oro embellecido con una hilera de diminutas perlas y otra de topacios. Edward explicó que su elección fue inspirada por su cremosa piel y el brillo de sus ojos.
—¿Qué tal te las arreglas? —preguntó sin sonreír.
El corazón de Bella latió más fuerte que nunca.
—Bien, Eddie y yo estamos bien —desde que había ido a recogerla para la boda, el buen humor de Edward de los días anteriores se había evaporado.
Pero una sonrisa iluminó su rostro cuando miró a Eddie.
—¿Cómo está el pequeño esta tarde? —dijo, mientras se acercaba a la cama, donde el bebé se hallaba tumbado sobre una pequeña manta.
Bella también sonrió.
—No parece especialmente intimidado por su nueva habitación en la magnífica y enorme mansión Cullen.
Edward acarició con delicadeza la mejilla de Eddie, pero volvió los ojos hacia Bella.
—¿Y tú? ¿Te sientes intimidada?
«Por la casa, no. Por el hombre que está junto a mí, sí». Bella se encogió de hombros.
Edward volvió a mirar a Eddie y dejó que el pequeño tomara uno de sus dedos. Sonrió de nuevo.
—¿Has deshecho ya tu equipaje? —preguntó en tono despreocupado—. Evelyn ha dicho que querías hacerlo tú misma.
De pronto, Bella se dio cuenta de que Edward estaba demasiado cerca. A pesar de que habían acordado que su matrimonio sería temporal y carente de sexo, en aquellos momentos, con la puerta cerrada y teniéndolo tan cerca, su presencia resultaba intimidatoria.
—Respecto a… respecto a mi habitación… —pensaba aclarar de inmediato que planeaba dormir allí. Evelyn le había mostrado el dormitorio de Edward, que se hallaba al otro lado del pasillo, y ella había sonreído, pero se alejó de inmediato de aquel mobiliario masculino y de la seductora gran cama que se hallaba en el centro de la habitación. ¿Esperaría Edward que compartiera aquella cama con él? ¿«Temporalmente y sin sexo»?
«Aclara de inmediato que no piensas hacerlo».
—¿Qué es eso? —la voz de Edward la sobresaltó. Se había apartado de la cama y se hallaba junto a un pequeño escritorio. Sobre éste había un montón de revistas Business Week y encima de éstas la edición del día del Wall Street Journal.
Alegrándose de verse momentáneamente distraída de la discusión sobre los arreglos del dormitorio, Bella se sentó junto a Eddie en la cama y le acarició la cabecita.
—Material de lectura con el que tengo que ponerme al día.
—¿Estás suscrita a esta revista? —Edward frunció el ceño—. Supongo que no sé mucho sobre ti.
Ahora era un buen momento para decirle que todo lo que necesitaba saber sobre ella era que no iba a dormir con él. Punto. Incluso con la promesa de que no habría sexo.
—Asistí a una universidad estatal en Los Ángeles —dijo Bella, en lugar de lo que estaba pensando. Hasta que Mike, el padre de Eddie, uno de los estudiantes del departamento de economía, negó toda responsabilidad respecto al bebé. Al parecer, creía tanto en las estadísticas que no podía aceptar encontrarse en el pequeño rango de error de su método de control de natalidad—. Me faltan tres semestres para obtener el título de contable —aunque tal vez debería haber elegido la especialidad de cuentos de hadas, pensó Bella. Porque a pesar de sus solitaria infancia, o tal vez a causa de ella, había creído en los cuentos de hadas hasta el momento en que Mike dijo que en realidad no la amaba y luego la acusó de haber tratado de atraparlo. Menudo príncipe encantado…
Pero la amargura no era una emoción saludable para una madre soltera. Cuadrando los hombros, apartó de sus pensamientos a Mike y miró a Edward a los ojos con gran calma.
Lo cierto era que su estómago estaba bailando al ritmo de un boogie—boogie, pero no creía que él pudiera notar eso.
—Respecto a lo de dormir juntos… —¿de verdad había dicho eso? Por la sorprendida expresión de Edward, parecía que sí—. Me refiero a los arreglos para dormir.
Edward le prestó toda su atención. Bella no pudo evitar mirar su boca. La había besado, y el mero recuerdo de aquel beso hizo que un ardiente escalofrío recorriera su espalda. Pero la carga de pasión de aquel primer beso sólo había sido un síntoma del júbilo que le produjo a Edward haberle ganado por la mano a su abuelo. Sin embargo, el beso que le había dado tras la ceremonia había sido breve, frío, controlado.
A Bella no le había gustado nada.
—¿Los arreglos para dormir? —repitió Edward. Metió las manos en los bolsillos de su pantalón y se apoyó contra el escritorio, cruzando un pie sobre el otro. Tranquilo y controlando la situación.
Pero entonces Bella percibió un ligero tic en su mandíbula, como si se estuviera esforzando por adoptar aquella actitud despreocupada. Otro escalofrío recorrió su espalda.
«Dile que no piensas dormir con él».
—Voy a quedarme aquí —dijo, aferrando con la mano el cabecero metálico de la cama—. Aquí con Eddie.
El tic de la mandíbula de Edward se acentuó. Se apartó del escritorio y avanzó hacia ella. Bella agarró con más fuerza el cabecero.
Edward deslizó la mirada de su rostro a sus pechos, luego a sus vaqueros y a continuación de vuelta a su rostro. Bella contuvo el aliento.
—Será lo mejor —dijo, en un tono suave que contrastaba con la calidez de su mirada y la evidente tensión de sus hombros. Se acercó rápidamente a la puerta—. Por mi parte no hay problema.
Cerró al salir.
Bella soltó el cabecero. Se masajeó la rígida mano y miró el precioso anillo que adornaba su dedo.
Y trató de comprender por qué la despreocupada aceptación de Edward de su proclamación, que debería haber supuesto un tremendo alivio para ella, le parecía ahora una decepción más.
Si la mansión Cullen era un castillo, decidió Bella mientras bajaba la impresionante escalera a la mañana siguiente, entonces ella era la princesa que había soportado dormir aquella noche con un guisante bajo su colchón.
No había logrado pegar ojo más de un minuto seguido.
Bostezó, arrastrando su fatiga tras sí por el vestíbulo. Durante el desayuno evitaría el café y luego volvería al dormitorio con Eddie para tratar de echar un sueñecito.
La visión de Edward, totalmente despejado y recién duchado, le hizo tragarse su siguiente bostezo.
—Buenos días —saludó él desde detrás del periódico que leía.
—Buenos días —contestó Bella. Había esperado evitarlo bajando temprano a desayunar. Antes de que pudiera buscar una excusa para volver directamente a su dormitorio, Evelyn entró en el comedor con una humeante bandeja.
—Deje que me ocupe del bebé mientras usted desayuna, señora Cullen —el ama de llaves dejó la bandeja, apartó de la mesa la silla opuesta a la de Edward y tomó a Eddie en sus brazos.
¿Señora Cullen? Aturdida, Bella parpadeó y se sentó mientras Evelyn volvía a la cocina.
—¿Café, señora Cullen?
Bella dio un respingo. Una mujer mayor con un vestido liso y delantal surgió inesperadamente de un rincón con una brillante cafetera plateada en la mano. Tomando el silencio de Bella como una respuesta afirmativa, la mujer llenó su taza de café y a continuación se retiró.
Bella volvió a parpadear. ¿Señora Cullen? Miró el anillo en su dedo. Por supuesto, señora Cullen.
El periódico hizo un leve ruido.
—Pensabas que todo era un sueño, ¿no? —por encima del borde del periódico, la expresión de Edward no delató nada—. Pero al despertar has comprobado que eres realmente mi esposa.
Bella cerró la boca audiblemente. Su esposa. Sirvientes. Señora Cullen. Nada en el Thurston Home para chicas la había preparado para aquello.
—Esposa temporal —dijo, y un papel temporal que pensaba representar ocultándose todo el tiempo posible de los sirvientes y de Edward. Del mundo entero.
Después del desayuno se retiraría a su habitación a echar una siesta. De ahora en adelante comería en la cocina a horas poco habituales—. Esposa temporal —repitió con firmeza.
Edward deslizó la mirada hacia la cocina.
—No dejes que corra el rumor —dobló el periódico y lo dejó junto a su plato—. Sobre todo porque anoche hablé con mi abuelo.
—Creía que ya se lo habías dicho.
Edward sonrió irónicamente.
—Hasta ayer por la noche no pude hablar con él en persona.
Algo en su tono de voz llamó la atención de Bella.
—¿Y? ¿Cómo se tomó la noticia?
Edward se encogió de hombros.
—Si no supiera lo distraído que está tratando de averiguar con exactitud lo que le pasó a James, diría que sospechosamente bien.
La expresión de Edward se tensó visiblemente cuando mencionó a su hermano. Bella no pasó por alto aquel detalle. Con deliberado desenfado, tomó su taza de café y miró el negro contenido. Una auténtica esposa habría tratado de consolarlo. Una esposa de conveniencia mantendría la boca cerrada.
—¿Y tu renuncia al cargo? ¿También le dijiste que piensas dejar Oil Works?
Edward le dedicó una extraña mirada.
—¿Te preocupas por mí?
—Por mí misma —corrigió Bella rápidamente—. Ese era nuestro trato, ¿recuerdas? Tú te libras del negocio familiar y yo consigo seguridad para Eddie.
Edward volvió a encogerse de hombros.
—Eso también se lo tomó bien. Llevo meses diciéndole que Steve Donnolly puede hacer el trabajo y, por primera vez, mi abuelo estuvo de acuerdo conmigo.
—Así que ya está hecho —Bella se llevó el café a los labios. Ahora todo lo que le quedaba por hacer era llevarse a Eddie arriba para esperar a que acabara aquella farsa de matrimonio.
—Tal vez.
Bella dejó la taza en el platillo.
—¿Qué quieres decir con tal vez?
Edward tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—Si conozco bien al abuelo, y te aseguro que lo conozco, seguro que está poniéndose en contacto con cada soplón y detective del noreste de Seattle.
—Oh, estupendo —Bella se hundió contra el respaldo de su asiento—. ¿Y no crees que deberías haber pensado en eso antes de casarte con una mujer a la que apenas conoces?
—Tal vez.
Bella empezaba a cansarse de aquellas dos palabras.
—Pero después de haber salido con todas las mujeres solteras en un radio de cien millas —continuó Edward—, ¿resultaría más creíble que me casara de repente con una de ellas?
¿Había salido con cada soltera en un radio de cien kilómetros?
—Ese es tu problema —dijo, apartando su silla de la mesa—. Tú podrás manejarlo —de pronto se le había ido el apetito.
—«Nosotros» podremos manejarlo.
—¿Nosotros? —repitió Bella—. ¿Qué puedo hacer yo al respecto?
—Puedes ir de compras hoy mismo. Pasa por la panadería. Charla con las amigas. Ya sabes… sobre nuestro matrimonio.
—¿Sobre nuestro matrimonio? —¿qué matrimonio?, pensó Bella, frunciendo el ceño—. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Y de qué podría hablar?
—Todo lo que digas acabará llegando a oídos de mi abuelo. Costará convencerlo de que somos una auténtica pareja. En cuanto a lo que puedes decir… —Edward sonrió—… lo típico de los recién casados. Ya sabes, lo buen amante que soy y todo eso.
Bella no estaba dispuesta a tocar aquel tema.
—No sé por qué estás tan seguro de que lo que diga vaya a llegar a oídos de Edward Sr Cullen. No nos movemos exactamente en los mismos círculos.
—No subestimes a mi abuelo, Bella. Ha vivido toda su vida en Freemont Springs, y conoce gente en todas partes.
Justo cuando había planeado pasar aquella mañana y el resto de su vida de «casada» en el dormitorio, Bella se veía empujada a desfilar por Freemont Springs mostrando a todos su anillo de casada.
Edward se relajó contra el respaldo del asiento y le dedicó otra traviesa sonrisa.
—Y mientras hablas sobre nuestra vida de casados, asegúrate de no subestimarme. Tengo una reputación que mantener.
A Bella no le apeteció lo más mínimo devolverle la sonrisa. De hecho, le habría encantado esfumarse de la habitación. Tuvo que conformarse con pasar junto a Edward.
—¡Te estaría bien empleado que dijera que los he tenido mejores!
Edward la sujetó por la muñeca. Bella se detuvo y lo miró.
—No podría haber mejor pareja que tú y yo, te lo aseguro —murmuró él con voz ronca.
Sensaciones, respiración entrecortada, intensos latidos del corazón… Bella trató de superar todo aquello, de encontrar una fría y razonable respuesta. Liberó su muñeca de la mano de Edward. Alzó levemente la nariz, como si su contacto fuera más una molestia que una tentadora excitación.
—Supongo que Anne tenía razón —dijo, extrayendo un dicho de su recuerdo—. «Quien quiera huevos debe soportar el cacareo de las gallinas».
«No puede haber mejor pareja que tú y yo» ¿Qué había sido aquello? ¿Una promesa? ¿Una amenaza?
Bella no estaba más cerca de una respuesta ahora que casi había oscurecido y se sentía agotada tras haber pasado la tarde caminando y sonriendo, haciendo verdaderos esfuerzos por aparentar ser la viva imagen de una auténtica y feliz recién casada Cullen.
Sin energía para subir las escaleras que llevaban a su dormitorio, se dejó caer con Eddie en un sillón de cuero frente a la chimenea encendida de la biblioteca. El bebé dormía en su regazo.
¡Cuánto lo quería! Y a pesar de su cansancio, Bella reconocía que había disfrutado aquella tarde. Ella y Eddie habían visto a varios trabajadores del ayuntamiento quitando los adornos de navidad. Dos de los hombres, clientes habituales de la panadería, habían tomado a Eddie en brazos para jugar un rato con él.
Aquella era la belleza de las pequeñas poblaciones como Freemont Springs. El pueblo había encontrado un lugar en el corazón de Bella y ella lo había acogido gustosa. Era el lugar al que llegó cuando abandonó Los Ángeles. Era el lugar en que había dado a luz a su hijo.
Era el lugar en que se había casado.
Miró el fuego, sintiendo que las mejillas se le acaloraban al recordar las suaves bromas y sinceras felicitaciones que había recibido. Según Evelyn, Edward estaba en casa, trabajando en su despacho de la segunda planta. Cuando recuperara la energía subiría a informarle del éxito de su excursión.
Por alguna extraña razón, nadie había hecho la más mínima insinuación cuando había hablado sobre su marido y su nueva vida como señora de Cullen. Tal vez se debía a que Sue y Leah ya habían corrido la voz.
Bella dudaba que alguna de las personas con las que había hablado fueran informadores de Edward Sr Cullen, pero, de todos modos, se esforzó por interpretar bien su papel.
Suspiró. Después de informar a Edward, se retiraría directamente a su dormitorio para acostarse temprano.
Edward miró sin ver la pantalla del ordenador portátil. Debería estar satisfecho, incluso feliz después del paseo de Bella por Freemont Springs. Su abuelo ya debía estar convencido de que se había casado con Bella por las razones adecuadas.
¿Pero cuales eran las razones adecuadas?
No quería pensar en la respuesta a aquella pregunta.
Como tampoco quería pensar en el ruborizado rostro de Bella cuando la había tomado por la muñeca esa mañana o en su casi tímida mirada de unos minutos antes, cuando le había comunicado las felicitaciones que había recibido de los habitantes de Freemont Springs. Eddie había empezado a lloriquear entonces y Bella se había ido del despacho, dejando a Edward desconcertado, preocupado… y aburrido con el maldito informe que estaba elaborando para Donnolly.
Tal vez debería dedicarse a descifrar lo acontecido durante el desayuno, aquel críptico comentario sobre los huevos y las gallinas.
Cualquier cosa para evitar enfrentarse al hecho de que estaba casado. ¡Casado!
Se sentía terriblemente culpable al respecto. Y también extrañamente estimulado.
Las manos de Bella temblaron cuando repitió los votos. Edward se quedó helado entonces, como si lo hubieran despertado de repente con un cubo de agua fría. La ceremonia era auténtica, no una jugarreta de un niño travieso para engañar a su abuelo. Era un auténtico matrimonio con una mujer cuyo pelo castaño, nívea piel y ojos marrones le habían hecho ponerse a rebuscar entre las joyas que había heredado de su madre hasta encontrar lo que consideró el perfecto anillo.
Apagó el ordenador y se pasó las manos por el rostro. Tal vez debía zanjar aquello antes de que sucediera algo inesperado. Antes de que alguien resultara dañado.
La puerta del despacho se estremeció con una urgente llamada. Bella pasó al interior de inmediato, respirando agitadamente y ligeramente ruborizada.
—Edward…
Él saltó de su asiento.
—¿Qué? ¿Qué sucede? —preguntó—. ¿Eddie? ¿Está bien el bebé?
Bella asintió.
—Eddie está bien. Es… es… —Bella se interrumpió, tomó a Edward de la mano y lo arrastró fuera del despacho.
Sus dedos eran cálidos. Estando tan cerca, Edward pudo oler su perfume. Pero no, Bella no llevaría perfume. Su aroma procedía de algún champú floral. Y también había un toque más familiar. Ah. Jabón de menta y avena, el que se usaba en los baños de la casa.
El jabón que él deslizaba por su piel cada mañana.
No debería encontrar un jabón compartido tan excitante. Tan… casado.
Bella se detuvo en el pasillo, entre su propio dormitorio y el de Edward, cuyas puertas estaban abiertas. Soltó la mano de Edward.
Él echó de menos su contacto de inmediato.
—¡Mira! —dijo ella, señalando ambas habitaciones—. Evelyn ha dicho que son regalos de tu abuelo. Sorpresas que han llegado esta misma tarde.
La cama en que había dormido Bella, en el supuesto dormitorio del niño, había desaparecido. En su lugar había un enorme arcén de juguetes y un caballo balancín de madera con el que Edward había compartido durante su infancia más aventuras de las que podía recordar. Sonrió y dedicó un saludo con la mano a su viejo favorito. A Eddie le iba a encantar el viejo Blackie.
—¡No vas a salirte con la tuya! —murmuró Bella entre dientes. Apoyó una mano en el brazo de Edward y le hizo girar en dirección a su dormitorio.
Oh, oh.
Edward creyó percibir la mano de su hermana en aquello. Era posible que Edward Sr. Cullen hubiera ordenado retirar camas y desenterrar viejos juguetes, pero sólo Alice habría podido seleccionar aquella colorida variedad de negligés que se hallaban esparcidas sobre su cama.
Su cama.
La cama que su abuelo le estaba obligando sutilmente a compartir.
Edward casi pudo escuchar al viejo en su mente. «¿Quieres un matrimonio, muchacho? ¡Pues toma matrimonio!»
Por supuesto, el abuelo y Alice no podían saber que él y Bella nunca habían dormido juntos. No podían saber que en su noche de bodas la recién casada había dormido en la habitación del bebé en lugar de hacerlo entre sus brazos.
¿Sería muy feo contar las negligés?
—¿Qué vamos a hacer al respecto? —preguntó Bella con voz ronca.
Edward la miró. Aún respiraba agitadamente.
¿Qué iban a hacer al respecto?
Arrojar la toalla.
Era lo más seguro. Lo más fácil. Además, lo más probable era que el abuelo ya lo sospechara.
Una farsa de matrimonio. ¿En qué había estado pensando?
La verdad le costaría temporalmente la posibilidad de asociarse con el Rocking H, pero aún podría ocuparse de Bella y Eddie. Se volvió y abrió la boca para decírselo a Bella…
Y supo que ella no aceptaría su dinero. No después de un fracasado matrimonio de veinticuatro horas.
—¿Y bien? ¿Qué vamos a hacer al respecto? —preguntó Bella de nuevo. Sus ojos destellaron y el rubor aún no había abandonado su rostro.
Como el deseo que ardía en la sangre de Edward.
—Vamos a dormir juntos —dijo.
sábado, 26 de noviembre de 2011
sábado, 19 de noviembre de 2011
EPBDA - Capítulo 3
Capítulo 3
Edward ocupó su asiento tras la mesa del despacho, mirando con suspicacia el montón de papeles y carpetas que había sobre ésta. Con el pulgar y el índice alzó las primeras, haciendo que el montón se desperdigara sobre la superficie de caoba.
Suspiró, aliviado. No había nada oculto allí. Ni sonajeros, ni cigarrillos de chicle, ni panfletos sobre cómo hacer eructar a un bebé.
Nada relacionado con bebés.
Dejó escapar un suspiro de alivio. Habían tenido que pasar tres semanas, pero por fin había sucedido.
Se habían acabado las bromas.
Volvió a reunir los papeles y de inmediato lamentó haberlo hecho. ¿De dónde diablos salía todo aquello? Bastaba con que faltara un día del despacho para que el trabajo se amontonara.
Maldito abuelo…
El viejo había vuelto a irse a Washington, dejando Cullen Oil Works en lo que él llamaba las «capaces manos» de Edward. Era una auténtica maldición. Tal vez debería apreciar aquella confianza, pero no cuando el abuelo se negaba a ver lo reacias que eran aquellas manos.
Edward Sr. Cullen era ciego cuando quería y un maestro de la manipulación todo el rato. Edward sintió el comienzo de un intenso dolor de cabeza. A menos que encontrara algún modo de obligar a Edward Sr. a volver a ocupar su despacho, temía verse encadenado allí para el resto de su vida.
Todos los días lo mismo, las responsabilidades, los compromisos… la familia entera pesaba sobre él como una maldición.
Buzzz.
Edward apretó el botón del intercomunicador.
—Gracias por interrumpir uno de los momentos más deprimentes de mi vida, Lisa —dijo a su secretaria.
Lisa no respondió con su habitual descaro.
—Uh, señor… —nunca solía llamarle señor.
—¿Qué sucede?
Una pausa cargada de presagios siguió a la pregunta de Edward.
—Tiene visita señor, eh… dos visitantes.
La extraña actitud de Lisa quedó explicada cuando hizo pasar a los inesperados visitantes. Dos personas a las que Edward quería ver en su despacho tanto como a un inspector de hacienda.
Gimió. En alto. Porque ahora que las bromas sobre su paternidad parecían haber acabado, sabía que iban a volver a empezar.
El visitante número uno era Edward Freemont Swan, vestido completamente de blanco en su cochecito de bebé. La visitante número dos era Bella, con su gastada parca azul, una bufanda de lana roja en torno a la garganta y la cazadora de Edward bajo el brazo.
Bella sonrió tímidamente.
—Te he traído la cazadora. Siento haber tardado tanto.
Edward miró su reloj. ¿Y si la visita durara tan sólo cuarenta segundos? Así existiría la posibilidad de que nadie se enterara. Miró a Lisa, que seguía en el umbral. «No se te ocurra difundir una palabra sobre esto», ordenó mentalmente, y alargó una mano para tomar su cazadora. «Y ahora indica amablemente a esta señorita dónde está la salida».
Malinterpretando todas las órdenes telepáticas de su jefe, Lisa avanzó rápidamente y tomó la cazadora antes que él.
—Siéntese, señorita Swan. ¿Le apetece tomar algo? ¿Té? ¿Café?
Edward se quedó boquiabierto. Lisa nunca ofrecía nada a nadie. Si él quería café, tenía que salir a servírselo.
Bella sonrió a Lisa, como si hubiera comprendido el honor que suponía su ofrecimiento.
—Una taza de té me vendrá bien para calentarme las manos, gracias.
—Deberías usar guantes —se oyó decir Edward. Luego, en tono aún ligeramente hosco, añadió—: Supongo que puedes sentarte.
Bella acercó el coche del bebé a la silla y ocupó ésta.
¿Cuánto tiempo podía llevarle tomarse el té?, se preguntó Edward. Como mucho, noventa segundos.
Con rápidos movimientos, Bella se quitó la bufanda y la parca.
Edward la miró, sin saber exactamente qué parte de aquella mujer hacía que le resultara tan difícil apartar la mirada de ella. Cada vez que la había visto anteriormente llevaba abrigos, o batas, o mantas. También tenía una larga melena de pelo castaño.
—Te lo has cortado —dijo, estúpidamente.
—Así es más cómodo —Bella se pasó una mano por el pelo. Aunque un poco más largo que el de un chico, realzaba el contorno de su cabeza. También hacía que sus ojos y su boca parecieran más grandes.
Lisa volvió un momento después con una humeante taza de té. Antes de dársela a Bella, fijó su atención en el bebé. Luego miró a la madre.
—Parece mentira que sólo hayan pasado tres semanas desde que diste a luz —dijo, sonriente—. Nadie recupera la figura con tanta rapidez.
Edward volvió a mirar a Bella. No quería, pero había sido culpa de Lisa. Sí; antes, Bella llevaba gastadas parcas y batas de hospital y mantas. Ahora llevaba vaqueros y un ceñido jersey blanco.
—Siempre he sido más bien delgada —contestó, devolviendo la sonrisa a Lisa—. Pero te aseguro que algunas de las curvas son totalmente nuevas.
Ahora fue culpa de Bella que Edward siguiera mirando. Si las curvas eran una adquisición reciente, el parto era el mejor amigo de aquella mujer.
De pronto se dio cuenta de que ambas mujeres lo estaban mirando. ¿Habría hecho algún ruido sin darse cuenta? ¿Habría gemido?, se preguntó, horrorizado.
Carraspeando, volvió a mirar su reloj. No recordaba con exactitud cuándo había llegado Bella, pero era evidente que llevaba allí demasiado tiempo.
Ella pareció captar la indirecta. Tras dar un sorbo, dijo:
—Debo irme. Tengo que volver a la panadería.
—¿La panadería? —repitió Edward, frunciendo el ceño mientras Lisa volvía a salir del despacho—. Ah, sí. Me dijiste que trabajabas ahí. ¿Has vuelto a trabajar tan pronto?
—Sue y Leah me necesitan.
Una desconocida inquietud recorrió la espalda de Edward.
—Debes descansar. Sue y Leah pueden pasarse sin ti unos días más.
Bella sonrió educadamente mientras dejaba la taza en el borde del escritorio.
—Gracias de nuevo por la cazadora… y por todo lo demás que hiciste por mí.
De pronto, a Edward no le hizo gracia la idea de que se fuera.
—¿No quieres saber qué pasa con Victoria?
Bella hizo una pausa mientras tomaba su parca.
—¿La habéis encontrado? —preguntó.
—Gracias a ti supimos que estaba aquí. Incluso averiguamos dónde —Edward sintió un repentino remordimiento. Debería haber visitado a Bella para comunicarle lo que habían descubierto. Debería haber comprado algo para el bebé. Pero había estado tan empeñado en apagar los rumores que había evitado tener nada que ver con ella—. Pero ha vuelto a desaparecer.
Las manos de Bella se detuvieron en el proceso de subir la cremallera de su parka.
—Oh, lo siento. Espero que la encontréis —metió la mano en el bolsillo y sacó unas llaves.
Edward la imaginó conduciendo de vuelta a la panadería.
—¿Sigue estropeada la calefacción de tu coche? Podría hacer que alguien…
—Ya está funcionando —Bella se puso la bufanda en torno al cuello.
—¿No puedes quedarte un poco más? —Edward no sabía qué diablos le había impulsado a decir aquello.
Bella ladeó la cabeza y miró el escritorio abarrotado de papeles.
—No me parece que tengas tiempo para una visita más larga.
Edward siguió la dirección de su mirada.
—¿Eso? No es nada —sólo la atadura que lo encadenaba a Oil Works—. No me has contado nada sobre el niño —miró al bebé, aún dormido. Había engordado y, mientras lo miraba hizo un puchero con los labios, moviéndolos como si estuviera mamando.
—Lo llamo Eddie.
Extrañamente, Edward sintió una punzada de decepción.
—Le has cambiado el nombre —dijo.
Bella negó con la cabeza.
—No, sólo es un apodo. Es la versión corta del tuyo.
Hizo girar el cochecito hacia la puerta y Edward se fijó en que una de las ruedas estaba ligeramente torcida. No se le ocurrió ningún otro motivo para hacerle quedarse.
—¿No querías llamarlo Edward? —la estúpida pregunta surgió involuntariamente de sus labios.
Bella se detuvo de espaldas a él y volvió la cabeza para mirarlo.
—Supongo que pensé que sólo había un Edward Cullen —dijo, antes de salir.
Desde la ventana de su despacho, Edward vio cómo sacaba Bella al bebé del cochecito y lo metía en el coche. Cuando éste ya se alejaba, salió al despacho de Lisa. Ésta se hallaba junto al aparato de fax.
Su secretaria estaba casada y tenía un par de hijos. Recordaba que en cada ocasión se tomó el permiso de maternidad. Más o menos unos tres meses cada vez.
—¿No se supone que una mujer debe descansar después de dar a luz?
Lisa tomó el fax que acababa de llegar y le echó un rápido vistazo.
—Después de dar a luz, una mujer merece una asistenta y a su madre durante al menos seis meses.
—En ese caso supongo que Bella no debería haber empezado a trabajar ya.
Lisa se encogió de hombros.
—Puede que no le quede otra opción.
Abrigo gastado. Cochecito con ruedas deterioradas. Coche con calefacción averiada.
—No me gusta —murmuró Edward.
—Y esto le va a gustar aún menos, jefe —dijo Lisa, entregándole el fax.
Edward tomó la hoja, pensando aún en Bella y en Eddie. La leyó una vez y volvió a hacerlo.
Edward Sr. Cullen proponía nombrarlo jefe de Cullen Oil Works. El antiguo trabajo de James.
Maldición.
Arrugó la hoja en el puño. El abuelo pretendía atarlo permanentemente a la empresa y a la familia.
—No pienso permitir que se salga con la suya.
Lisa lo miró con gesto escéptico.
—No sé qué puede hacer al respecto, jefe.
Edward arrojó la bola de papel con precisión en la papelera que había junto al escritorio de Lisa. Su mirada se detuvo en una fotocopia del Daily Post de la foto en la que él había salido. Alguien había escrito algo sobre su cabeza en la foto. No se molestó en comprobar qué decía.
Fantástico. Una visita de tres minutos y las bromas habían vuelto a empezar.
Eso era lo último que necesitaba. Ser nombrado jefe ejecutivo de la empresa y más especulaciones sobre el fin de su soltería.
El fin de su soltería. Edward se quedó petrificado mientras una brillante idea cristalizaba en su mente. De acuerdo, Emmett la había mencionado antes, pero él era el único que podía hacerla realidad.
—Cullen, eres un genio —susurró para sí—. Con esta idea todo el mundo sale ganando.
Media hora para pensar cuidadosamente en la idea. Diez minutos para llegar a la panadería. Uno y medio para averiguar que Bella estaba en su apartamento y para llamar a la puerta en lo alto de las escaleras.
Sólo un instante más y la puerta se abrió.
Con el frío de enero a sus espaldas y la sorprendida expresión de Bella ante él, Edward fue directo al grano.
—Cásate conmigo —dijo.
Bella miró a Edward, sin fijarse en sus palabras, sólo consciente del gastado albornoz que se había puesto tras ducharse.
¿Encontraría algún placer sádico aquel hombre en ir a verla cuando peor aspecto tenía?
—¿Has oído lo que he dicho? —Edward pasó al interior del apartamento y cerró la puerta a sus espaldas.
Bella dio un paso atrás, ciñéndose el albornoz. Con aquel traje oscuro y la corbata, Edward parecía uno de los miembros de la dirección que solía visitar el orfanato de cuando en cuando, no un hombre que acabara de proponerle matrimonio.
¿Matrimonio? Tragó con esfuerzo y dio otro paso atrás.
—¿Qué has dicho?
—Te he pedido que te cases conmigo.
Bella sintió un cosquilleo recorriéndole el cuerpo.
—No me lo has pedido. Creo que has dicho «cásate conmigo».
—Exacto —Edward sonrió ampliamente.
Aquella sonrisa hizo que Bella sintiera que se derretía por dentro. Se cruzó de brazos, sintiendo que se le ponía la carne de gallina.
—No tiene sentido —dijo. Miró hacia la cuna atraída por los sonidos de Eddie que parecía a punto de despertar.
—Tiene mucho sentido —contestó Edward. Sin preguntar, cruzó la habitación y se sentó en el sofá—. Así, todo el mundo gana.
Bella se acercó a la cuna y tomó a Eddie en brazos antes de que sus balbuceos se convirtieran en un intenso llanto. El bebé parpadeó y ella le frotó la nariz con la suya.
—Hola, bebé —susurró, para darse un minuto de tiempo. Sosteniendo a Eddie contra su corazón como si fuera una armadura se volvió hacia Edward—. No te sigo. ¿Puedes explicarme de qué estás hablando?
Edward palmeó sus muslos con sus manos y se puso en pie ágilmente.
—Eso se debe a lo feliz que me siento con la idea —volvió a sonreír—. Debería haber pensado en ello hace semanas.
¿Feliz? Desde luego, lo parecía. Su rostro tenía una expresión juvenil y encantada, y Bella sintió un escalofrío de placer viéndolo. ¿Cuánto hacía que un hombre no la miraba así? Riendo, excitado, como si fuera ella lo que quisiera.
Había dicho que quería casarse con ella.
Sentó al bebé en el cochecito y se quitó lentamente la toalla que tenía enrollada en la cabeza.
—Lo siento… acabo de salir de la ducha.
Había dicho que quería casarse con ella.
La juvenil sonrisa ensanchó el rostro de Edward.
—No me importa el aspecto que tengas. Sólo quiero tener tu nombre en un certificado de matrimonio.
Matrimonio. Compartir la vida con alguien. Crear una familia con Edward y Eddie. Sueños que ya creía olvidados florecieron al instante en su mente.
—No puedes hablar en serio —susurró, mientras su mente se llenaba de imágenes de Edward en su dormitorio, acariciándola con sus fuertes manos. A pesar de que Edward era casi un desconocido, la imagen hizo que el estómago se le contrajera.
—Claro que hablo en serio. Tú. Yo. Un matrimonio de conveniencia. ¿No es así como lo llaman?
El buen humor de Edward resultaba tan contagioso que Bella estuvo a punto de devolverle la sonrisa. Entonces la realidad se hizo patente.
—¿Un matrimonio de conveniencia?
—Exacto. Firmaremos un acuerdo prenupcial y luego nos casaremos. Yo me libraré de la empresa, conseguiré mi dinero, compraré el rancho y después te devolveré tu libertad junto con suficiente dinero para que tú y Eddie tengáis la vida resuelta.
Edward volvió a hablar con tal convicción que Bella estuvo a punto de asentir.
—Espera un minuto —se frotó con fuerza el pelo con la toalla, como si aquello pudiera hacer que la conversación adquiriera cierto sentido común.
Edward se plantó ante ella de una zancada.
—Tengo un abuelo cascarrabias y patriarcal que se niega a aceptar que es él quien debe dirigir el negocio de la familia, no yo, ¿de acuerdo? —se pasó una mano por el cabello boncíneo—. Tengo que obligarle a volver, o de lo contrario se pondrá enfermo pensando en la muerte de mi hermano James, y de paso hará que yo me vuelva loco atándome a Cullen Oil.
Bella estaba al tanto de la muerte de James Cullen. También conocía la reputación de Edward Sr. Cullen de ser un testarudo pero exitoso hombre de negocios.
—Sigo sin entender dónde encajo.
—A menos que me case, tendré que esperar tres años para hacerme con el fideicomiso que me corresponde.
A continuación, Edward le habló del proyecto que tenía para el rancho con su amigo Emmett. Caballos. Sementales. Cuadras. Bella no sabía mucho sobre ranchos, pero el entusiasmo en la voz de Edward le ayudó a hacerse una imagen vivida de su Sueño.
—Sigo sin saber muy bien dónde encajo —repitió cuando Edward acabó.
Él abrió los brazos, sonriendo.
—Serías mi esposa temporal.
Bella tragó con esfuerzo.
—¿No crees que el matrimonio debería ser…? —retorció la toalla en sus manos —¿… por amor?
Edward desestimó aquella idea con un despectivo gesto de la mano.
—Deja esas cursilerías para otros.
—¿Tú no…?
—No digas más. Sólo piensa. Mi abuelo consigue lo que quiere. Yo consigo lo que quiero. Tú consigues lo que quieres.
¿Y qué quería exactamente ella?, pensó Bella. Volvió a retorcer la toalla…
—Ese es el problema —Edward tomó el extremo suelto de la toalla y tiró de ella hacia sí—. No ves lo que yo estoy viendo.
Sus ojos eran de un intenso verde con un borde esmeralda. Olía como su cazadora… cálido, excitante, masculino.
Bella se humedeció los labios con la lengua.
—¿Y qué ves? —preguntó, sintiéndose repentinamente femenina y deseable.
De pronto, Edward soltó el extremo de la toalla y se apartó.
—Una persona a la que le vendría bien algo de ayuda —dio otro paso atrás y miró al bebé—. Una madre con un bebé del que hacerse cargo.
Todo el asunto quedó claro en un instante. Edward quería una esposa temporal y conveniente y había pensado en ella. Porque le daba pena. En ningún momento la había visto como una mujer, como un individuo.
Pero Bella ya había recibido suficiente caridad durante los primeros dieciocho años de su vida. Cinco años atrás juró no volver a hacerlo.
Se sintió bastante aliviada al descubrir que Edward aceptó con bastante calma su negativa.
Edward se detuvo al pie de las escaleras del apartamento de Bella.
«¿Qué diablos me pasa?»
Nunca aceptaba un no por respuesta.
Tal vez había sido el nuevo corte de pelo de Bella lo que lo había distraído. O el fresco aroma a jabón de su piel desnuda. O aquel fino albornoz…
Gruñó y metió las manos en los bolsillos de sus pantalones. ¡Había estado tan cerca de conseguirlo…!
¿En qué se había equivocado? ¿No le había explicado con claridad las ventajas?
«Vuelve a preguntárselo».
Su personalidad de hombre de negocios lo incitó a volver a subir las escaleras.
Otro instinto le hizo permanecer donde estaba.
Una bella mujer. Un hijo con su nombre. Aunque estuvieran casados sólo unos meses, ¿cuánto tiempo le costaría recuperar su condición de soltero?
Aún indeciso, Edward oyó el sonido del teléfono en el apartamento de Bella, seguido del llanto de Eddie. Se hallaba a medio camino de las escaleras cuando el teléfono dejó de sonar y oyó a Bella decir «¿hola?» por encima del creciente llanto del bebé.
Ya tras la puerta oyó el final de la conversación con el señor Stanley, evidentemente, un futuro arrendador. Incluso habiendo oído tan sólo parte de la conversación, Edward supo que el señor Stanley no era un hombre paciente.
No quería que Bella le devolviera la llamada más tarde.
Quería saber si el bebé lloraba así a menudo.
También escuchó algo sobre pañales y basura que no tuvo ningún sentido.
Finalmente oyó que Bella perdía el único apartamento asequible para ella en Freemont Springs.
Un hombre más educado no habría escuchado tras la puerta. Un hombre más amable habría dejado que Bella se enfrentara sola a sus problemas.
Pero Edward no había crecido sobre la manipuladora rodilla de Edward Sr. Cullen para nada.
Volvió a llamar a la puerta de Bella y se lanzó de nuevo directo al grano.
Ella estaba más pálida que hacía unos minutos. Lo miró, aturdida.
—Quería que Eddie creciera aquí —dijo mientras Edward pasaba al interior y cerraba la puerta—. Uno de sus nombres es Freemont porque pretendo que no olvide el lugar al que pertenece.
Edward la tomó por el codo y la condujo hacia el pequeño sofá. Bella se sentó con el bebé en uno de sus brazos.
—Entonces, ¿te gusta vivir aquí? —preguntó Edward en tono despreocupado.
—Mi coche pinchó dos veces justo a las afueras de Freemont. Había hecho todo el trayecto desde Los Ángeles sin dar ningún problema hasta que pasé el cartel anunciando que entraba en Freemont Springs. Entonces hizo «puuf».
—Así que decidiste quedarte.
Bella asintió.
—No tenía dinero para comprar dos ruedas nuevas. Y Anne siempre decía que cuando se rompe un huevo es mejor hacer una tortilla.
Edward pasó por alto el tema de Anne y la tortilla.
—Y Eddie es el primer bebé del año nacido aquí. En Freemont Springs está su sitio.
Bella frunció el ceño.
—Eso pensé. La gente es tan hospitalaria y amistosa… pero acabo de perder el único lugar que había encontrado que podía permitirme.
A Edward no le gustó nada su infelicidad.
—Siempre existe esa sencilla solución.
Bella arqueó las cejas.
—¿Qué sencilla solución?
—Cásate conmigo —dijo Edward con suavidad.
—¿Así como así?
A pesar de que las pestañas de Bella ocultaban su mirada, Edward creyó percibir que se había suavizado. No supo cómo lo captó, pero algo flotó entre ellos, algo que comenzó la noche en que sostuvo sus manos en el hospital. Tal vez incluso antes, cuando ella le tocó la mejilla con un dedo. O cuando él vio por primera vez su pelo de rayo de luna.
—Sólo temporalmente —dijo con voz ronca—. Acabarás teniendo suficiente dinero para poder quedarte aquí. Hazlo por Eddie, Bella —Edward fue directo al cuello—. Para que pueda sentir que pertenece a este lugar.
Bella alzó la mirada. El marrón achocolatado de sus ojos volvió a sorprender a Edward.
—No sé —el bebé había vuelto a quedarse dormido sobre su hombro y fue a dejarlo de nuevo en la cuna. Luego, se volvió lentamente hacia Edward.
El apartamento era tan pequeño que parecían hallarse a tan sólo un brazo de distancia.
—Anne siempre solía decir que cuando la oportunidad llama a tu puerta…
Edward llamó a una imaginaria puerta.
—Noc, noc.
Bella volvió a mirar al bebé.
«Di sí», pensó Edward.
—Sí.
En un extraño momento de alivio y anticipación, la distancia que los separaba desapareció.
Edward apoyó las manos en los brazos de Bella. La atrajo contra su pecho y acercó la boca hasta la comisura de sus labios.
Eso fue todo.
Pero no fue suficiente. Porque Bella tomó un sorprendido aliento y, de algún modo, aquel sonido resultó especialmente excitante, y la boca de Edward se movió sobre sus labios para besarla de verdad.
Edward ocupó su asiento tras la mesa del despacho, mirando con suspicacia el montón de papeles y carpetas que había sobre ésta. Con el pulgar y el índice alzó las primeras, haciendo que el montón se desperdigara sobre la superficie de caoba.
Suspiró, aliviado. No había nada oculto allí. Ni sonajeros, ni cigarrillos de chicle, ni panfletos sobre cómo hacer eructar a un bebé.
Nada relacionado con bebés.
Dejó escapar un suspiro de alivio. Habían tenido que pasar tres semanas, pero por fin había sucedido.
Se habían acabado las bromas.
Volvió a reunir los papeles y de inmediato lamentó haberlo hecho. ¿De dónde diablos salía todo aquello? Bastaba con que faltara un día del despacho para que el trabajo se amontonara.
Maldito abuelo…
El viejo había vuelto a irse a Washington, dejando Cullen Oil Works en lo que él llamaba las «capaces manos» de Edward. Era una auténtica maldición. Tal vez debería apreciar aquella confianza, pero no cuando el abuelo se negaba a ver lo reacias que eran aquellas manos.
Edward Sr. Cullen era ciego cuando quería y un maestro de la manipulación todo el rato. Edward sintió el comienzo de un intenso dolor de cabeza. A menos que encontrara algún modo de obligar a Edward Sr. a volver a ocupar su despacho, temía verse encadenado allí para el resto de su vida.
Todos los días lo mismo, las responsabilidades, los compromisos… la familia entera pesaba sobre él como una maldición.
Buzzz.
Edward apretó el botón del intercomunicador.
—Gracias por interrumpir uno de los momentos más deprimentes de mi vida, Lisa —dijo a su secretaria.
Lisa no respondió con su habitual descaro.
—Uh, señor… —nunca solía llamarle señor.
—¿Qué sucede?
Una pausa cargada de presagios siguió a la pregunta de Edward.
—Tiene visita señor, eh… dos visitantes.
La extraña actitud de Lisa quedó explicada cuando hizo pasar a los inesperados visitantes. Dos personas a las que Edward quería ver en su despacho tanto como a un inspector de hacienda.
Gimió. En alto. Porque ahora que las bromas sobre su paternidad parecían haber acabado, sabía que iban a volver a empezar.
El visitante número uno era Edward Freemont Swan, vestido completamente de blanco en su cochecito de bebé. La visitante número dos era Bella, con su gastada parca azul, una bufanda de lana roja en torno a la garganta y la cazadora de Edward bajo el brazo.
Bella sonrió tímidamente.
—Te he traído la cazadora. Siento haber tardado tanto.
Edward miró su reloj. ¿Y si la visita durara tan sólo cuarenta segundos? Así existiría la posibilidad de que nadie se enterara. Miró a Lisa, que seguía en el umbral. «No se te ocurra difundir una palabra sobre esto», ordenó mentalmente, y alargó una mano para tomar su cazadora. «Y ahora indica amablemente a esta señorita dónde está la salida».
Malinterpretando todas las órdenes telepáticas de su jefe, Lisa avanzó rápidamente y tomó la cazadora antes que él.
—Siéntese, señorita Swan. ¿Le apetece tomar algo? ¿Té? ¿Café?
Edward se quedó boquiabierto. Lisa nunca ofrecía nada a nadie. Si él quería café, tenía que salir a servírselo.
Bella sonrió a Lisa, como si hubiera comprendido el honor que suponía su ofrecimiento.
—Una taza de té me vendrá bien para calentarme las manos, gracias.
—Deberías usar guantes —se oyó decir Edward. Luego, en tono aún ligeramente hosco, añadió—: Supongo que puedes sentarte.
Bella acercó el coche del bebé a la silla y ocupó ésta.
¿Cuánto tiempo podía llevarle tomarse el té?, se preguntó Edward. Como mucho, noventa segundos.
Con rápidos movimientos, Bella se quitó la bufanda y la parca.
Edward la miró, sin saber exactamente qué parte de aquella mujer hacía que le resultara tan difícil apartar la mirada de ella. Cada vez que la había visto anteriormente llevaba abrigos, o batas, o mantas. También tenía una larga melena de pelo castaño.
—Te lo has cortado —dijo, estúpidamente.
—Así es más cómodo —Bella se pasó una mano por el pelo. Aunque un poco más largo que el de un chico, realzaba el contorno de su cabeza. También hacía que sus ojos y su boca parecieran más grandes.
Lisa volvió un momento después con una humeante taza de té. Antes de dársela a Bella, fijó su atención en el bebé. Luego miró a la madre.
—Parece mentira que sólo hayan pasado tres semanas desde que diste a luz —dijo, sonriente—. Nadie recupera la figura con tanta rapidez.
Edward volvió a mirar a Bella. No quería, pero había sido culpa de Lisa. Sí; antes, Bella llevaba gastadas parcas y batas de hospital y mantas. Ahora llevaba vaqueros y un ceñido jersey blanco.
—Siempre he sido más bien delgada —contestó, devolviendo la sonrisa a Lisa—. Pero te aseguro que algunas de las curvas son totalmente nuevas.
Ahora fue culpa de Bella que Edward siguiera mirando. Si las curvas eran una adquisición reciente, el parto era el mejor amigo de aquella mujer.
De pronto se dio cuenta de que ambas mujeres lo estaban mirando. ¿Habría hecho algún ruido sin darse cuenta? ¿Habría gemido?, se preguntó, horrorizado.
Carraspeando, volvió a mirar su reloj. No recordaba con exactitud cuándo había llegado Bella, pero era evidente que llevaba allí demasiado tiempo.
Ella pareció captar la indirecta. Tras dar un sorbo, dijo:
—Debo irme. Tengo que volver a la panadería.
—¿La panadería? —repitió Edward, frunciendo el ceño mientras Lisa volvía a salir del despacho—. Ah, sí. Me dijiste que trabajabas ahí. ¿Has vuelto a trabajar tan pronto?
—Sue y Leah me necesitan.
Una desconocida inquietud recorrió la espalda de Edward.
—Debes descansar. Sue y Leah pueden pasarse sin ti unos días más.
Bella sonrió educadamente mientras dejaba la taza en el borde del escritorio.
—Gracias de nuevo por la cazadora… y por todo lo demás que hiciste por mí.
De pronto, a Edward no le hizo gracia la idea de que se fuera.
—¿No quieres saber qué pasa con Victoria?
Bella hizo una pausa mientras tomaba su parca.
—¿La habéis encontrado? —preguntó.
—Gracias a ti supimos que estaba aquí. Incluso averiguamos dónde —Edward sintió un repentino remordimiento. Debería haber visitado a Bella para comunicarle lo que habían descubierto. Debería haber comprado algo para el bebé. Pero había estado tan empeñado en apagar los rumores que había evitado tener nada que ver con ella—. Pero ha vuelto a desaparecer.
Las manos de Bella se detuvieron en el proceso de subir la cremallera de su parka.
—Oh, lo siento. Espero que la encontréis —metió la mano en el bolsillo y sacó unas llaves.
Edward la imaginó conduciendo de vuelta a la panadería.
—¿Sigue estropeada la calefacción de tu coche? Podría hacer que alguien…
—Ya está funcionando —Bella se puso la bufanda en torno al cuello.
—¿No puedes quedarte un poco más? —Edward no sabía qué diablos le había impulsado a decir aquello.
Bella ladeó la cabeza y miró el escritorio abarrotado de papeles.
—No me parece que tengas tiempo para una visita más larga.
Edward siguió la dirección de su mirada.
—¿Eso? No es nada —sólo la atadura que lo encadenaba a Oil Works—. No me has contado nada sobre el niño —miró al bebé, aún dormido. Había engordado y, mientras lo miraba hizo un puchero con los labios, moviéndolos como si estuviera mamando.
—Lo llamo Eddie.
Extrañamente, Edward sintió una punzada de decepción.
—Le has cambiado el nombre —dijo.
Bella negó con la cabeza.
—No, sólo es un apodo. Es la versión corta del tuyo.
Hizo girar el cochecito hacia la puerta y Edward se fijó en que una de las ruedas estaba ligeramente torcida. No se le ocurrió ningún otro motivo para hacerle quedarse.
—¿No querías llamarlo Edward? —la estúpida pregunta surgió involuntariamente de sus labios.
Bella se detuvo de espaldas a él y volvió la cabeza para mirarlo.
—Supongo que pensé que sólo había un Edward Cullen —dijo, antes de salir.
Desde la ventana de su despacho, Edward vio cómo sacaba Bella al bebé del cochecito y lo metía en el coche. Cuando éste ya se alejaba, salió al despacho de Lisa. Ésta se hallaba junto al aparato de fax.
Su secretaria estaba casada y tenía un par de hijos. Recordaba que en cada ocasión se tomó el permiso de maternidad. Más o menos unos tres meses cada vez.
—¿No se supone que una mujer debe descansar después de dar a luz?
Lisa tomó el fax que acababa de llegar y le echó un rápido vistazo.
—Después de dar a luz, una mujer merece una asistenta y a su madre durante al menos seis meses.
—En ese caso supongo que Bella no debería haber empezado a trabajar ya.
Lisa se encogió de hombros.
—Puede que no le quede otra opción.
Abrigo gastado. Cochecito con ruedas deterioradas. Coche con calefacción averiada.
—No me gusta —murmuró Edward.
—Y esto le va a gustar aún menos, jefe —dijo Lisa, entregándole el fax.
Edward tomó la hoja, pensando aún en Bella y en Eddie. La leyó una vez y volvió a hacerlo.
Edward Sr. Cullen proponía nombrarlo jefe de Cullen Oil Works. El antiguo trabajo de James.
Maldición.
Arrugó la hoja en el puño. El abuelo pretendía atarlo permanentemente a la empresa y a la familia.
—No pienso permitir que se salga con la suya.
Lisa lo miró con gesto escéptico.
—No sé qué puede hacer al respecto, jefe.
Edward arrojó la bola de papel con precisión en la papelera que había junto al escritorio de Lisa. Su mirada se detuvo en una fotocopia del Daily Post de la foto en la que él había salido. Alguien había escrito algo sobre su cabeza en la foto. No se molestó en comprobar qué decía.
Fantástico. Una visita de tres minutos y las bromas habían vuelto a empezar.
Eso era lo último que necesitaba. Ser nombrado jefe ejecutivo de la empresa y más especulaciones sobre el fin de su soltería.
El fin de su soltería. Edward se quedó petrificado mientras una brillante idea cristalizaba en su mente. De acuerdo, Emmett la había mencionado antes, pero él era el único que podía hacerla realidad.
—Cullen, eres un genio —susurró para sí—. Con esta idea todo el mundo sale ganando.
Media hora para pensar cuidadosamente en la idea. Diez minutos para llegar a la panadería. Uno y medio para averiguar que Bella estaba en su apartamento y para llamar a la puerta en lo alto de las escaleras.
Sólo un instante más y la puerta se abrió.
Con el frío de enero a sus espaldas y la sorprendida expresión de Bella ante él, Edward fue directo al grano.
—Cásate conmigo —dijo.
Bella miró a Edward, sin fijarse en sus palabras, sólo consciente del gastado albornoz que se había puesto tras ducharse.
¿Encontraría algún placer sádico aquel hombre en ir a verla cuando peor aspecto tenía?
—¿Has oído lo que he dicho? —Edward pasó al interior del apartamento y cerró la puerta a sus espaldas.
Bella dio un paso atrás, ciñéndose el albornoz. Con aquel traje oscuro y la corbata, Edward parecía uno de los miembros de la dirección que solía visitar el orfanato de cuando en cuando, no un hombre que acabara de proponerle matrimonio.
¿Matrimonio? Tragó con esfuerzo y dio otro paso atrás.
—¿Qué has dicho?
—Te he pedido que te cases conmigo.
Bella sintió un cosquilleo recorriéndole el cuerpo.
—No me lo has pedido. Creo que has dicho «cásate conmigo».
—Exacto —Edward sonrió ampliamente.
Aquella sonrisa hizo que Bella sintiera que se derretía por dentro. Se cruzó de brazos, sintiendo que se le ponía la carne de gallina.
—No tiene sentido —dijo. Miró hacia la cuna atraída por los sonidos de Eddie que parecía a punto de despertar.
—Tiene mucho sentido —contestó Edward. Sin preguntar, cruzó la habitación y se sentó en el sofá—. Así, todo el mundo gana.
Bella se acercó a la cuna y tomó a Eddie en brazos antes de que sus balbuceos se convirtieran en un intenso llanto. El bebé parpadeó y ella le frotó la nariz con la suya.
—Hola, bebé —susurró, para darse un minuto de tiempo. Sosteniendo a Eddie contra su corazón como si fuera una armadura se volvió hacia Edward—. No te sigo. ¿Puedes explicarme de qué estás hablando?
Edward palmeó sus muslos con sus manos y se puso en pie ágilmente.
—Eso se debe a lo feliz que me siento con la idea —volvió a sonreír—. Debería haber pensado en ello hace semanas.
¿Feliz? Desde luego, lo parecía. Su rostro tenía una expresión juvenil y encantada, y Bella sintió un escalofrío de placer viéndolo. ¿Cuánto hacía que un hombre no la miraba así? Riendo, excitado, como si fuera ella lo que quisiera.
Había dicho que quería casarse con ella.
Sentó al bebé en el cochecito y se quitó lentamente la toalla que tenía enrollada en la cabeza.
—Lo siento… acabo de salir de la ducha.
Había dicho que quería casarse con ella.
La juvenil sonrisa ensanchó el rostro de Edward.
—No me importa el aspecto que tengas. Sólo quiero tener tu nombre en un certificado de matrimonio.
Matrimonio. Compartir la vida con alguien. Crear una familia con Edward y Eddie. Sueños que ya creía olvidados florecieron al instante en su mente.
—No puedes hablar en serio —susurró, mientras su mente se llenaba de imágenes de Edward en su dormitorio, acariciándola con sus fuertes manos. A pesar de que Edward era casi un desconocido, la imagen hizo que el estómago se le contrajera.
—Claro que hablo en serio. Tú. Yo. Un matrimonio de conveniencia. ¿No es así como lo llaman?
El buen humor de Edward resultaba tan contagioso que Bella estuvo a punto de devolverle la sonrisa. Entonces la realidad se hizo patente.
—¿Un matrimonio de conveniencia?
—Exacto. Firmaremos un acuerdo prenupcial y luego nos casaremos. Yo me libraré de la empresa, conseguiré mi dinero, compraré el rancho y después te devolveré tu libertad junto con suficiente dinero para que tú y Eddie tengáis la vida resuelta.
Edward volvió a hablar con tal convicción que Bella estuvo a punto de asentir.
—Espera un minuto —se frotó con fuerza el pelo con la toalla, como si aquello pudiera hacer que la conversación adquiriera cierto sentido común.
Edward se plantó ante ella de una zancada.
—Tengo un abuelo cascarrabias y patriarcal que se niega a aceptar que es él quien debe dirigir el negocio de la familia, no yo, ¿de acuerdo? —se pasó una mano por el cabello boncíneo—. Tengo que obligarle a volver, o de lo contrario se pondrá enfermo pensando en la muerte de mi hermano James, y de paso hará que yo me vuelva loco atándome a Cullen Oil.
Bella estaba al tanto de la muerte de James Cullen. También conocía la reputación de Edward Sr. Cullen de ser un testarudo pero exitoso hombre de negocios.
—Sigo sin entender dónde encajo.
—A menos que me case, tendré que esperar tres años para hacerme con el fideicomiso que me corresponde.
A continuación, Edward le habló del proyecto que tenía para el rancho con su amigo Emmett. Caballos. Sementales. Cuadras. Bella no sabía mucho sobre ranchos, pero el entusiasmo en la voz de Edward le ayudó a hacerse una imagen vivida de su Sueño.
—Sigo sin saber muy bien dónde encajo —repitió cuando Edward acabó.
Él abrió los brazos, sonriendo.
—Serías mi esposa temporal.
Bella tragó con esfuerzo.
—¿No crees que el matrimonio debería ser…? —retorció la toalla en sus manos —¿… por amor?
Edward desestimó aquella idea con un despectivo gesto de la mano.
—Deja esas cursilerías para otros.
—¿Tú no…?
—No digas más. Sólo piensa. Mi abuelo consigue lo que quiere. Yo consigo lo que quiero. Tú consigues lo que quieres.
¿Y qué quería exactamente ella?, pensó Bella. Volvió a retorcer la toalla…
—Ese es el problema —Edward tomó el extremo suelto de la toalla y tiró de ella hacia sí—. No ves lo que yo estoy viendo.
Sus ojos eran de un intenso verde con un borde esmeralda. Olía como su cazadora… cálido, excitante, masculino.
Bella se humedeció los labios con la lengua.
—¿Y qué ves? —preguntó, sintiéndose repentinamente femenina y deseable.
De pronto, Edward soltó el extremo de la toalla y se apartó.
—Una persona a la que le vendría bien algo de ayuda —dio otro paso atrás y miró al bebé—. Una madre con un bebé del que hacerse cargo.
Todo el asunto quedó claro en un instante. Edward quería una esposa temporal y conveniente y había pensado en ella. Porque le daba pena. En ningún momento la había visto como una mujer, como un individuo.
Pero Bella ya había recibido suficiente caridad durante los primeros dieciocho años de su vida. Cinco años atrás juró no volver a hacerlo.
Se sintió bastante aliviada al descubrir que Edward aceptó con bastante calma su negativa.
Edward se detuvo al pie de las escaleras del apartamento de Bella.
«¿Qué diablos me pasa?»
Nunca aceptaba un no por respuesta.
Tal vez había sido el nuevo corte de pelo de Bella lo que lo había distraído. O el fresco aroma a jabón de su piel desnuda. O aquel fino albornoz…
Gruñó y metió las manos en los bolsillos de sus pantalones. ¡Había estado tan cerca de conseguirlo…!
¿En qué se había equivocado? ¿No le había explicado con claridad las ventajas?
«Vuelve a preguntárselo».
Su personalidad de hombre de negocios lo incitó a volver a subir las escaleras.
Otro instinto le hizo permanecer donde estaba.
Una bella mujer. Un hijo con su nombre. Aunque estuvieran casados sólo unos meses, ¿cuánto tiempo le costaría recuperar su condición de soltero?
Aún indeciso, Edward oyó el sonido del teléfono en el apartamento de Bella, seguido del llanto de Eddie. Se hallaba a medio camino de las escaleras cuando el teléfono dejó de sonar y oyó a Bella decir «¿hola?» por encima del creciente llanto del bebé.
Ya tras la puerta oyó el final de la conversación con el señor Stanley, evidentemente, un futuro arrendador. Incluso habiendo oído tan sólo parte de la conversación, Edward supo que el señor Stanley no era un hombre paciente.
No quería que Bella le devolviera la llamada más tarde.
Quería saber si el bebé lloraba así a menudo.
También escuchó algo sobre pañales y basura que no tuvo ningún sentido.
Finalmente oyó que Bella perdía el único apartamento asequible para ella en Freemont Springs.
Un hombre más educado no habría escuchado tras la puerta. Un hombre más amable habría dejado que Bella se enfrentara sola a sus problemas.
Pero Edward no había crecido sobre la manipuladora rodilla de Edward Sr. Cullen para nada.
Volvió a llamar a la puerta de Bella y se lanzó de nuevo directo al grano.
Ella estaba más pálida que hacía unos minutos. Lo miró, aturdida.
—Quería que Eddie creciera aquí —dijo mientras Edward pasaba al interior y cerraba la puerta—. Uno de sus nombres es Freemont porque pretendo que no olvide el lugar al que pertenece.
Edward la tomó por el codo y la condujo hacia el pequeño sofá. Bella se sentó con el bebé en uno de sus brazos.
—Entonces, ¿te gusta vivir aquí? —preguntó Edward en tono despreocupado.
—Mi coche pinchó dos veces justo a las afueras de Freemont. Había hecho todo el trayecto desde Los Ángeles sin dar ningún problema hasta que pasé el cartel anunciando que entraba en Freemont Springs. Entonces hizo «puuf».
—Así que decidiste quedarte.
Bella asintió.
—No tenía dinero para comprar dos ruedas nuevas. Y Anne siempre decía que cuando se rompe un huevo es mejor hacer una tortilla.
Edward pasó por alto el tema de Anne y la tortilla.
—Y Eddie es el primer bebé del año nacido aquí. En Freemont Springs está su sitio.
Bella frunció el ceño.
—Eso pensé. La gente es tan hospitalaria y amistosa… pero acabo de perder el único lugar que había encontrado que podía permitirme.
A Edward no le gustó nada su infelicidad.
—Siempre existe esa sencilla solución.
Bella arqueó las cejas.
—¿Qué sencilla solución?
—Cásate conmigo —dijo Edward con suavidad.
—¿Así como así?
A pesar de que las pestañas de Bella ocultaban su mirada, Edward creyó percibir que se había suavizado. No supo cómo lo captó, pero algo flotó entre ellos, algo que comenzó la noche en que sostuvo sus manos en el hospital. Tal vez incluso antes, cuando ella le tocó la mejilla con un dedo. O cuando él vio por primera vez su pelo de rayo de luna.
—Sólo temporalmente —dijo con voz ronca—. Acabarás teniendo suficiente dinero para poder quedarte aquí. Hazlo por Eddie, Bella —Edward fue directo al cuello—. Para que pueda sentir que pertenece a este lugar.
Bella alzó la mirada. El marrón achocolatado de sus ojos volvió a sorprender a Edward.
—No sé —el bebé había vuelto a quedarse dormido sobre su hombro y fue a dejarlo de nuevo en la cuna. Luego, se volvió lentamente hacia Edward.
El apartamento era tan pequeño que parecían hallarse a tan sólo un brazo de distancia.
—Anne siempre solía decir que cuando la oportunidad llama a tu puerta…
Edward llamó a una imaginaria puerta.
—Noc, noc.
Bella volvió a mirar al bebé.
«Di sí», pensó Edward.
—Sí.
En un extraño momento de alivio y anticipación, la distancia que los separaba desapareció.
Edward apoyó las manos en los brazos de Bella. La atrajo contra su pecho y acercó la boca hasta la comisura de sus labios.
Eso fue todo.
Pero no fue suficiente. Porque Bella tomó un sorprendido aliento y, de algún modo, aquel sonido resultó especialmente excitante, y la boca de Edward se movió sobre sus labios para besarla de verdad.
sábado, 12 de noviembre de 2011
EPBDA - Capítulo 2
Capítulo 2
El rostro de Bella Swan irradiaba felicidad mientras sostenía a su bebé contra su pecho. Lo besó con delicadeza en la frente y luego volvió la mirada hacia la ventana, por la que entraba a raudales el sol de la mañana.
—Un nuevo año es un nuevo comienzo —susurró, mirando a su hijo.
Anne Webber, la mujer que la había criado, repetía aquellas palabras cada primero de enero y, probablemente, seguía haciéndolo. Aunque Bella sólo se había carteado un par de veces con Anne tras dejar la Casa de Acogida Thurston, cinco años atrás, nunca había olvidado lo que aprendió de la vieja mujer.
—Y me aseguraré de que tú tampoco olvides —dijo al recién nacido—. Te enseñaré todo lo que yo he aprendido.
Que no era demasiado, admitió para sí. El bebé frunció el ceño mientras dormía. Ella sonrió.
—No te preocupes, mamá es más lista cada día.
Suspiró, deseando haber sido más lista unos meses atrás. Tal vez así habría comprendido que Mike no era la clase de hombre que pudiera amarla para siempre… si es que alguna vez lo había hecho.
—Pero entonces no te habría tenido —dijo en voz alta, deslizando la punta de un dedo por la orejita del bebé. Nada le haría arrepentirse de haberlo tenido.
Haciendo un pequeño esfuerzo, bajó de la cama y dejó a su hijo en la cuna. De todos modos, en aquellos momentos tenía cosas más acuciantes en las que pensar. El parto se había adelantado casi un mes entero, lo que significaba que sus ahorros eran menores de lo que tenía previsto. Y también tenía que pensar en buscar un nuevo y barato apartamento. Sue y Leah le habían alquilado la habitación que se hallaba sobre la panadería sólo temporalmente, pues la madre de Leah iba a ocuparla cuatro semanas después.
Bella se mordió el labio.
—Pero los deseos no bastan para lavar los platos —susurró a su bebé—. Alice también me enseñó eso.
Decidida a no dejarse abrumar por sus preocupaciones, se pasó una mano por el revuelto pelo. Hacía unos momentos, una enfermera había pasado por allí y le había sugerido que tomara una ducha. Cuando lo hiciera se sentiría como una nueva mujer.
Alguien llamó a la puerta. Probablemente sería la enfermera que había prometido acudir a ayudarla.
—Adelante.
La puerta se abrió y un hombre pasó al interior.
Bella se ruborizó a la vez que ceñía con una mano las solapas de la bata del hospital. ¿No quería sentirse como una nueva mujer? Pues en aquellos momentos lo era. Porque el alto, pálido y atractivo semidesconocido que acababa de entrar había compartido con ella la noche anterior los momentos más íntimos y milagrosos de su vida.
Deseó que se la tragara la tierra.
—¿Bella?
Ella recordó su voz, profunda, como debía ser la de un hombre. También lenta, como lo eran las de Seattle en comparación con la rápida charla de Los Ángeles a la que estaba acostumbrada.
El hombre dio dos pasos hacia ella y alargó una mano.
Bella extendió la suya por encima de la cuna del bebé para estrecharla. Su mente se llenó de recuerdos de la noche anterior. Los brillantes ojos verdes del hombre, serios, pero reconfortantes. Sus dedos aferrándose a los de él como si pudiera extraer fuerza de aquellas manos. Se ruborizó aún más y apartó rápidamente la mano.
—Soy Edward —dijo él, metiendo la otra mano en el bolsillo de sus vaqueros—. Edward Cullen.
Bella no lo había olvidado. Oyó su nombre la noche pasada, justo después de que el reportero sacara la foto del Primer Bebé del Año. Luego, Edward desapareció. Lo cierto era que ella estaba tan centrada en su hijo que no le había prestado mucha atención.
Hasta ese momento.
Ahora sólo podía pensar en cómo la había visto la noche pasada, en el aspecto que debía tener esa mañana, en cuánto le habría gustado haber tomado aquella ducha media hora antes…
En cómo podía librarse amable y educadamente de él en aquel mismo instante.
Edward casi rió en alto. La expresión de Bella era tan transparente que casi podía leerse lo que estaba pensando.
Quería irse a casa.
Pero aquella damita le debía una explicación y algunos detalles. Era lo menos que podía hacer en pago por la maldita foto que había salido en primera plana del periódico y que había causado más llamadas de las que había recibido en toda su vida.
Le dedicó la sonrisa que había perfeccionado durante el tercer grado en la catequesis de los domingos.
—Sólo te entretendré unos minutos.
Bella le dedicó la misma mirada de sospecha que la señorita Walters cuando le juraba que no había copiado en clase.
—Estaba a punto de… —Bella hizo un vago gesto señalando el baño—. Necesito…
—Necesito que me respondas unas preguntas —interrumpió Edward con suavidad. Alguien había enviado por fax a su abuelo la portada del Freemont Springs Daily Post aquella mañana, y la primera llamada que había hecho había sido para asegurar a Edward I que no había otro heredero Cullen secreto—. He hablado hoy con mi abuelo y estamos deseando que nos des la información que tienes sobre Victoria.
Bella se mordió el labio.
—Escucha… ayer estaba en un estado realmente extraño. Limpié el maletero de mi coche, luego la guantera. Encontré treinta y siete centavos en los pliegues del asiento trasero. Luego empecé con mi apartamento.
Edward se fijó en el rubor que cubría el rostro de Bella y no pudo evitar mirarla fijamente. La noche pasada estaba tan pálida… pero ahora el rubor acentuaba sus delicados pómulos. Sus labios también estaban más rojos. El brillo general de su rostro no restaba nada al claro y precioso color de sus ojos.
De pronto se dio cuenta de que había dejado de hablar.
—Lo siento. ¿Qué estabas diciendo? ¿Treinta y siete centavos?
Bella volvió a morderse el labio.
—Es debido al embarazo. Había leído algo al respecto, pero no me di cuenta de que me estaba pasando a mí. Estaba preparando el nido.
Edward arqueó las cejas.
—Estaba dejándolo todo preparado —explicó ella—. Sentía una necesidad compulsiva de limpiarlo todo, de dejarlo todo en orden. Conozco a dos personas que cumplen años en marzo. Ayer sentía un impulso irrefrenable de mandarles unas postales.
Nada de aquello estaba acercando a Edward a la información sobre Victoria. Y lo cierto era que no quería saber nada más sobre ella. Ni sobre los amigos que cumplían años en marzo, ni sobre su instinto de anidar, ni sobre la intrigante forma de su rosada boca.
—Pero sobre Victoria…
Tres mujeres entraron de pronto en la habitación, interrumpiéndolo. Dos llevaban batas de maternidad y una un traje de calle. Edward las miró con irritación y en seguida se dio cuenta de que conocía a dos de ellas.
—Hola Jessica. Hola Irina —había salido con Jessica, la del traje, dos años atrás. Irina había sido su cita en el último Halloween.
—Hola Edward —saludó esta última, mirándolo con curiosidad.
—Creíamos haberte visto entrar, pero no estábamos seguras de que fueras tú —dijo Jessica.
El sentimiento de desasosiego volvió a apoderarse del estómago de Edward.
—Sólo he pasado a hablar con la señorita Swan.
—La «señorita» Swan —dijo Jessica, dejando escapar a continuación una tonta risita—. Ja, ja. Hemos visto la foto del periódico.
Edward recordó de pronto por qué había dejado de salir con Jessica. Ja, ja. Una mirada a Bella le bastó para comprobar que se sentía tan incómoda como él con aquella conversación.
—¿Habéis venido a hablar conmigo o con la madre del bebé? —preguntó.
Las tres mujeres parecieron avergonzadas.
—He venido a recoger unos papeles del hospital —contestó Jessica, volviéndose a continuación hacia Bella—. ¿Has rellenado todo lo que te di?
Edward se pasó una mano por el pelo mientras Bella recogía unos papeles de la mesilla de noche. Aquel encuentro en la habitación del hospital iba a disparar los rumores en Freemont Springs. Aunque, después de lo de la foto, no iba a hacer falta mucho para alentarlos.
Unos momentos después, las tres mujeres salían por la puerta. Edward ni siquiera esperó a que ésta estuviera cerrada para ir directo al grano.
—¿Y Victoria? —cuanto antes obtuviera la información, antes podría salir de allí para empezar a recuperar su reputación de soltero—. Te prometo que me iré en cuanto me digas lo que sepas sobre ella.
Bella se apoyó contra la cama.
—La semana pasada vi en un periódico la foto y el artículo sobre su búsqueda. No supe qué hacer… —se encogió de hombros—. Pero anoche decidí que debía contar lo que sabía.
Edward contuvo el aliento. Aquella podía ser la información que su familia necesitaba para encontrar a la madre del futuro hijo de su hermano.
—¿Y? —dijo, animándola a seguir.
Bella dudó, se mordió el labio y, finalmente, pareció tomar una decisión.
—Victoria está aquí, en Seattle. O al menos estaba aquí hasta hace dos semanas. Asistimos juntas a algunas clases de parto.
¡Estaba allí!
—Gracias, Bella —un torrente de alivio recorrió a Edward—. No sabes lo que esto significa para nosotros… para mi abuelo —una sonrisa distendió su rostro—. Podría besarte por esto.
—Y tal vez por esto también —dijo Jessica, a la vez que se asomaba por la puerta entreabierta.
La sonrisa se esfumó del rostro de Edward.
—Sólo estaba comprobando el certificado de nacimiento de tu hijo, Bella —continuó Jessica—. Tu escritura está comprensiblemente temblorosa esta mañana.
Edward miró de Jessica a Bella, cuyo rostro se había ruborizado repentinamente.
—El nombre que has escrito es «Edward», ¿no? —continuó Jessica. Una coqueta sonrisa curvó sus labios—. Quieres llamarlo Edward Freemont Swan, ¿no?
Aún aturdido, Edward pulsó el botón de bajada del ascensor. Edward Freemont Swan. Había salido de la habitación de Bella a toda prisa tras escuchar aquello. Edward Freemont Swan. ¡Había llamado a su hijo como él!
Esperó a que la rabia, o al menos la irritación, apareciera. Cuando un soltero se veía atrapado en una situación como aquella, lo último que quería era que el bebé recibiera su nombre.
«Adelante, Cullen», se dijo. «Tienes todo el derecho del mundo a estar cabreado».
Las puertas del ascensor se abrieron y salió al vestíbulo del hospital. El camino hasta el aparcamiento parecía plagado de puestos de periódicos. USA Today. Wall Street Journal. Freemont Springs Daily.
Su mejor amigo, Emmett McCarty, estaba comprando el último ejemplar.
Maldición.
—Edward, Edward, Edward.
No hubo ni un segundo de esperanza de que no lo viera. Con vaqueros, sombrero y botas, Emmett era la viva imagen de un ranchero de Seattle… precisamente lo que era.
—¿No deberías estar en el rancho amontonando estiércol? —preguntó Edward. Si no daba pie a su amigo, tal vez podría librarse de algún mordaz comentario.
—El viejo Gus se ha hecho un corte en la mano esta mañana. He tenido que traerlo para que le den unos puntos.
Edward entrecerró los ojos. El viejo Gus tenía las manos curtidas como el cuero.
—Creía que hacíais las curas de primeros auxilios en el rancho.
—Gus necesitaba la inyección del tétanos —Emmett sonrió abiertamente—. ¿Acaso crees que he venido a seguirte a la escena del crimen?
A Edward no le habría extrañado mucho que así fuera.
—Supongo que sin Gus andarás corto de mano de obra. Será mejor que vuelvas a casa cuanto antes.
La sonrisa de Emmett se ensanchó.
—¿Y perder la oportunidad de felicitarte en persona? Podrías habérmelo dicho. No tenías por qué dejar un mensaje diciendo que pensabas quedarte en casa ayer por la noche.
Edward suspiró.
—Fue un encuentro casual, ¿de acuerdo?
—¿Te refieres al destino?
Edward volvió a suspirar.
—Me refiero a que fue un simple acto humanitario. Y déjalo ya, ¿de acuerdo? Ya he tenido bastante con aguantar a mi abuelo esta mañana.
Emmett rió y movió el periódico.
—¿Edward Sr. ya se ha enterado?
—¿Tú que crees? —preguntó Edward en tono irónico—. Ojalá volviera a Seattle para ocuparse de Cullen Oil Works y me dejara tranquilo con mis asuntos.
Emmett bufó.
—Sólo lograrás que el viejo vuelva a ocupar su despacho dejando el tuyo. Anímate, hombre. La parcela de tierra que compraste junto a la mía está lista y esperándote. Deberías asociarte conmigo para crear el mejor establo de caballos del país.
Edward se pasó la mano por el pelo.
—Por enésima vez, Emmett, te repito que no tengo el dinero necesario para hacerlo. Gracias a mi abuelo, que me hizo aceptar mi salario en Cullen Oil Works en acciones y a ese pequeño fideicomiso que guarda mi dinero hasta que cumpla treinta años o me case.
Emmett movió la cabeza.
—Puede que casarse no sea tan mala idea, amigo —volvió a alzar el periódico y lo colocó frente a la nariz de su amigo—. Mira los líos en los que te metes siendo soltero.
La foto de Bella que aparecía en portada no estaba mal. Aunque el blanco y negro no favorecía precisamente su palidez, sus delicados rasgos quedaban claramente resaltados. Pero a Edward, el bebé le seguía pareciendo un cacahuete con extremidades.
El bebé.
—¿Quieres saber cómo lo ha llamado? —preguntó, anticipando de nuevo un arrebato de rabia e irritación—. Le ha puesto mi nombre. Ha llamado al bebé Edward —cruzó los brazos sobre el pecho—. ¿Qué te parece?
Emmett parpadeó, volvió a parpadear, y siguió mirando a Edward, primero con gesto aturdido y luego con evidente diversión.
—¿Quieres saber lo que me parece? —preguntó, riendo y moviendo la cabeza—. Creo que será mejor que hagas de ella una mujer honesta. Así podremos ocuparnos tú y yo por fin seriamente del Rocking H.
¿Qué diablos le pasaba a Emmett? ¿Casarse con Bella? ¿Y de qué se reía?
Edward sólo necesito un momento para comprender. Lo hizo en cuanto vio su reflejo en el lateral cromado del puesto de periódicos. Aunque su mente racional de soltero decía que debería estar irritado, o enfadado, o incluso indignado, su rostro se hallaba distendido por una sonrisa completamente atontada… ¡como si de verdad se sintiera el más orgulloso de los papás!
Bella dejó a su bebé de casi tres semanas en la cuna tras darle la toma de las cinco y media de la mañana. Un segundo después alguien llamó con suavidad a la puerta delantera. Sería Sue Clearwater, que siempre subía de la panadería al apartamento con una taza de café y algún bollo recién hecho. El negocio de la panadería generaba personas obligatoriamente madrugadoras.
La mujer de cabello cano cruzó el umbral con una bandeja de cartón que contenía dos humeantes tazas y dos bollos que desprendían un delicioso olor.
Bella olfateó apreciativamente.
—Me mimas demasiado —sonrió y señaló el gastado sofá que ocupaba una de las paredes del apartamento—. Siéntate.
Sue escrutó el rostro de Bella mientras se sentaba.
—Esta mañana no pareces tan pálida. ¿Ha ido bien la toma de las dos?
—Estupendamente —Bella tomó una taza de café y aspiró su aroma—. Sobre todo ahora que puedo ver el noticiario nocturno en la televisión.
Sue sonrió cariñosamente.
—Recuerdo lo solitarias que pueden ser las noches que hay que dar de mamar.
—Hmm —Bella dio un sorbo a su café. Solitarias.
Sue dejó de sonreír.
—No puedo dejar de preocuparme por ti, querida. Sin marido, sin madre…
—Tengo mi bebé —Bella sabía que eso tenía que bastarle, porque nunca tendría una madre. Y en cuanto a un marido…
—Pero sin familia para…
Bella apoyó una mano en el brazo de Sue.
—Una amiga leal merece más la pena que diez mil parientes.
Sue se encogió de hombros.
—Entonces tienes veinte mil con Leah y conmigo, pero no dejas que te ayudemos.
Bella sonrió al oír aquello.
—¿Qué quieres decir? Me ofrecisteis trabajo y un lugar en que vivir.
—Te pagamos el salario mínimo por ayudar a atender la panadería y llevar la contabilidad.
—Pero estoy adquiriendo una experiencia que me vendrá muy bien en el futuro —Bella dio otro sorbo a su café—. Y no olvides el desayuno.
—Pero te vamos a echar del apartamento.
Bella hizo un gesto despreocupado con la mano.
—Desde el principio me aclarasteis que la madre de Leah iba a vivir aquí.
—Si al menos… —Sue se interrumpió, movió la cabeza y un familiar y especulativo brillo iluminó sus ojos. Se volvió a mirar la foto del Daily Post que Bella había enmarcado y colgado entre la cuna y su cama—. Sí. Si al menos Edward Cullen…
Bella sintió que el corazón se le subía a la garganta.
—No empieces con eso ahora —advirtió a la otra mujer. Sue y Leah, dos encantadoras cotillas, inventaban historias donde no las había. Y por algún motivo, disfrutaban imaginando un romance entre Bella y Edward—. Ese pobre hombre sólo me estaba haciendo un favor.
Mientras que la foto y el artículo que la acompañaba había servido para proveer a Bella y al bebé de cajas y cajas de pañales, ropa para bebé y comida, sabía que lo único que había obtenido Edward de la publicidad había sido bochorno. La panadería de Sue y Leah atraía a gran parte de la población de Freemont Springs, y los clientes le habían transmitido sus felicitaciones, además de la noticia de que Edward Cullen estaba desesperado por recuperar su reputación de soltero.
Y también había sabido que, a pesar de su información, la familia Cullen aún no había encontrado a Victoria.
—De todos modos —insistió Sue mientras se levantaba para acercarse a mirar la foto—, creo que a Edward Cullen le vendría muy bien sentar la cabeza.
—Sue, ya sabes que no estoy interesada en él… —Bella cerró rápidamente la boca al ver una evidencia incriminatoria asomando por debajo de las almohadas de su cama deshecha.
La cazadora de borrego de Edward Cullen.
Se levanetó, pero no hizo ningún movimiento rápido hacia la cama. Si lo hacía se delataría y hacía días que le había dicho a Sue que ya había devuelto la cazadora.
Tenía intención de hacerlo, sobre todo después de que Sue la encontrara un día con ella puesta mientras daba de mamar al bebé.
Se acercó disimuladamente hacia la cama. Si Sue llegaba a enterarse de que aún tenía la cazadora, redoblaría su afán de casamentera.
Volvió a mirar la cazadora. ¿Sería mejor tratar de ocultarla por completo bajo la almohada o arrojarla disimuladamente al suelo por el otro lado de la cama?
—Cuéntame otra vez cómo es el nuevo sitio que has encontrado para vivir —Sue se apartó de la foto de la pared—. Dijiste que era un medio duplex, ¿no?
Bella se quedó muy quieta y apartó la mirada de la cazadora.
—He tenido mucha suerte de conseguirlo —era cierto, no era nada fácil encontrar apartamentos baratos en Freemont Springs—. El señor Stanley parece muy agradable.
—Después de que le has prometido que no harás ruido, que no te excederás utilizando la luz y la calefacción y que no llenarás más de una bolsa de basura a la semana.
Bella suspiró. Era cierto. El señor Stanley había establecido unas reglas que más le convenía no romper. Esperaba que los pañales desechables pudieran comprimirse como las latas de aluminio.
Sue suspiró.
—Necesitas un hombre, y no me refiero precisamente a Ralf Stanley.
¿Que necesitaba un hombre? Bella no estaba dispuesta a arriesgar de nuevo su corazón, sobre todo después de cómo la había abandonado Mike ante el primer indicio de responsabilidad.
—Ya tengo el único hombre que necesito; tiene tres semanas y duerme como un ángel —no pudo evitar sonreír.
Sue le devolvió la sonrisa.
—Tu hijo es un ángel —dijo, acercándose a la cuna.
Bella se acercó un poco más a la cama. La manga de la cazadora de Edward Cullen asomaba por debajo de la gruesa almohada. Sus dedos se cerraron en torno al suave ante.
—¿Qué tenemos aquí? —Bella dio un respingo al oír la voz de Sue. Se volvió hacia ella, bloqueando la vista de la chaqueta con su cuerpo. Sue sostenía en la mano un chupete.
Bella tragó.
—Venía incluido en el lote de regalos para el primer bebé del año —movió la cabeza—. Al bebé no le gusta.
—A mi marido no le gustaba que nuestros niños usaran chupete.
Bella se sentó en la cama a la vez que tiraba de la manta para cubrir la cazadora. Sonrió.
—Al menos yo no tengo esa preocupación.
Sue la miró fijamente unos instantes.
—Eres más valniente que yo.
Bella simuló no entender.
—¿Una viuda que supo salir adelante y poner en marcha un negocio con éxito? ¡Tú si que tienes valor, Sue!
—Yo conté con mi marido para ayudarme a criar a los niños. Un hombre que me amaba y que amaba a sus hijos.
Bella agarró con fuerza la manga de la cazadora.
—Estoy bien así, Sue.
«Nunca admitas lo contrario».
La mujer mayor volvió a suspirar.
—Tengo que volver a la tienda —dijo, reacia.
Bella vio con alivio que su amiga se encaminaba hacia la puerta.
—Adiós, Sue —dijo—. Nos veremos esta tarde durante mi turno.
Sue se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.
—¿No te sientes sola, querida? —preguntó con suavidad—. No tiene nada de malo admitirlo.
Tras años de práctica, Bella sonrió automáticamente.
—Estoy perfectamente, Sue. No te preocupes.
Sue asintió y salió del apartamento.
Involuntariamente, Bella sacó la cazadora de debajo de las almohadas y enterró el rostro en ella. Olía a Edward Cullen, una fragancia masculina que resultaba casi como magia para alejar la…
Se negaba a pensar en aquella palabra.
—Soledad —susurró en alto.
Soledad… soledad… soledad…
El temido pensamiento hizo eco entre las cuatro paredes. Soltó la cazadora, que cayó al suelo. Tal vez era aquella prenda la culpable de su inhabitual debilidad. Había habido dudas en medio de la noche. Un vacío interior, incluso mientras sostenía a su queridísimo hijo entre los brazos.
La cazadora debía desaparecer. Hoy.
Porque Bella Swan nunca admitiría la soledad que sentía.
El rostro de Bella Swan irradiaba felicidad mientras sostenía a su bebé contra su pecho. Lo besó con delicadeza en la frente y luego volvió la mirada hacia la ventana, por la que entraba a raudales el sol de la mañana.
—Un nuevo año es un nuevo comienzo —susurró, mirando a su hijo.
Anne Webber, la mujer que la había criado, repetía aquellas palabras cada primero de enero y, probablemente, seguía haciéndolo. Aunque Bella sólo se había carteado un par de veces con Anne tras dejar la Casa de Acogida Thurston, cinco años atrás, nunca había olvidado lo que aprendió de la vieja mujer.
—Y me aseguraré de que tú tampoco olvides —dijo al recién nacido—. Te enseñaré todo lo que yo he aprendido.
Que no era demasiado, admitió para sí. El bebé frunció el ceño mientras dormía. Ella sonrió.
—No te preocupes, mamá es más lista cada día.
Suspiró, deseando haber sido más lista unos meses atrás. Tal vez así habría comprendido que Mike no era la clase de hombre que pudiera amarla para siempre… si es que alguna vez lo había hecho.
—Pero entonces no te habría tenido —dijo en voz alta, deslizando la punta de un dedo por la orejita del bebé. Nada le haría arrepentirse de haberlo tenido.
Haciendo un pequeño esfuerzo, bajó de la cama y dejó a su hijo en la cuna. De todos modos, en aquellos momentos tenía cosas más acuciantes en las que pensar. El parto se había adelantado casi un mes entero, lo que significaba que sus ahorros eran menores de lo que tenía previsto. Y también tenía que pensar en buscar un nuevo y barato apartamento. Sue y Leah le habían alquilado la habitación que se hallaba sobre la panadería sólo temporalmente, pues la madre de Leah iba a ocuparla cuatro semanas después.
Bella se mordió el labio.
—Pero los deseos no bastan para lavar los platos —susurró a su bebé—. Alice también me enseñó eso.
Decidida a no dejarse abrumar por sus preocupaciones, se pasó una mano por el revuelto pelo. Hacía unos momentos, una enfermera había pasado por allí y le había sugerido que tomara una ducha. Cuando lo hiciera se sentiría como una nueva mujer.
Alguien llamó a la puerta. Probablemente sería la enfermera que había prometido acudir a ayudarla.
—Adelante.
La puerta se abrió y un hombre pasó al interior.
Bella se ruborizó a la vez que ceñía con una mano las solapas de la bata del hospital. ¿No quería sentirse como una nueva mujer? Pues en aquellos momentos lo era. Porque el alto, pálido y atractivo semidesconocido que acababa de entrar había compartido con ella la noche anterior los momentos más íntimos y milagrosos de su vida.
Deseó que se la tragara la tierra.
—¿Bella?
Ella recordó su voz, profunda, como debía ser la de un hombre. También lenta, como lo eran las de Seattle en comparación con la rápida charla de Los Ángeles a la que estaba acostumbrada.
El hombre dio dos pasos hacia ella y alargó una mano.
Bella extendió la suya por encima de la cuna del bebé para estrecharla. Su mente se llenó de recuerdos de la noche anterior. Los brillantes ojos verdes del hombre, serios, pero reconfortantes. Sus dedos aferrándose a los de él como si pudiera extraer fuerza de aquellas manos. Se ruborizó aún más y apartó rápidamente la mano.
—Soy Edward —dijo él, metiendo la otra mano en el bolsillo de sus vaqueros—. Edward Cullen.
Bella no lo había olvidado. Oyó su nombre la noche pasada, justo después de que el reportero sacara la foto del Primer Bebé del Año. Luego, Edward desapareció. Lo cierto era que ella estaba tan centrada en su hijo que no le había prestado mucha atención.
Hasta ese momento.
Ahora sólo podía pensar en cómo la había visto la noche pasada, en el aspecto que debía tener esa mañana, en cuánto le habría gustado haber tomado aquella ducha media hora antes…
En cómo podía librarse amable y educadamente de él en aquel mismo instante.
Edward casi rió en alto. La expresión de Bella era tan transparente que casi podía leerse lo que estaba pensando.
Quería irse a casa.
Pero aquella damita le debía una explicación y algunos detalles. Era lo menos que podía hacer en pago por la maldita foto que había salido en primera plana del periódico y que había causado más llamadas de las que había recibido en toda su vida.
Le dedicó la sonrisa que había perfeccionado durante el tercer grado en la catequesis de los domingos.
—Sólo te entretendré unos minutos.
Bella le dedicó la misma mirada de sospecha que la señorita Walters cuando le juraba que no había copiado en clase.
—Estaba a punto de… —Bella hizo un vago gesto señalando el baño—. Necesito…
—Necesito que me respondas unas preguntas —interrumpió Edward con suavidad. Alguien había enviado por fax a su abuelo la portada del Freemont Springs Daily Post aquella mañana, y la primera llamada que había hecho había sido para asegurar a Edward I que no había otro heredero Cullen secreto—. He hablado hoy con mi abuelo y estamos deseando que nos des la información que tienes sobre Victoria.
Bella se mordió el labio.
—Escucha… ayer estaba en un estado realmente extraño. Limpié el maletero de mi coche, luego la guantera. Encontré treinta y siete centavos en los pliegues del asiento trasero. Luego empecé con mi apartamento.
Edward se fijó en el rubor que cubría el rostro de Bella y no pudo evitar mirarla fijamente. La noche pasada estaba tan pálida… pero ahora el rubor acentuaba sus delicados pómulos. Sus labios también estaban más rojos. El brillo general de su rostro no restaba nada al claro y precioso color de sus ojos.
De pronto se dio cuenta de que había dejado de hablar.
—Lo siento. ¿Qué estabas diciendo? ¿Treinta y siete centavos?
Bella volvió a morderse el labio.
—Es debido al embarazo. Había leído algo al respecto, pero no me di cuenta de que me estaba pasando a mí. Estaba preparando el nido.
Edward arqueó las cejas.
—Estaba dejándolo todo preparado —explicó ella—. Sentía una necesidad compulsiva de limpiarlo todo, de dejarlo todo en orden. Conozco a dos personas que cumplen años en marzo. Ayer sentía un impulso irrefrenable de mandarles unas postales.
Nada de aquello estaba acercando a Edward a la información sobre Victoria. Y lo cierto era que no quería saber nada más sobre ella. Ni sobre los amigos que cumplían años en marzo, ni sobre su instinto de anidar, ni sobre la intrigante forma de su rosada boca.
—Pero sobre Victoria…
Tres mujeres entraron de pronto en la habitación, interrumpiéndolo. Dos llevaban batas de maternidad y una un traje de calle. Edward las miró con irritación y en seguida se dio cuenta de que conocía a dos de ellas.
—Hola Jessica. Hola Irina —había salido con Jessica, la del traje, dos años atrás. Irina había sido su cita en el último Halloween.
—Hola Edward —saludó esta última, mirándolo con curiosidad.
—Creíamos haberte visto entrar, pero no estábamos seguras de que fueras tú —dijo Jessica.
El sentimiento de desasosiego volvió a apoderarse del estómago de Edward.
—Sólo he pasado a hablar con la señorita Swan.
—La «señorita» Swan —dijo Jessica, dejando escapar a continuación una tonta risita—. Ja, ja. Hemos visto la foto del periódico.
Edward recordó de pronto por qué había dejado de salir con Jessica. Ja, ja. Una mirada a Bella le bastó para comprobar que se sentía tan incómoda como él con aquella conversación.
—¿Habéis venido a hablar conmigo o con la madre del bebé? —preguntó.
Las tres mujeres parecieron avergonzadas.
—He venido a recoger unos papeles del hospital —contestó Jessica, volviéndose a continuación hacia Bella—. ¿Has rellenado todo lo que te di?
Edward se pasó una mano por el pelo mientras Bella recogía unos papeles de la mesilla de noche. Aquel encuentro en la habitación del hospital iba a disparar los rumores en Freemont Springs. Aunque, después de lo de la foto, no iba a hacer falta mucho para alentarlos.
Unos momentos después, las tres mujeres salían por la puerta. Edward ni siquiera esperó a que ésta estuviera cerrada para ir directo al grano.
—¿Y Victoria? —cuanto antes obtuviera la información, antes podría salir de allí para empezar a recuperar su reputación de soltero—. Te prometo que me iré en cuanto me digas lo que sepas sobre ella.
Bella se apoyó contra la cama.
—La semana pasada vi en un periódico la foto y el artículo sobre su búsqueda. No supe qué hacer… —se encogió de hombros—. Pero anoche decidí que debía contar lo que sabía.
Edward contuvo el aliento. Aquella podía ser la información que su familia necesitaba para encontrar a la madre del futuro hijo de su hermano.
—¿Y? —dijo, animándola a seguir.
Bella dudó, se mordió el labio y, finalmente, pareció tomar una decisión.
—Victoria está aquí, en Seattle. O al menos estaba aquí hasta hace dos semanas. Asistimos juntas a algunas clases de parto.
¡Estaba allí!
—Gracias, Bella —un torrente de alivio recorrió a Edward—. No sabes lo que esto significa para nosotros… para mi abuelo —una sonrisa distendió su rostro—. Podría besarte por esto.
—Y tal vez por esto también —dijo Jessica, a la vez que se asomaba por la puerta entreabierta.
La sonrisa se esfumó del rostro de Edward.
—Sólo estaba comprobando el certificado de nacimiento de tu hijo, Bella —continuó Jessica—. Tu escritura está comprensiblemente temblorosa esta mañana.
Edward miró de Jessica a Bella, cuyo rostro se había ruborizado repentinamente.
—El nombre que has escrito es «Edward», ¿no? —continuó Jessica. Una coqueta sonrisa curvó sus labios—. Quieres llamarlo Edward Freemont Swan, ¿no?
Aún aturdido, Edward pulsó el botón de bajada del ascensor. Edward Freemont Swan. Había salido de la habitación de Bella a toda prisa tras escuchar aquello. Edward Freemont Swan. ¡Había llamado a su hijo como él!
Esperó a que la rabia, o al menos la irritación, apareciera. Cuando un soltero se veía atrapado en una situación como aquella, lo último que quería era que el bebé recibiera su nombre.
«Adelante, Cullen», se dijo. «Tienes todo el derecho del mundo a estar cabreado».
Las puertas del ascensor se abrieron y salió al vestíbulo del hospital. El camino hasta el aparcamiento parecía plagado de puestos de periódicos. USA Today. Wall Street Journal. Freemont Springs Daily.
Su mejor amigo, Emmett McCarty, estaba comprando el último ejemplar.
Maldición.
—Edward, Edward, Edward.
No hubo ni un segundo de esperanza de que no lo viera. Con vaqueros, sombrero y botas, Emmett era la viva imagen de un ranchero de Seattle… precisamente lo que era.
—¿No deberías estar en el rancho amontonando estiércol? —preguntó Edward. Si no daba pie a su amigo, tal vez podría librarse de algún mordaz comentario.
—El viejo Gus se ha hecho un corte en la mano esta mañana. He tenido que traerlo para que le den unos puntos.
Edward entrecerró los ojos. El viejo Gus tenía las manos curtidas como el cuero.
—Creía que hacíais las curas de primeros auxilios en el rancho.
—Gus necesitaba la inyección del tétanos —Emmett sonrió abiertamente—. ¿Acaso crees que he venido a seguirte a la escena del crimen?
A Edward no le habría extrañado mucho que así fuera.
—Supongo que sin Gus andarás corto de mano de obra. Será mejor que vuelvas a casa cuanto antes.
La sonrisa de Emmett se ensanchó.
—¿Y perder la oportunidad de felicitarte en persona? Podrías habérmelo dicho. No tenías por qué dejar un mensaje diciendo que pensabas quedarte en casa ayer por la noche.
Edward suspiró.
—Fue un encuentro casual, ¿de acuerdo?
—¿Te refieres al destino?
Edward volvió a suspirar.
—Me refiero a que fue un simple acto humanitario. Y déjalo ya, ¿de acuerdo? Ya he tenido bastante con aguantar a mi abuelo esta mañana.
Emmett rió y movió el periódico.
—¿Edward Sr. ya se ha enterado?
—¿Tú que crees? —preguntó Edward en tono irónico—. Ojalá volviera a Seattle para ocuparse de Cullen Oil Works y me dejara tranquilo con mis asuntos.
Emmett bufó.
—Sólo lograrás que el viejo vuelva a ocupar su despacho dejando el tuyo. Anímate, hombre. La parcela de tierra que compraste junto a la mía está lista y esperándote. Deberías asociarte conmigo para crear el mejor establo de caballos del país.
Edward se pasó la mano por el pelo.
—Por enésima vez, Emmett, te repito que no tengo el dinero necesario para hacerlo. Gracias a mi abuelo, que me hizo aceptar mi salario en Cullen Oil Works en acciones y a ese pequeño fideicomiso que guarda mi dinero hasta que cumpla treinta años o me case.
Emmett movió la cabeza.
—Puede que casarse no sea tan mala idea, amigo —volvió a alzar el periódico y lo colocó frente a la nariz de su amigo—. Mira los líos en los que te metes siendo soltero.
La foto de Bella que aparecía en portada no estaba mal. Aunque el blanco y negro no favorecía precisamente su palidez, sus delicados rasgos quedaban claramente resaltados. Pero a Edward, el bebé le seguía pareciendo un cacahuete con extremidades.
El bebé.
—¿Quieres saber cómo lo ha llamado? —preguntó, anticipando de nuevo un arrebato de rabia e irritación—. Le ha puesto mi nombre. Ha llamado al bebé Edward —cruzó los brazos sobre el pecho—. ¿Qué te parece?
Emmett parpadeó, volvió a parpadear, y siguió mirando a Edward, primero con gesto aturdido y luego con evidente diversión.
—¿Quieres saber lo que me parece? —preguntó, riendo y moviendo la cabeza—. Creo que será mejor que hagas de ella una mujer honesta. Así podremos ocuparnos tú y yo por fin seriamente del Rocking H.
¿Qué diablos le pasaba a Emmett? ¿Casarse con Bella? ¿Y de qué se reía?
Edward sólo necesito un momento para comprender. Lo hizo en cuanto vio su reflejo en el lateral cromado del puesto de periódicos. Aunque su mente racional de soltero decía que debería estar irritado, o enfadado, o incluso indignado, su rostro se hallaba distendido por una sonrisa completamente atontada… ¡como si de verdad se sintiera el más orgulloso de los papás!
Bella dejó a su bebé de casi tres semanas en la cuna tras darle la toma de las cinco y media de la mañana. Un segundo después alguien llamó con suavidad a la puerta delantera. Sería Sue Clearwater, que siempre subía de la panadería al apartamento con una taza de café y algún bollo recién hecho. El negocio de la panadería generaba personas obligatoriamente madrugadoras.
La mujer de cabello cano cruzó el umbral con una bandeja de cartón que contenía dos humeantes tazas y dos bollos que desprendían un delicioso olor.
Bella olfateó apreciativamente.
—Me mimas demasiado —sonrió y señaló el gastado sofá que ocupaba una de las paredes del apartamento—. Siéntate.
Sue escrutó el rostro de Bella mientras se sentaba.
—Esta mañana no pareces tan pálida. ¿Ha ido bien la toma de las dos?
—Estupendamente —Bella tomó una taza de café y aspiró su aroma—. Sobre todo ahora que puedo ver el noticiario nocturno en la televisión.
Sue sonrió cariñosamente.
—Recuerdo lo solitarias que pueden ser las noches que hay que dar de mamar.
—Hmm —Bella dio un sorbo a su café. Solitarias.
Sue dejó de sonreír.
—No puedo dejar de preocuparme por ti, querida. Sin marido, sin madre…
—Tengo mi bebé —Bella sabía que eso tenía que bastarle, porque nunca tendría una madre. Y en cuanto a un marido…
—Pero sin familia para…
Bella apoyó una mano en el brazo de Sue.
—Una amiga leal merece más la pena que diez mil parientes.
Sue se encogió de hombros.
—Entonces tienes veinte mil con Leah y conmigo, pero no dejas que te ayudemos.
Bella sonrió al oír aquello.
—¿Qué quieres decir? Me ofrecisteis trabajo y un lugar en que vivir.
—Te pagamos el salario mínimo por ayudar a atender la panadería y llevar la contabilidad.
—Pero estoy adquiriendo una experiencia que me vendrá muy bien en el futuro —Bella dio otro sorbo a su café—. Y no olvides el desayuno.
—Pero te vamos a echar del apartamento.
Bella hizo un gesto despreocupado con la mano.
—Desde el principio me aclarasteis que la madre de Leah iba a vivir aquí.
—Si al menos… —Sue se interrumpió, movió la cabeza y un familiar y especulativo brillo iluminó sus ojos. Se volvió a mirar la foto del Daily Post que Bella había enmarcado y colgado entre la cuna y su cama—. Sí. Si al menos Edward Cullen…
Bella sintió que el corazón se le subía a la garganta.
—No empieces con eso ahora —advirtió a la otra mujer. Sue y Leah, dos encantadoras cotillas, inventaban historias donde no las había. Y por algún motivo, disfrutaban imaginando un romance entre Bella y Edward—. Ese pobre hombre sólo me estaba haciendo un favor.
Mientras que la foto y el artículo que la acompañaba había servido para proveer a Bella y al bebé de cajas y cajas de pañales, ropa para bebé y comida, sabía que lo único que había obtenido Edward de la publicidad había sido bochorno. La panadería de Sue y Leah atraía a gran parte de la población de Freemont Springs, y los clientes le habían transmitido sus felicitaciones, además de la noticia de que Edward Cullen estaba desesperado por recuperar su reputación de soltero.
Y también había sabido que, a pesar de su información, la familia Cullen aún no había encontrado a Victoria.
—De todos modos —insistió Sue mientras se levantaba para acercarse a mirar la foto—, creo que a Edward Cullen le vendría muy bien sentar la cabeza.
—Sue, ya sabes que no estoy interesada en él… —Bella cerró rápidamente la boca al ver una evidencia incriminatoria asomando por debajo de las almohadas de su cama deshecha.
La cazadora de borrego de Edward Cullen.
Se levanetó, pero no hizo ningún movimiento rápido hacia la cama. Si lo hacía se delataría y hacía días que le había dicho a Sue que ya había devuelto la cazadora.
Tenía intención de hacerlo, sobre todo después de que Sue la encontrara un día con ella puesta mientras daba de mamar al bebé.
Se acercó disimuladamente hacia la cama. Si Sue llegaba a enterarse de que aún tenía la cazadora, redoblaría su afán de casamentera.
Volvió a mirar la cazadora. ¿Sería mejor tratar de ocultarla por completo bajo la almohada o arrojarla disimuladamente al suelo por el otro lado de la cama?
—Cuéntame otra vez cómo es el nuevo sitio que has encontrado para vivir —Sue se apartó de la foto de la pared—. Dijiste que era un medio duplex, ¿no?
Bella se quedó muy quieta y apartó la mirada de la cazadora.
—He tenido mucha suerte de conseguirlo —era cierto, no era nada fácil encontrar apartamentos baratos en Freemont Springs—. El señor Stanley parece muy agradable.
—Después de que le has prometido que no harás ruido, que no te excederás utilizando la luz y la calefacción y que no llenarás más de una bolsa de basura a la semana.
Bella suspiró. Era cierto. El señor Stanley había establecido unas reglas que más le convenía no romper. Esperaba que los pañales desechables pudieran comprimirse como las latas de aluminio.
Sue suspiró.
—Necesitas un hombre, y no me refiero precisamente a Ralf Stanley.
¿Que necesitaba un hombre? Bella no estaba dispuesta a arriesgar de nuevo su corazón, sobre todo después de cómo la había abandonado Mike ante el primer indicio de responsabilidad.
—Ya tengo el único hombre que necesito; tiene tres semanas y duerme como un ángel —no pudo evitar sonreír.
Sue le devolvió la sonrisa.
—Tu hijo es un ángel —dijo, acercándose a la cuna.
Bella se acercó un poco más a la cama. La manga de la cazadora de Edward Cullen asomaba por debajo de la gruesa almohada. Sus dedos se cerraron en torno al suave ante.
—¿Qué tenemos aquí? —Bella dio un respingo al oír la voz de Sue. Se volvió hacia ella, bloqueando la vista de la chaqueta con su cuerpo. Sue sostenía en la mano un chupete.
Bella tragó.
—Venía incluido en el lote de regalos para el primer bebé del año —movió la cabeza—. Al bebé no le gusta.
—A mi marido no le gustaba que nuestros niños usaran chupete.
Bella se sentó en la cama a la vez que tiraba de la manta para cubrir la cazadora. Sonrió.
—Al menos yo no tengo esa preocupación.
Sue la miró fijamente unos instantes.
—Eres más valniente que yo.
Bella simuló no entender.
—¿Una viuda que supo salir adelante y poner en marcha un negocio con éxito? ¡Tú si que tienes valor, Sue!
—Yo conté con mi marido para ayudarme a criar a los niños. Un hombre que me amaba y que amaba a sus hijos.
Bella agarró con fuerza la manga de la cazadora.
—Estoy bien así, Sue.
«Nunca admitas lo contrario».
La mujer mayor volvió a suspirar.
—Tengo que volver a la tienda —dijo, reacia.
Bella vio con alivio que su amiga se encaminaba hacia la puerta.
—Adiós, Sue —dijo—. Nos veremos esta tarde durante mi turno.
Sue se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.
—¿No te sientes sola, querida? —preguntó con suavidad—. No tiene nada de malo admitirlo.
Tras años de práctica, Bella sonrió automáticamente.
—Estoy perfectamente, Sue. No te preocupes.
Sue asintió y salió del apartamento.
Involuntariamente, Bella sacó la cazadora de debajo de las almohadas y enterró el rostro en ella. Olía a Edward Cullen, una fragancia masculina que resultaba casi como magia para alejar la…
Se negaba a pensar en aquella palabra.
—Soledad —susurró en alto.
Soledad… soledad… soledad…
El temido pensamiento hizo eco entre las cuatro paredes. Soltó la cazadora, que cayó al suelo. Tal vez era aquella prenda la culpable de su inhabitual debilidad. Había habido dudas en medio de la noche. Un vacío interior, incluso mientras sostenía a su queridísimo hijo entre los brazos.
La cazadora debía desaparecer. Hoy.
Porque Bella Swan nunca admitiría la soledad que sentía.
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sábado, 5 de noviembre de 2011
El primer bebé del año - Capítulo 1
Hola de nuevo! Esta vez venimos con una nueva historia de Ridgway Christie. Así que están avisados, los personajes de Meyer y la trama de la autora ya mencionada. La pareja protagonista será Edward y Bella
Cuando el reloj dio las doce, en lugar de estar en la fiesta para dar la bienvenida al Año Nuevo, el rico playboy Edward Cullen estaba mirando embobado al recién nacido de una bella desconocida. Y lo peor era que todo el mundo parecía pensar que él era el orgulloso padre del precioso hijo de Bella Swan. Pero la verdad era que la había conocido apenas unas horas atrás, cuando se había presentado en su casa con información sobre el heredero Cullen desaparecido.
También era cierto que, para conseguir su herencia, Edward necesitaba una esposa… y a la reciente madre soltera le vendría muy bien un hombre que la ayudara a salir adelante.
¿Pero estaba Edward, el empedernido soltero, dispuesto a ser ese hombre?
Capítulo 1
El reloj de doscientos años del abuelo resonó parsimoniosamente en el vestíbulo. Edward Cullen se acurrucó en la butaca de piel de la biblioteca y contó cada áspero gong… siete… ocho… nueve.
«Maldición». Tres horas más hasta la medianoche.
Víspera de año nuevo. La noche de los ligones.
¿Quién podría creer que la noche de todas las noches, en vez de tomar champán y acariciar hermosas mujeres estaba contando campanadas como Cenicienta?
Pero la comparación no era exacta. Cenicienta tenía un saludable temor a la medianoche. Sin embargo, Edward estaba impaciente por recibir el nuevo año.
«Ding dang ding dong». Edward gruñó. En esa ocasión no era el reloj, sino el anticuado sonido del timbre de la puerta principal.
Con el servicio de permiso, había contado con estar a solas toda la noche.
«Ding dang ding dong». El condenado timbre otra vez. Probablemente Emmett, con Kate o Lauren, fingiendo no haber escuchado su mensaje de última hora diciendo que no iba a salir.
—¡No hay nadie en casa! —gritó, pero se levantó y anduvo hacia la puerta de todos modos. Ni él ni sus amigos aceptaban fácilmente un no por respuesta.
Desabrochándose un botón más de la camisa del smoking para dejar bien claro que no pensaba asistir a la juerga del club Route, Edward llegó al vestíbulo justo cuando el estruendoso timbre sonaba otra vez.
—Ahórrate la saliva, Emmett —refunfuñó, tirando de la pesada puerta de hierro forjado y cristal.
Pero al otro lado no estaba Emmett. Ni Kate o Lauren. Ni nadie que hubiera visto antes. De pie, ante él, se hallaba una mujer con unos gastados vaqueros, una gastada parca y una evidente expresión de conmoción en el rostro.
—Soy Bella Swan —dijo la mujer, con voz entrecortada, los puños apretados y dos blanquísimos dientes sujetando su labio inferior—. Siento molestarlo, pero voy a tener un bebé.
Edward pensó que las campanas y campanillas habían afectado a su oído.
—¿Perdón? —preguntó. No había querido encender las luces de fuera y sólo los débiles rayos de luz del aplique del vestíbulo iluminaban el pelo castaño de la mujer, que resplandecía como la luna contra su oscura parca.
—Yo… —comenzó de nuevo la joven. Apretó los puños y un perceptible escalofrío recorrió su cuerpo.
—Por el amor de Dios —dijo Edward, tomándola por un brazo y haciéndole atravesar el umbral de la puerta. El escurridizo tejido de su abrigo le hizo sentir frío en las palmas de las manos. Giró el interruptor de la lámpara del vestíbulo para verla mejor.
Ella parpadeó contra la resplandeciente luz.
Ojos chocolate. Labios azulados por el frío.
—No habrás venido hasta aquí caminando, ¿no? —Edward miró los pies de la joven, acertadamente cubiertos por unas botas de invierno. ¿Se habría estropeado su coche en medio de la carretera?
Ella negó con la cabeza, como si se hubiera quedado muda. Permaneció extrañamente quieta. Al cabo de un momento, la tensión desapareció de su cuerpo.
—He venido en mi coche. La calefacción está estropeada.
—Y has tenido que recorrer todo el sendero desde la carretera —sin saber qué hacer con ella, Edward le indicó con un gesto el pasillo cubierto de mármol que llevaba hasta la biblioteca—. Cuando he oído el timbre he imaginado que serían unos amigos con intención de sacarme a rastras esta noche —había unos doscientos metros de distancia desde la entrada de camino asfaltado hasta la puerta principal.
Ella no se movió, a pesar de que él volvió a indicarle el caminó hacia la biblioteca.
—Eh… ¿puedo hacer algo por ti? ¿Quieres que pida un taxi? ¿Una grúa? —preguntó.
Una llamada de teléfono y podría regresar a su solitaria vigilia de año nuevo.
Las pequeñas manos de la mujer, carentes de anillos, se deslizaron sobre la parca hasta el centro de su cuerpo.
—Lo siento mucho, señor —la joven tragó con visible esfuerzo—. Pero se lo he dicho hace un minuto. Voy a tener un bebé.
Una docena de pensamientos invadieron la mente de Edward. Finalmente, señaló el asiento del vestíbulo.
¿Qué hacía una joven embarazada y sin anillos en el vestíbulo de la mansión Cullen?
No podía tratarse de la que estaba embarazada de su hermano James. La familia Cullen estaba buscando a Victoria Jensen. Él había visto su retrato, incluso había encontrado a la melliza de Victoria, y no se parecía en nada a aquella delicada joven.
Tampoco podía tratarse de algún ligue suyo olvidado. Siempre era muy precavido, y aunque la hubiera conocido en la noche más loca de su vida, nunca habría olvidado su pelo color castaño caoba.
De manera que…
La joven tomó con fuerza una muñeca de Edward.
—Creo… —su voz se apagó por un instante, pero enseguida, armándose de coraje, dijo—: Necesito ir al hospital, ahora.
Aquello dejó paralizado a Edward.
Aterrorizado.
Había visto parir a bastantes yeguas como para saber que lo mejor era apartarse de su camino.
Tras rechazar dos absurdas sugerencias, llamar al médico de la familia y pedir un helicóptero, la joven le pidió educadamente que la llevara al hospital del condado.
Oh sí, e incluso podían ir en su propio coche.
Él no se molestó en comentar aquella sugerencia. Tras telefonear al hospital para advertir de su llegada, llevó a la joven hasta su todoterreno. Con la calefacción al máximo, la mujer recostada en el asiento del copiloto y su cazadora forrada de piel cubriéndola para proporcionarle calor extra, Edward tuvo por fin unos segundos para pensar un poco en sus propias urgencias.
—Llevo teléfono en el coche —dijo, lazándole una fugaz mirada—. ¿Cuál es el número de teléfono del padre del bebé? Puedo llamarlo de tu parte.
La boca de la joven se tensó cuando trató de sonreír. Se estremeció antes de renunciar a conseguirlo.
—Es el 1—800—HA VOLADO —dijo, haciendo un nuevo y valiente intento de sonreír—. Pero si puedes llamar a Leah y a Sue a la panadería pastelería Freemont para decirles que mañana no podré ir a trabajar…
Su voz se apagó y Edward supo que había sufrido una contracción.
Trató de distraerla.
—Así que la panadería Freemont Springs, ¿eh? No he tomado uno de sus bizcochos desde hace mucho tiempo. ¿Aún hacen esos pastelillos blancos con puntos de chocolate encima? Mi hermana Alice adora los agujeros de sus donuts. ¿Y qué hay de las rosquillas de Sue? Sin duda, son las mejores…
—Ya puedes parar —dijo ella.
Edward volvió a mirarla, y en esa ocasión vio una dulce sonrisa en su cara, no una gran sonrisa, pero era tan real, tan genuina que…
Que no podía esperar a llegar al hospital. Afortunadamente, éste apareció en aquellos momentos ante su vista. Aquella mujer, el cercano nacimiento de su hijo y su sonrisa, no significaban nada para él. Nada, más allá de su responsabilidad de buen samaritano de llevarla a tiempo al paritorio.
Tomó el desvío del hospital y siguió las flechas luminosas hacia la puerta de urgencias.
Mirándola de reojo, vio los blancos nudillos de sus dedos agarrando con fuerza la cazadora de ante que le había dejado. El estómago se le encogió al ver que se mordía el labio inferior.
¿Que demonios podía hacer por ella?
Se sorprendió a sí mismo dándole palmaditas en sus pequeños puños.
Tenía la piel fría. Los frotó cuidadosamente hasta que detuvo el todoterreno frente a la puerta de urgencias.
Protegiendo sus ojos de las potentes luces, saltó del vehículo. Las puertas del hospital se abrieron y un enfermero de guardia les acercó rápidamente una silla de ruedas.
—¿Un bebé? —preguntó.
Edward asintió mientras corría a abrir la puerta de pasajeros. La joven se volvió y Edward la tomó en brazos para sentarla en la silla de ruedas. Después, él dio un paso atrás.
«Bien, ahora esto ya no es problema mío».
La silla avanzó, empujada por el enfermero.
—¡Espera! —se oyó Edward gritar a sí mismo. Recogió la cazadora del coche y, poniéndose en cuclillas ante la joven, rodeó con ella sus piernas.
Ella apoyó una mano en su hombro.
Edward alzó la mirada.
Las brillantes luces del hospital iluminaron el rostro de la joven. Su pelo relució como un pálido y frío fuego, y sus ojos marrones, marrones como el chocolate, le produjeron una inexplicable inquietud.
—Gracias —dijo ella, y acarició con un frío dedo la mejilla de Edward.
A continuación, empujada por el enfermero, la silla avanzó hacia la entrada y en unos instantes desapareció tras las balanceantes puertas.
Edward volvió al todoterreno y cerró la puerta. Se apoyó contra el respaldo del asiento, dio un profundo suspiro e intentó relajarse.
Pero no pudo.
El interior del vehículo olía a la mujer. Un tenue aroma, fresco y dulce. Abrió una rendija de la ventanilla para que entrara una ráfaga del frío aire de Seattle, pero eso le hizo recordar el dedo de la joven cuando lo había tocado y el brillo de su pelo castaño.
¿Estaría bien?
Giró la llave de contacto y bombeó el pedal del acelerador, esperando ahogar aquel pensamiento en el ruido de los ocho potentes cilindros.
Maldijo a James. Su hermano mayor no debería haber muerto a los treinta y cinco años, y menos aún en la explosión causada por un atentado terrorista en una plataforma petrolífera en la costa de Qatar.
Maldijo a su abuelo. Empeñado en conocer los detalles de la muerte de su nieto, Edward I(*) Cullen había ido a Washington D.C.
Por si acaso, también maldijo a Alice, su hermana recién casada.
Todos ellos habían permitido que las responsabilidades de la compañía petrolífera recayeran sobre sus espaldas.
Después de la muerte de James, Edward no había querido saber nada al respecto, pero su abuelo, el viejo manipulador, sabía cómo doblegarlo a su voluntad.
Sólo necesitó mencionar «los pocos años que le quedaban» y repetir varias veces «ahora que James no está con nosotros» para que Edward, culpabilizado, volviera corriendo a su despacho en la empresa.
Lo peor era que todos sabían que a Edward I Cullen aún le quedaban por lo menos veinticinco años de vida activa ante sí, y que a todos les correspondía tomar las riendas de Cullen Oil Works. Además, si no llegaran a encontrar la respuesta a la muerte de James, o al bebé que éste había engendrado antes de morir, Edward I necesitaría Cullen Oil Works más que nunca.
Y Edward necesitaba librarse cuanto antes de aquella carga. Con James muerto y su hermana Alice casada con el ganadero Jasper Withlock, era hora de que él siguiera adelante con su propia vida. Y su propio sueño. Un hombre no podía construir un establo lleno de caballos campeones desde una oficina en un ático del edificio Cullen.
Giró en dirección a la salida del hospital y miró el reloj. Eran las diez menos cuarto. Por lo menos ya faltaba poco para medianoche. Y a medianoche sería casi el nuevo año, y esperaba que en el nuevo año el abuelo volviera a centrarse en el negocio familiar en lugar de en la tragedia familiar.
Si al menos apareciera aquella escurridiza y embarazada Victoria…
Embarazada.
La joven, Bella, surgió en su mente de nuevo. Su temblorosa sonrisa y los pequeños puños que la ayudaron a ocultar el malestar que sentía.
Pero aquello no era asunto suyo.
No era su problema.
Debería estar en casa con un vaso de whisky en una mano y una cerveza en la otra, viendo en la televisión la llegada del nuevo año.
Sin embargo, algo estaba dominando su mente. Su pie pisó con fuerza el pedal del freno, una mano dio un volantazo al coche, y un instante después volvía al aparcamiento del hospital.
Alguna mente despejada del Hospital Central de Seattle había pintado rayas de diversos colores en el suelo para guiar hasta su destino a los visitantes a través del sospechoso laberinto de pasillos. De camino a la sección de maternidad, Edward llegó cuatro veces a la cafetería y una al ala de psiquiatría.
«No levantes la vista», se dijo para sí, apartando la mirada de la observadora enfermera a cargo de esa zona para volver de nuevo a las rayas de colores del suelo.
Debía estar loco para haber vuelto a buscar a aquella mujer al hospital… No tenía sentido tentar al destino de aquella manera.
Paredes pintadas con cigüeñas en tonos pastel le indicaron que finalmente había encontrado el lugar correcto. Una enfermera con una insignia en la solapa se hallaba de pie detrás de un mostrador. Alzó las cejas y siguió a Edward con la mirada cuando éste entró en la desierta sala de espera. Edward ocupó rápidamente un asiento y tomó una revista deportiva de la mesa.
—Estoy esperando a alguien —explicó a la enfermera—. Me quedaré aquí por si me necesita para algo.
O hasta que recuperara el sentido común y decidiera volver a donde debería estar: su casa.
Segundos después, una pequeña enfermera con aspecto de ratoncillo dobló una esquina y fue como una exhalación hacia Edward.
—¡Ahí está! —un fuego combativo ardió en sus ojos.
Aquella mirada de fuego hizo que Edward se levantara de inmediato.
—¿Qué sucede? —preguntó, mirando hacia atrás y a los lados, sintiéndose incapaz de moverse mientras la mujer ratón seguía acercándose.
La enfermera metió un dedo en el bolsillo de la chaqueta de su smoking y tiró de él en dirección al lugar del que venía.
—Un hombre en smoking —dijo con voz estridente—. Han dicho que la ha traído un hombre vestido de smoking.
Sin parar para tomar aliento, la mujer lo arrastró hasta un pasillo enmoquetado con anchas puertas a los lados. Su áspera voz se convirtió de repente en un susurro.
—Lamento fastidiarle la noche, querido, pero vamos hacia el paritorio, donde está a punto de ser padre.
Edward tragó con esfuerzo.
—Pero…
—Pero nada —con una sacudida de su imaginario rabo, la enfermera le hizo pasar a una habitación con luz tenue y música suave—. ¡Mira a quién he encontrado, Bella! —susurró, dirigiéndose a la joven que estaba en la cama.
Bella no respondió. Edward notó que sus manos, apoyadas sobre la manta, se cerraron casi con violencia. Otra contracción. Quiso moverse, adelante, atrás, hacia cualquier sitio, pero la pequeña enfermera lo tenía firmemente sujeto por el brazo.
Un instante después, las manos de Bella se relajaron y su cabeza giró hacia él. Un mechón de su extraño pelo color luz de luna se había pegado a su mejilla a causa del sudor.
Sus miradas se encontraron y Edward sintió que la parte trasera de su cuello ardía.
¿Qué demonios estaba haciendo allí? Aunque Bella llevaba puesto un camisón y estaba cubierta por una manta, algo en el ambiente hospitalario y en la parafernalia médica que los rodeaba le hicieron sentir que estaba atentando contra su pudor.
Sonrió a modo de disculpa.
—Creo que sería mejor…
La enfermera ratón clavó sus diminutas garras en su antebrazo.
—Tengo que ir a ver a otra paciente, joven. No se le ocurra irse antes de que vuelva.
Una vez a solas, Edward volvió a sonreír y miró hacia la puerta.
—Creo que ha habido un error.
La sonrisa de respuesta de Bella fue la misma que Edward había tratado de olvidar a toda costa.
—Lo siento. Creo que han asumido… —respondió con voz temblorosa.
—No te preocupes por eso —Edward empezó a retroceder hacia la puerta. La muchacha estaba en buenas manos. Ya era hora de salir de allí y volver a su solitaria celebración del nuevo año.
Metió las manos en los bolsillos mientras seguía retirándose.
—Yo sólo… —su hombro topó con la puerta y la abrió, dispuesto a salir disparado.
Entonces, el prehistórico instinto de cazar o ser cazado se impuso y miró cautelosamente hacia el pasillo. Los rápidos pasitos de la enfermera ratón estaban engullendo a toda velocidad la alfombra.
En su dirección.
Volvió a entrar en la habitación tan rápido que la puerta le dio en el trasero al cerrarse.
—Creo que vuelve.
La expresión de Bella se tensó. Dos profundas líneas se marcaron entre sus cejas.
—¿Otra contracción? —preguntó Edward sin necesidad—. Voy a por la enfermera.
Alguien… cualquiera en lugar de él debería estar allí.
Al ver que, de forma apenas perceptible, Bella negaba con la cabeza, se quedó donde estaba, apretando los puños mientras ella superaba la última contracción.
Respiró cuando ella volvió a hacerlo.
—¿Te encuentras bien?
Ella asintió.
—En ese caso, será mejor que me vaya —lo era. La pobre mujer debía estar deseando recuperar su intimidad.
Bella volvió a asentir.
Pero antes de que pudiera moverse, Edward vio que se acercaba otra contracción. Empezó en las rodillas y ascendió hacia los hombros… y, de pronto, se encontró junto a ella.
Tomó en una mano uno de los puños cerrados de Bella. Cuando el dolor pasó, sus dedos se relajaron en los de Edward.
—¿Te encuentras bien? —preguntó él, mirando el sudor que corría por la frente de Bella. Cuando ella le dijera que estaba bien, podría irse.
—No quiero admitirlo —susurró Bella—, así que no se lo digas a nadie, pero la verdad es que estoy un poco asustada.
Nadie se fue después de eso. Pero sí entró gente. Mucha gente. Enfermeras, médicos, enfermeros con equipo…
Edward miraba a cada rato a Bella, esperando que ésta le dijera que se fuera. Pero ella no le soltó la mano ni un segundo. En lugar de apretar los puños había decidido apretarle los dedos a él, de manera que pronto dejó de sentirlos.
Pero qué diablos. ¿Quién necesitaba dedos cuando un bebé estaba naciendo en aquella misma habitación?
Edward no apartó la mirada de los ojos de Bella. Lo que estaba pasando por debajo del cuello de ésta era cosa de ella y el doctor. Lo que estaba pasando entre Edward y ella sucedía a nivel de la mirada. Con ésta, Edward trataba de decirle que creía en ella, que creía en su fuerza y en su poder femenino.
Y mientras su cuerpo traía al mundo un bebé, Edward vio cómo se transformaba de mujer en madre… y se sintió tan humilde y maravillado como podía sentirse en aquella situación un hombre de veintisiete años.
Finalmente, poco después de media noche, la habitación quedó en silencio y prácticamente vacía.
Gran parte del equipo médico había desaparecido, pero la cama seguía allí, y Edward, y Bella, y aquella cosita roja que parecía un cacahuete con bracitos y piernas.
El hijo de Bella.
El bebé estaba tumbado sobre su madre, dormitando. Bella también tenía los ojos semi cerrados.
Algo en aquella imagen de madre e hijo hizo que Edward sonriera. Y algo en aquella sonrisa hizo que surgiera en él su fuerte instinto de auto protección de soltero.
—Tengo que irme —dijo en voz alta. Dando una sonora palmada en sus muslos, se levantó de la silla que ocupaba—. Y felicidades.
Bella murmuró algo, adormecida.
Aliviado, Edward se acercó a la puerta. Probablemente, ella se alegraría de librarse por fin de él.
Como debía ser. Su lugar no estaba junto a ella.
La puerta se abrió de repente y la enfermera ratón se asomó al interior.
—No se vaya.
El tono imperativo de su voz sulfuró a Edward.
—Escuche, yo me he limitado a traer a esta mujer al hospital, ¿comprende? Yo no soy…
—Espera un minuto —Bella abrió los ojos y volvió la cabeza rápidamente hacia él. Parecía estar viéndolo por primera vez.
—Sólo una cosa más —el rostro de la enfermera parecía haberse iluminado de repente—. Una cosa muy excitante.
La puerta de la habitación estaba entornada, y a través de la rendija, Edward vio una sospechosa reunión de personas en el exterior.
—No tengo tiempo para nada más —protestó.
—Espera un minuto —volvió a decir Bella—. Cullen, ¿no? ¿Eres un Cullen?
Edward asintió, cada vez más nervioso.
—Podemos hablar sobre eso en otro…
—Dame un segundo —sosteniendo suavemente al bebé con una mano, Bella buscó el control remoto de la cama con la otra. Con un suave zumbido, la cama se irguió—. He ido esta noche a tu casa para decirte algo.
Uno de los sonrientes hombres que se acercaban a la cama de Bella no llevaba bata de médico ni enfermero. Llevaba una cámara. Un escalofrío premonitorio recorrió la espalda de Edward.
—En otro momento —dijo a Bella precipitadamente—. Ahora tengo que…
—Por favor. Es importante.
La enfermera ratón utilizó sus habilidades para empujar a Edward de nuevo hacia la cama.
—¿De qué se trata? —preguntó él, impaciente.
El hombre con la cámara apuntaba hacia ellos. La enfermera ratón hizo un amplio gesto con la mano.
—Este es el primer bebé del año —anunció—. ¡El primer bebé nacido en Seattle este año!
—Oh, diablos —murmuró Edward, comprendiendo de repente en qué lío se había metido. Se apartó bruscamente de la cama.
—Sé dónde está Victoria —dijo Bella.
—¿Qué? —Edward se quedó tan sorprendido que volvió a acercarse a ella—. ¿Victoria?
Un flash destelló en ese momento.
Y así fue como obtuvo su portada del día siguiente el Freemont Springs Daily. Grandes titulares: ¡Freemont Spring da la bienvenida a su primer bebé del año! Gran foto del bebé, de la radiante madre, y, en el lugar del padre… ¡el soltero más solicitado de Freemont Springs!
Sí, allí estaba Edward Cullen, mirando de frente, con los ojos de par en par y la boca abierta, mostrando el trabajo dental del que tan orgulloso se sentía su dentista, el doctor Mercer Manning.
¿Que les parece? ¿Continuamos?
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Argumento:Cuando el reloj dio las doce, en lugar de estar en la fiesta para dar la bienvenida al Año Nuevo, el rico playboy Edward Cullen estaba mirando embobado al recién nacido de una bella desconocida. Y lo peor era que todo el mundo parecía pensar que él era el orgulloso padre del precioso hijo de Bella Swan. Pero la verdad era que la había conocido apenas unas horas atrás, cuando se había presentado en su casa con información sobre el heredero Cullen desaparecido.
También era cierto que, para conseguir su herencia, Edward necesitaba una esposa… y a la reciente madre soltera le vendría muy bien un hombre que la ayudara a salir adelante.
¿Pero estaba Edward, el empedernido soltero, dispuesto a ser ese hombre?
Capítulo 1
El reloj de doscientos años del abuelo resonó parsimoniosamente en el vestíbulo. Edward Cullen se acurrucó en la butaca de piel de la biblioteca y contó cada áspero gong… siete… ocho… nueve.
«Maldición». Tres horas más hasta la medianoche.
Víspera de año nuevo. La noche de los ligones.
¿Quién podría creer que la noche de todas las noches, en vez de tomar champán y acariciar hermosas mujeres estaba contando campanadas como Cenicienta?
Pero la comparación no era exacta. Cenicienta tenía un saludable temor a la medianoche. Sin embargo, Edward estaba impaciente por recibir el nuevo año.
«Ding dang ding dong». Edward gruñó. En esa ocasión no era el reloj, sino el anticuado sonido del timbre de la puerta principal.
Con el servicio de permiso, había contado con estar a solas toda la noche.
«Ding dang ding dong». El condenado timbre otra vez. Probablemente Emmett, con Kate o Lauren, fingiendo no haber escuchado su mensaje de última hora diciendo que no iba a salir.
—¡No hay nadie en casa! —gritó, pero se levantó y anduvo hacia la puerta de todos modos. Ni él ni sus amigos aceptaban fácilmente un no por respuesta.
Desabrochándose un botón más de la camisa del smoking para dejar bien claro que no pensaba asistir a la juerga del club Route, Edward llegó al vestíbulo justo cuando el estruendoso timbre sonaba otra vez.
—Ahórrate la saliva, Emmett —refunfuñó, tirando de la pesada puerta de hierro forjado y cristal.
Pero al otro lado no estaba Emmett. Ni Kate o Lauren. Ni nadie que hubiera visto antes. De pie, ante él, se hallaba una mujer con unos gastados vaqueros, una gastada parca y una evidente expresión de conmoción en el rostro.
—Soy Bella Swan —dijo la mujer, con voz entrecortada, los puños apretados y dos blanquísimos dientes sujetando su labio inferior—. Siento molestarlo, pero voy a tener un bebé.
Edward pensó que las campanas y campanillas habían afectado a su oído.
—¿Perdón? —preguntó. No había querido encender las luces de fuera y sólo los débiles rayos de luz del aplique del vestíbulo iluminaban el pelo castaño de la mujer, que resplandecía como la luna contra su oscura parca.
—Yo… —comenzó de nuevo la joven. Apretó los puños y un perceptible escalofrío recorrió su cuerpo.
—Por el amor de Dios —dijo Edward, tomándola por un brazo y haciéndole atravesar el umbral de la puerta. El escurridizo tejido de su abrigo le hizo sentir frío en las palmas de las manos. Giró el interruptor de la lámpara del vestíbulo para verla mejor.
Ella parpadeó contra la resplandeciente luz.
Ojos chocolate. Labios azulados por el frío.
—No habrás venido hasta aquí caminando, ¿no? —Edward miró los pies de la joven, acertadamente cubiertos por unas botas de invierno. ¿Se habría estropeado su coche en medio de la carretera?
Ella negó con la cabeza, como si se hubiera quedado muda. Permaneció extrañamente quieta. Al cabo de un momento, la tensión desapareció de su cuerpo.
—He venido en mi coche. La calefacción está estropeada.
—Y has tenido que recorrer todo el sendero desde la carretera —sin saber qué hacer con ella, Edward le indicó con un gesto el pasillo cubierto de mármol que llevaba hasta la biblioteca—. Cuando he oído el timbre he imaginado que serían unos amigos con intención de sacarme a rastras esta noche —había unos doscientos metros de distancia desde la entrada de camino asfaltado hasta la puerta principal.
Ella no se movió, a pesar de que él volvió a indicarle el caminó hacia la biblioteca.
—Eh… ¿puedo hacer algo por ti? ¿Quieres que pida un taxi? ¿Una grúa? —preguntó.
Una llamada de teléfono y podría regresar a su solitaria vigilia de año nuevo.
Las pequeñas manos de la mujer, carentes de anillos, se deslizaron sobre la parca hasta el centro de su cuerpo.
—Lo siento mucho, señor —la joven tragó con visible esfuerzo—. Pero se lo he dicho hace un minuto. Voy a tener un bebé.
Una docena de pensamientos invadieron la mente de Edward. Finalmente, señaló el asiento del vestíbulo.
¿Qué hacía una joven embarazada y sin anillos en el vestíbulo de la mansión Cullen?
No podía tratarse de la que estaba embarazada de su hermano James. La familia Cullen estaba buscando a Victoria Jensen. Él había visto su retrato, incluso había encontrado a la melliza de Victoria, y no se parecía en nada a aquella delicada joven.
Tampoco podía tratarse de algún ligue suyo olvidado. Siempre era muy precavido, y aunque la hubiera conocido en la noche más loca de su vida, nunca habría olvidado su pelo color castaño caoba.
De manera que…
La joven tomó con fuerza una muñeca de Edward.
—Creo… —su voz se apagó por un instante, pero enseguida, armándose de coraje, dijo—: Necesito ir al hospital, ahora.
Aquello dejó paralizado a Edward.
Aterrorizado.
Había visto parir a bastantes yeguas como para saber que lo mejor era apartarse de su camino.
Tras rechazar dos absurdas sugerencias, llamar al médico de la familia y pedir un helicóptero, la joven le pidió educadamente que la llevara al hospital del condado.
Oh sí, e incluso podían ir en su propio coche.
Él no se molestó en comentar aquella sugerencia. Tras telefonear al hospital para advertir de su llegada, llevó a la joven hasta su todoterreno. Con la calefacción al máximo, la mujer recostada en el asiento del copiloto y su cazadora forrada de piel cubriéndola para proporcionarle calor extra, Edward tuvo por fin unos segundos para pensar un poco en sus propias urgencias.
—Llevo teléfono en el coche —dijo, lazándole una fugaz mirada—. ¿Cuál es el número de teléfono del padre del bebé? Puedo llamarlo de tu parte.
La boca de la joven se tensó cuando trató de sonreír. Se estremeció antes de renunciar a conseguirlo.
—Es el 1—800—HA VOLADO —dijo, haciendo un nuevo y valiente intento de sonreír—. Pero si puedes llamar a Leah y a Sue a la panadería pastelería Freemont para decirles que mañana no podré ir a trabajar…
Su voz se apagó y Edward supo que había sufrido una contracción.
Trató de distraerla.
—Así que la panadería Freemont Springs, ¿eh? No he tomado uno de sus bizcochos desde hace mucho tiempo. ¿Aún hacen esos pastelillos blancos con puntos de chocolate encima? Mi hermana Alice adora los agujeros de sus donuts. ¿Y qué hay de las rosquillas de Sue? Sin duda, son las mejores…
—Ya puedes parar —dijo ella.
Edward volvió a mirarla, y en esa ocasión vio una dulce sonrisa en su cara, no una gran sonrisa, pero era tan real, tan genuina que…
Que no podía esperar a llegar al hospital. Afortunadamente, éste apareció en aquellos momentos ante su vista. Aquella mujer, el cercano nacimiento de su hijo y su sonrisa, no significaban nada para él. Nada, más allá de su responsabilidad de buen samaritano de llevarla a tiempo al paritorio.
Tomó el desvío del hospital y siguió las flechas luminosas hacia la puerta de urgencias.
Mirándola de reojo, vio los blancos nudillos de sus dedos agarrando con fuerza la cazadora de ante que le había dejado. El estómago se le encogió al ver que se mordía el labio inferior.
¿Que demonios podía hacer por ella?
Se sorprendió a sí mismo dándole palmaditas en sus pequeños puños.
Tenía la piel fría. Los frotó cuidadosamente hasta que detuvo el todoterreno frente a la puerta de urgencias.
Protegiendo sus ojos de las potentes luces, saltó del vehículo. Las puertas del hospital se abrieron y un enfermero de guardia les acercó rápidamente una silla de ruedas.
—¿Un bebé? —preguntó.
Edward asintió mientras corría a abrir la puerta de pasajeros. La joven se volvió y Edward la tomó en brazos para sentarla en la silla de ruedas. Después, él dio un paso atrás.
«Bien, ahora esto ya no es problema mío».
La silla avanzó, empujada por el enfermero.
—¡Espera! —se oyó Edward gritar a sí mismo. Recogió la cazadora del coche y, poniéndose en cuclillas ante la joven, rodeó con ella sus piernas.
Ella apoyó una mano en su hombro.
Edward alzó la mirada.
Las brillantes luces del hospital iluminaron el rostro de la joven. Su pelo relució como un pálido y frío fuego, y sus ojos marrones, marrones como el chocolate, le produjeron una inexplicable inquietud.
—Gracias —dijo ella, y acarició con un frío dedo la mejilla de Edward.
A continuación, empujada por el enfermero, la silla avanzó hacia la entrada y en unos instantes desapareció tras las balanceantes puertas.
Edward volvió al todoterreno y cerró la puerta. Se apoyó contra el respaldo del asiento, dio un profundo suspiro e intentó relajarse.
Pero no pudo.
El interior del vehículo olía a la mujer. Un tenue aroma, fresco y dulce. Abrió una rendija de la ventanilla para que entrara una ráfaga del frío aire de Seattle, pero eso le hizo recordar el dedo de la joven cuando lo había tocado y el brillo de su pelo castaño.
¿Estaría bien?
Giró la llave de contacto y bombeó el pedal del acelerador, esperando ahogar aquel pensamiento en el ruido de los ocho potentes cilindros.
Maldijo a James. Su hermano mayor no debería haber muerto a los treinta y cinco años, y menos aún en la explosión causada por un atentado terrorista en una plataforma petrolífera en la costa de Qatar.
Maldijo a su abuelo. Empeñado en conocer los detalles de la muerte de su nieto, Edward I(*) Cullen había ido a Washington D.C.
Por si acaso, también maldijo a Alice, su hermana recién casada.
Todos ellos habían permitido que las responsabilidades de la compañía petrolífera recayeran sobre sus espaldas.
Después de la muerte de James, Edward no había querido saber nada al respecto, pero su abuelo, el viejo manipulador, sabía cómo doblegarlo a su voluntad.
Sólo necesitó mencionar «los pocos años que le quedaban» y repetir varias veces «ahora que James no está con nosotros» para que Edward, culpabilizado, volviera corriendo a su despacho en la empresa.
Lo peor era que todos sabían que a Edward I Cullen aún le quedaban por lo menos veinticinco años de vida activa ante sí, y que a todos les correspondía tomar las riendas de Cullen Oil Works. Además, si no llegaran a encontrar la respuesta a la muerte de James, o al bebé que éste había engendrado antes de morir, Edward I necesitaría Cullen Oil Works más que nunca.
Y Edward necesitaba librarse cuanto antes de aquella carga. Con James muerto y su hermana Alice casada con el ganadero Jasper Withlock, era hora de que él siguiera adelante con su propia vida. Y su propio sueño. Un hombre no podía construir un establo lleno de caballos campeones desde una oficina en un ático del edificio Cullen.
Giró en dirección a la salida del hospital y miró el reloj. Eran las diez menos cuarto. Por lo menos ya faltaba poco para medianoche. Y a medianoche sería casi el nuevo año, y esperaba que en el nuevo año el abuelo volviera a centrarse en el negocio familiar en lugar de en la tragedia familiar.
Si al menos apareciera aquella escurridiza y embarazada Victoria…
Embarazada.
La joven, Bella, surgió en su mente de nuevo. Su temblorosa sonrisa y los pequeños puños que la ayudaron a ocultar el malestar que sentía.
Pero aquello no era asunto suyo.
No era su problema.
Debería estar en casa con un vaso de whisky en una mano y una cerveza en la otra, viendo en la televisión la llegada del nuevo año.
Sin embargo, algo estaba dominando su mente. Su pie pisó con fuerza el pedal del freno, una mano dio un volantazo al coche, y un instante después volvía al aparcamiento del hospital.
Alguna mente despejada del Hospital Central de Seattle había pintado rayas de diversos colores en el suelo para guiar hasta su destino a los visitantes a través del sospechoso laberinto de pasillos. De camino a la sección de maternidad, Edward llegó cuatro veces a la cafetería y una al ala de psiquiatría.
«No levantes la vista», se dijo para sí, apartando la mirada de la observadora enfermera a cargo de esa zona para volver de nuevo a las rayas de colores del suelo.
Debía estar loco para haber vuelto a buscar a aquella mujer al hospital… No tenía sentido tentar al destino de aquella manera.
Paredes pintadas con cigüeñas en tonos pastel le indicaron que finalmente había encontrado el lugar correcto. Una enfermera con una insignia en la solapa se hallaba de pie detrás de un mostrador. Alzó las cejas y siguió a Edward con la mirada cuando éste entró en la desierta sala de espera. Edward ocupó rápidamente un asiento y tomó una revista deportiva de la mesa.
—Estoy esperando a alguien —explicó a la enfermera—. Me quedaré aquí por si me necesita para algo.
O hasta que recuperara el sentido común y decidiera volver a donde debería estar: su casa.
Segundos después, una pequeña enfermera con aspecto de ratoncillo dobló una esquina y fue como una exhalación hacia Edward.
—¡Ahí está! —un fuego combativo ardió en sus ojos.
Aquella mirada de fuego hizo que Edward se levantara de inmediato.
—¿Qué sucede? —preguntó, mirando hacia atrás y a los lados, sintiéndose incapaz de moverse mientras la mujer ratón seguía acercándose.
La enfermera metió un dedo en el bolsillo de la chaqueta de su smoking y tiró de él en dirección al lugar del que venía.
—Un hombre en smoking —dijo con voz estridente—. Han dicho que la ha traído un hombre vestido de smoking.
Sin parar para tomar aliento, la mujer lo arrastró hasta un pasillo enmoquetado con anchas puertas a los lados. Su áspera voz se convirtió de repente en un susurro.
—Lamento fastidiarle la noche, querido, pero vamos hacia el paritorio, donde está a punto de ser padre.
Edward tragó con esfuerzo.
—Pero…
—Pero nada —con una sacudida de su imaginario rabo, la enfermera le hizo pasar a una habitación con luz tenue y música suave—. ¡Mira a quién he encontrado, Bella! —susurró, dirigiéndose a la joven que estaba en la cama.
Bella no respondió. Edward notó que sus manos, apoyadas sobre la manta, se cerraron casi con violencia. Otra contracción. Quiso moverse, adelante, atrás, hacia cualquier sitio, pero la pequeña enfermera lo tenía firmemente sujeto por el brazo.
Un instante después, las manos de Bella se relajaron y su cabeza giró hacia él. Un mechón de su extraño pelo color luz de luna se había pegado a su mejilla a causa del sudor.
Sus miradas se encontraron y Edward sintió que la parte trasera de su cuello ardía.
¿Qué demonios estaba haciendo allí? Aunque Bella llevaba puesto un camisón y estaba cubierta por una manta, algo en el ambiente hospitalario y en la parafernalia médica que los rodeaba le hicieron sentir que estaba atentando contra su pudor.
Sonrió a modo de disculpa.
—Creo que sería mejor…
La enfermera ratón clavó sus diminutas garras en su antebrazo.
—Tengo que ir a ver a otra paciente, joven. No se le ocurra irse antes de que vuelva.
Una vez a solas, Edward volvió a sonreír y miró hacia la puerta.
—Creo que ha habido un error.
La sonrisa de respuesta de Bella fue la misma que Edward había tratado de olvidar a toda costa.
—Lo siento. Creo que han asumido… —respondió con voz temblorosa.
—No te preocupes por eso —Edward empezó a retroceder hacia la puerta. La muchacha estaba en buenas manos. Ya era hora de salir de allí y volver a su solitaria celebración del nuevo año.
Metió las manos en los bolsillos mientras seguía retirándose.
—Yo sólo… —su hombro topó con la puerta y la abrió, dispuesto a salir disparado.
Entonces, el prehistórico instinto de cazar o ser cazado se impuso y miró cautelosamente hacia el pasillo. Los rápidos pasitos de la enfermera ratón estaban engullendo a toda velocidad la alfombra.
En su dirección.
Volvió a entrar en la habitación tan rápido que la puerta le dio en el trasero al cerrarse.
—Creo que vuelve.
La expresión de Bella se tensó. Dos profundas líneas se marcaron entre sus cejas.
—¿Otra contracción? —preguntó Edward sin necesidad—. Voy a por la enfermera.
Alguien… cualquiera en lugar de él debería estar allí.
Al ver que, de forma apenas perceptible, Bella negaba con la cabeza, se quedó donde estaba, apretando los puños mientras ella superaba la última contracción.
Respiró cuando ella volvió a hacerlo.
—¿Te encuentras bien?
Ella asintió.
—En ese caso, será mejor que me vaya —lo era. La pobre mujer debía estar deseando recuperar su intimidad.
Bella volvió a asentir.
Pero antes de que pudiera moverse, Edward vio que se acercaba otra contracción. Empezó en las rodillas y ascendió hacia los hombros… y, de pronto, se encontró junto a ella.
Tomó en una mano uno de los puños cerrados de Bella. Cuando el dolor pasó, sus dedos se relajaron en los de Edward.
—¿Te encuentras bien? —preguntó él, mirando el sudor que corría por la frente de Bella. Cuando ella le dijera que estaba bien, podría irse.
—No quiero admitirlo —susurró Bella—, así que no se lo digas a nadie, pero la verdad es que estoy un poco asustada.
Nadie se fue después de eso. Pero sí entró gente. Mucha gente. Enfermeras, médicos, enfermeros con equipo…
Edward miraba a cada rato a Bella, esperando que ésta le dijera que se fuera. Pero ella no le soltó la mano ni un segundo. En lugar de apretar los puños había decidido apretarle los dedos a él, de manera que pronto dejó de sentirlos.
Pero qué diablos. ¿Quién necesitaba dedos cuando un bebé estaba naciendo en aquella misma habitación?
Edward no apartó la mirada de los ojos de Bella. Lo que estaba pasando por debajo del cuello de ésta era cosa de ella y el doctor. Lo que estaba pasando entre Edward y ella sucedía a nivel de la mirada. Con ésta, Edward trataba de decirle que creía en ella, que creía en su fuerza y en su poder femenino.
Y mientras su cuerpo traía al mundo un bebé, Edward vio cómo se transformaba de mujer en madre… y se sintió tan humilde y maravillado como podía sentirse en aquella situación un hombre de veintisiete años.
Finalmente, poco después de media noche, la habitación quedó en silencio y prácticamente vacía.
Gran parte del equipo médico había desaparecido, pero la cama seguía allí, y Edward, y Bella, y aquella cosita roja que parecía un cacahuete con bracitos y piernas.
El hijo de Bella.
El bebé estaba tumbado sobre su madre, dormitando. Bella también tenía los ojos semi cerrados.
Algo en aquella imagen de madre e hijo hizo que Edward sonriera. Y algo en aquella sonrisa hizo que surgiera en él su fuerte instinto de auto protección de soltero.
—Tengo que irme —dijo en voz alta. Dando una sonora palmada en sus muslos, se levantó de la silla que ocupaba—. Y felicidades.
Bella murmuró algo, adormecida.
Aliviado, Edward se acercó a la puerta. Probablemente, ella se alegraría de librarse por fin de él.
Como debía ser. Su lugar no estaba junto a ella.
La puerta se abrió de repente y la enfermera ratón se asomó al interior.
—No se vaya.
El tono imperativo de su voz sulfuró a Edward.
—Escuche, yo me he limitado a traer a esta mujer al hospital, ¿comprende? Yo no soy…
—Espera un minuto —Bella abrió los ojos y volvió la cabeza rápidamente hacia él. Parecía estar viéndolo por primera vez.
—Sólo una cosa más —el rostro de la enfermera parecía haberse iluminado de repente—. Una cosa muy excitante.
La puerta de la habitación estaba entornada, y a través de la rendija, Edward vio una sospechosa reunión de personas en el exterior.
—No tengo tiempo para nada más —protestó.
—Espera un minuto —volvió a decir Bella—. Cullen, ¿no? ¿Eres un Cullen?
Edward asintió, cada vez más nervioso.
—Podemos hablar sobre eso en otro…
—Dame un segundo —sosteniendo suavemente al bebé con una mano, Bella buscó el control remoto de la cama con la otra. Con un suave zumbido, la cama se irguió—. He ido esta noche a tu casa para decirte algo.
Uno de los sonrientes hombres que se acercaban a la cama de Bella no llevaba bata de médico ni enfermero. Llevaba una cámara. Un escalofrío premonitorio recorrió la espalda de Edward.
—En otro momento —dijo a Bella precipitadamente—. Ahora tengo que…
—Por favor. Es importante.
La enfermera ratón utilizó sus habilidades para empujar a Edward de nuevo hacia la cama.
—¿De qué se trata? —preguntó él, impaciente.
El hombre con la cámara apuntaba hacia ellos. La enfermera ratón hizo un amplio gesto con la mano.
—Este es el primer bebé del año —anunció—. ¡El primer bebé nacido en Seattle este año!
—Oh, diablos —murmuró Edward, comprendiendo de repente en qué lío se había metido. Se apartó bruscamente de la cama.
—Sé dónde está Victoria —dijo Bella.
—¿Qué? —Edward se quedó tan sorprendido que volvió a acercarse a ella—. ¿Victoria?
Un flash destelló en ese momento.
Y así fue como obtuvo su portada del día siguiente el Freemont Springs Daily. Grandes titulares: ¡Freemont Spring da la bienvenida a su primer bebé del año! Gran foto del bebé, de la radiante madre, y, en el lugar del padre… ¡el soltero más solicitado de Freemont Springs!
Sí, allí estaba Edward Cullen, mirando de frente, con los ojos de par en par y la boca abierta, mostrando el trabajo dental del que tan orgulloso se sentía su dentista, el doctor Mercer Manning.
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(*) Edward I, es el abuelo de Edward. Si es que alguna se ha confundido, significa "Edward Primero" ¿Que les parece? ¿Continuamos?
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