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sábado, 19 de noviembre de 2011

EPBDA - Capítulo 3

Capítulo 3
Edward ocupó su asiento tras la mesa del despacho, mirando con suspicacia el montón de papeles y carpetas que había sobre ésta. Con el pulgar y el índice alzó las primeras, haciendo que el montón se desperdigara sobre la superficie de caoba.
Suspiró, aliviado. No había nada oculto allí. Ni sonajeros, ni cigarrillos de chicle, ni panfletos sobre cómo hacer eructar a un bebé.
Nada relacionado con bebés.
Dejó escapar un suspiro de alivio. Habían tenido que pasar tres semanas, pero por fin había sucedido.
Se habían acabado las bromas.
Volvió a reunir los papeles y de inmediato lamentó haberlo hecho. ¿De dónde diablos salía todo aquello? Bastaba con que faltara un día del despacho para que el trabajo se amontonara.
Maldito abuelo…
El viejo había vuelto a irse a Washington, dejando Cullen Oil Works en lo que él llamaba las «capaces manos» de Edward. Era una auténtica maldición. Tal vez debería apreciar aquella confianza, pero no cuando el abuelo se negaba a ver lo reacias que eran aquellas manos.
Edward Sr. Cullen era ciego cuando quería y un maestro de la manipulación todo el rato. Edward sintió el comienzo de un intenso dolor de cabeza. A menos que encontrara algún modo de obligar a Edward Sr. a volver a ocupar su despacho, temía verse encadenado allí para el resto de su vida.
Todos los días lo mismo, las responsabilidades, los compromisos… la familia entera pesaba sobre él como una maldición.
Buzzz.
Edward apretó el botón del intercomunicador.
—Gracias por interrumpir uno de los momentos más deprimentes de mi vida, Lisa —dijo a su secretaria.
Lisa no respondió con su habitual descaro.
—Uh, señor… —nunca solía llamarle señor.
—¿Qué sucede?
Una pausa cargada de presagios siguió a la pregunta de Edward.
—Tiene visita señor, eh… dos visitantes.
La extraña actitud de Lisa quedó explicada cuando hizo pasar a los inesperados visitantes. Dos personas a las que Edward quería ver en su despacho tanto como a un inspector de hacienda.
Gimió. En alto. Porque ahora que las bromas sobre su paternidad parecían haber acabado, sabía que iban a volver a empezar.
El visitante número uno era Edward Freemont Swan, vestido completamente de blanco en su cochecito de bebé. La visitante número dos era Bella, con su gastada parca azul, una bufanda de lana roja en torno a la garganta y la cazadora de Edward bajo el brazo.
Bella sonrió tímidamente.
—Te he traído la cazadora. Siento haber tardado tanto.
Edward miró su reloj. ¿Y si la visita durara tan sólo cuarenta segundos? Así existiría la posibilidad de que nadie se enterara. Miró a Lisa, que seguía en el umbral. «No se te ocurra difundir una palabra sobre esto», ordenó mentalmente, y alargó una mano para tomar su cazadora. «Y ahora indica amablemente a esta señorita dónde está la salida».
Malinterpretando todas las órdenes telepáticas de su jefe, Lisa avanzó rápidamente y tomó la cazadora antes que él.
—Siéntese, señorita Swan. ¿Le apetece tomar algo? ¿Té? ¿Café?
Edward se quedó boquiabierto. Lisa nunca ofrecía nada a nadie. Si él quería café, tenía que salir a servírselo.
Bella sonrió a Lisa, como si hubiera comprendido el honor que suponía su ofrecimiento.
—Una taza de té me vendrá bien para calentarme las manos, gracias.
—Deberías usar guantes —se oyó decir Edward. Luego, en tono aún ligeramente hosco, añadió—: Supongo que puedes sentarte.
Bella acercó el coche del bebé a la silla y ocupó ésta.
¿Cuánto tiempo podía llevarle tomarse el té?, se preguntó Edward. Como mucho, noventa segundos.
Con rápidos movimientos, Bella se quitó la bufanda y la parca.
Edward la miró, sin saber exactamente qué parte de aquella mujer hacía que le resultara tan difícil apartar la mirada de ella. Cada vez que la había visto anteriormente llevaba abrigos, o batas, o mantas. También tenía una larga melena de pelo castaño.
—Te lo has cortado —dijo, estúpidamente.
—Así es más cómodo —Bella se pasó una mano por el pelo. Aunque un poco más largo que el de un chico, realzaba el contorno de su cabeza. También hacía que sus ojos y su boca parecieran más grandes.
Lisa volvió un momento después con una humeante taza de té. Antes de dársela a Bella, fijó su atención en el bebé. Luego miró a la madre.
—Parece mentira que sólo hayan pasado tres semanas desde que diste a luz —dijo, sonriente—. Nadie recupera la figura con tanta rapidez.
Edward volvió a mirar a Bella. No quería, pero había sido culpa de Lisa. Sí; antes, Bella llevaba gastadas parcas y batas de hospital y mantas. Ahora llevaba vaqueros y un ceñido jersey blanco.
—Siempre he sido más bien delgada —contestó, devolviendo la sonrisa a Lisa—. Pero te aseguro que algunas de las curvas son totalmente nuevas.
Ahora fue culpa de Bella que Edward siguiera mirando. Si las curvas eran una adquisición reciente, el parto era el mejor amigo de aquella mujer.
De pronto se dio cuenta de que ambas mujeres lo estaban mirando. ¿Habría hecho algún ruido sin darse cuenta? ¿Habría gemido?, se preguntó, horrorizado.
Carraspeando, volvió a mirar su reloj. No recordaba con exactitud cuándo había llegado Bella, pero era evidente que llevaba allí demasiado tiempo.
Ella pareció captar la indirecta. Tras dar un sorbo, dijo:
—Debo irme. Tengo que volver a la panadería.
—¿La panadería? —repitió Edward, frunciendo el ceño mientras Lisa volvía a salir del despacho—. Ah, sí. Me dijiste que trabajabas ahí. ¿Has vuelto a trabajar tan pronto?
—Sue y Leah me necesitan.
Una desconocida inquietud recorrió la espalda de Edward.
—Debes descansar. Sue y Leah pueden pasarse sin ti unos días más.
Bella sonrió educadamente mientras dejaba la taza en el borde del escritorio.
—Gracias de nuevo por la cazadora… y por todo lo demás que hiciste por mí.
De pronto, a Edward no le hizo gracia la idea de que se fuera.
—¿No quieres saber qué pasa con Victoria?
Bella hizo una pausa mientras tomaba su parca.
—¿La habéis encontrado? —preguntó.
—Gracias a ti supimos que estaba aquí. Incluso averiguamos dónde —Edward sintió un repentino remordimiento. Debería haber visitado a Bella para comunicarle lo que habían descubierto. Debería haber comprado algo para el bebé. Pero había estado tan empeñado en apagar los rumores que había evitado tener nada que ver con ella—. Pero ha vuelto a desaparecer.
Las manos de Bella se detuvieron en el proceso de subir la cremallera de su parka.
—Oh, lo siento. Espero que la encontréis —metió la mano en el bolsillo y sacó unas llaves.
Edward la imaginó conduciendo de vuelta a la panadería.
—¿Sigue estropeada la calefacción de tu coche? Podría hacer que alguien…
—Ya está funcionando —Bella se puso la bufanda en torno al cuello.
—¿No puedes quedarte un poco más? —Edward no sabía qué diablos le había impulsado a decir aquello.
Bella ladeó la cabeza y miró el escritorio abarrotado de papeles.
—No me parece que tengas tiempo para una visita más larga.
Edward siguió la dirección de su mirada.
—¿Eso? No es nada —sólo la atadura que lo encadenaba a Oil Works—. No me has contado nada sobre el niño —miró al bebé, aún dormido. Había engordado y, mientras lo miraba hizo un puchero con los labios, moviéndolos como si estuviera mamando.
—Lo llamo Eddie.
Extrañamente, Edward sintió una punzada de decepción.
—Le has cambiado el nombre —dijo.
Bella negó con la cabeza.
—No, sólo es un apodo. Es la versión corta del tuyo.
Hizo girar el cochecito hacia la puerta y Edward se fijó en que una de las ruedas estaba ligeramente torcida. No se le ocurrió ningún otro motivo para hacerle quedarse.
—¿No querías llamarlo Edward? —la estúpida pregunta surgió involuntariamente de sus labios.
Bella se detuvo de espaldas a él y volvió la cabeza para mirarlo.
—Supongo que pensé que sólo había un Edward Cullen —dijo, antes de salir.
Desde la ventana de su despacho, Edward vio cómo sacaba Bella al bebé del cochecito y lo metía en el coche. Cuando éste ya se alejaba, salió al despacho de Lisa. Ésta se hallaba junto al aparato de fax.
Su secretaria estaba casada y tenía un par de hijos. Recordaba que en cada ocasión se tomó el permiso de maternidad. Más o menos unos tres meses cada vez.
—¿No se supone que una mujer debe descansar después de dar a luz?
Lisa tomó el fax que acababa de llegar y le echó un rápido vistazo.
—Después de dar a luz, una mujer merece una asistenta y a su madre durante al menos seis meses.
—En ese caso supongo que Bella no debería haber empezado a trabajar ya.
Lisa se encogió de hombros.
—Puede que no le quede otra opción.
Abrigo gastado. Cochecito con ruedas deterioradas. Coche con calefacción averiada.
—No me gusta —murmuró Edward.
—Y esto le va a gustar aún menos, jefe —dijo Lisa, entregándole el fax.
Edward tomó la hoja, pensando aún en Bella y en Eddie. La leyó una vez y volvió a hacerlo.
Edward Sr. Cullen proponía nombrarlo jefe de Cullen Oil Works. El antiguo trabajo de James.
Maldición.
Arrugó la hoja en el puño. El abuelo pretendía atarlo permanentemente a la empresa y a la familia.
—No pienso permitir que se salga con la suya.
Lisa lo miró con gesto escéptico.
—No sé qué puede hacer al respecto, jefe.
Edward arrojó la bola de papel con precisión en la papelera que había junto al escritorio de Lisa. Su mirada se detuvo en una fotocopia del Daily Post de la foto en la que él había salido. Alguien había escrito algo sobre su cabeza en la foto. No se molestó en comprobar qué decía.
Fantástico. Una visita de tres minutos y las bromas habían vuelto a empezar.
Eso era lo último que necesitaba. Ser nombrado jefe ejecutivo de la empresa y más especulaciones sobre el fin de su soltería.
El fin de su soltería. Edward se quedó petrificado mientras una brillante idea cristalizaba en su mente. De acuerdo, Emmett la había mencionado antes, pero él era el único que podía hacerla realidad.
—Cullen, eres un genio —susurró para sí—. Con esta idea todo el mundo sale ganando.
Media hora para pensar cuidadosamente en la idea. Diez minutos para llegar a la panadería. Uno y medio para averiguar que Bella estaba en su apartamento y para llamar a la puerta en lo alto de las escaleras.
Sólo un instante más y la puerta se abrió.
Con el frío de enero a sus espaldas y la sorprendida expresión de Bella ante él, Edward fue directo al grano.
—Cásate conmigo —dijo.
Bella miró a Edward, sin fijarse en sus palabras, sólo consciente del gastado albornoz que se había puesto tras ducharse.
¿Encontraría algún placer sádico aquel hombre en ir a verla cuando peor aspecto tenía?
—¿Has oído lo que he dicho? —Edward pasó al interior del apartamento y cerró la puerta a sus espaldas.
Bella dio un paso atrás, ciñéndose el albornoz. Con aquel traje oscuro y la corbata, Edward parecía uno de los miembros de la dirección que solía visitar el orfanato de cuando en cuando, no un hombre que acabara de proponerle matrimonio.
¿Matrimonio? Tragó con esfuerzo y dio otro paso atrás.
—¿Qué has dicho?
—Te he pedido que te cases conmigo.
Bella sintió un cosquilleo recorriéndole el cuerpo.
—No me lo has pedido. Creo que has dicho «cásate conmigo».
—Exacto —Edward sonrió ampliamente.
Aquella sonrisa hizo que Bella sintiera que se derretía por dentro. Se cruzó de brazos, sintiendo que se le ponía la carne de gallina.
—No tiene sentido —dijo. Miró hacia la cuna atraída por los sonidos de Eddie que parecía a punto de despertar.
—Tiene mucho sentido —contestó Edward. Sin preguntar, cruzó la habitación y se sentó en el sofá—. Así, todo el mundo gana.
Bella se acercó a la cuna y tomó a Eddie en brazos antes de que sus balbuceos se convirtieran en un intenso llanto. El bebé parpadeó y ella le frotó la nariz con la suya.
—Hola, bebé —susurró, para darse un minuto de tiempo. Sosteniendo a Eddie contra su corazón como si fuera una armadura se volvió hacia Edward—. No te sigo. ¿Puedes explicarme de qué estás hablando?
Edward palmeó sus muslos con sus manos y se puso en pie ágilmente.
—Eso se debe a lo feliz que me siento con la idea —volvió a sonreír—. Debería haber pensado en ello hace semanas.
¿Feliz? Desde luego, lo parecía. Su rostro tenía una expresión juvenil y encantada, y Bella sintió un escalofrío de placer viéndolo. ¿Cuánto hacía que un hombre no la miraba así? Riendo, excitado, como si fuera ella lo que quisiera.
Había dicho que quería casarse con ella.
Sentó al bebé en el cochecito y se quitó lentamente la toalla que tenía enrollada en la cabeza.
—Lo siento… acabo de salir de la ducha.
Había dicho que quería casarse con ella.
La juvenil sonrisa ensanchó el rostro de Edward.
—No me importa el aspecto que tengas. Sólo quiero tener tu nombre en un certificado de matrimonio.
Matrimonio. Compartir la vida con alguien. Crear una familia con Edward y Eddie. Sueños que ya creía olvidados florecieron al instante en su mente.
—No puedes hablar en serio —susurró, mientras su mente se llenaba de imágenes de Edward en su dormitorio, acariciándola con sus fuertes manos. A pesar de que Edward era casi un desconocido, la imagen hizo que el estómago se le contrajera.
—Claro que hablo en serio. Tú. Yo. Un matrimonio de conveniencia. ¿No es así como lo llaman?
El buen humor de Edward resultaba tan contagioso que Bella estuvo a punto de devolverle la sonrisa. Entonces la realidad se hizo patente.
—¿Un matrimonio de conveniencia?
—Exacto. Firmaremos un acuerdo prenupcial y luego nos casaremos. Yo me libraré de la empresa, conseguiré mi dinero, compraré el rancho y después te devolveré tu libertad junto con suficiente dinero para que tú y Eddie tengáis la vida resuelta.
Edward volvió a hablar con tal convicción que Bella estuvo a punto de asentir.
—Espera un minuto —se frotó con fuerza el pelo con la toalla, como si aquello pudiera hacer que la conversación adquiriera cierto sentido común.
Edward se plantó ante ella de una zancada.
—Tengo un abuelo cascarrabias y patriarcal que se niega a aceptar que es él quien debe dirigir el negocio de la familia, no yo, ¿de acuerdo? —se pasó una mano por el cabello boncíneo—. Tengo que obligarle a volver, o de lo contrario se pondrá enfermo pensando en la muerte de mi hermano James, y de paso hará que yo me vuelva loco atándome a Cullen Oil.
Bella estaba al tanto de la muerte de James Cullen. También conocía la reputación de Edward Sr. Cullen de ser un testarudo pero exitoso hombre de negocios.
—Sigo sin entender dónde encajo.
—A menos que me case, tendré que esperar tres años para hacerme con el fideicomiso que me corresponde.
A continuación, Edward le habló del proyecto que tenía para el rancho con su amigo Emmett. Caballos. Sementales. Cuadras. Bella no sabía mucho sobre ranchos, pero el entusiasmo en la voz de Edward le ayudó a hacerse una imagen vivida de su Sueño.
—Sigo sin saber muy bien dónde encajo —repitió cuando Edward acabó.
Él abrió los brazos, sonriendo.
—Serías mi esposa temporal.
Bella tragó con esfuerzo.
—¿No crees que el matrimonio debería ser…? —retorció la toalla en sus manos —¿… por amor?
Edward desestimó aquella idea con un despectivo gesto de la mano.
—Deja esas cursilerías para otros.
—¿Tú no…?
—No digas más. Sólo piensa. Mi abuelo consigue lo que quiere. Yo consigo lo que quiero. Tú consigues lo que quieres.
¿Y qué quería exactamente ella?, pensó Bella. Volvió a retorcer la toalla…
—Ese es el problema —Edward tomó el extremo suelto de la toalla y tiró de ella hacia sí—. No ves lo que yo estoy viendo.
Sus ojos eran de un intenso verde con un borde esmeralda. Olía como su cazadora… cálido, excitante, masculino.
Bella se humedeció los labios con la lengua.
—¿Y qué ves? —preguntó, sintiéndose repentinamente femenina y deseable.
De pronto, Edward soltó el extremo de la toalla y se apartó.
—Una persona a la que le vendría bien algo de ayuda —dio otro paso atrás y miró al bebé—. Una madre con un bebé del que hacerse cargo.
Todo el asunto quedó claro en un instante. Edward quería una esposa temporal y conveniente y había pensado en ella. Porque le daba pena. En ningún momento la había visto como una mujer, como un individuo.
Pero Bella ya había recibido suficiente caridad durante los primeros dieciocho años de su vida. Cinco años atrás juró no volver a hacerlo.
Se sintió bastante aliviada al descubrir que Edward aceptó con bastante calma su negativa.
Edward se detuvo al pie de las escaleras del apartamento de Bella.
«¿Qué diablos me pasa?»
Nunca aceptaba un no por respuesta.
Tal vez había sido el nuevo corte de pelo de Bella lo que lo había distraído. O el fresco aroma a jabón de su piel desnuda. O aquel fino albornoz…
Gruñó y metió las manos en los bolsillos de sus pantalones. ¡Había estado tan cerca de conseguirlo…!
¿En qué se había equivocado? ¿No le había explicado con claridad las ventajas?
«Vuelve a preguntárselo».
Su personalidad de hombre de negocios lo incitó a volver a subir las escaleras.
Otro instinto le hizo permanecer donde estaba.
Una bella mujer. Un hijo con su nombre. Aunque estuvieran casados sólo unos meses, ¿cuánto tiempo le costaría recuperar su condición de soltero?
Aún indeciso, Edward oyó el sonido del teléfono en el apartamento de Bella, seguido del llanto de Eddie. Se hallaba a medio camino de las escaleras cuando el teléfono dejó de sonar y oyó a Bella decir «¿hola?» por encima del creciente llanto del bebé.
Ya tras la puerta oyó el final de la conversación con el señor Stanley, evidentemente, un futuro arrendador. Incluso habiendo oído tan sólo parte de la conversación, Edward supo que el señor Stanley no era un hombre paciente.
No quería que Bella le devolviera la llamada más tarde.
Quería saber si el bebé lloraba así a menudo.
También escuchó algo sobre pañales y basura que no tuvo ningún sentido.
Finalmente oyó que Bella perdía el único apartamento asequible para ella en Freemont Springs.
Un hombre más educado no habría escuchado tras la puerta. Un hombre más amable habría dejado que Bella se enfrentara sola a sus problemas.
Pero Edward no había crecido sobre la manipuladora rodilla de Edward Sr. Cullen para nada.
Volvió a llamar a la puerta de Bella y se lanzó de nuevo directo al grano.
Ella estaba más pálida que hacía unos minutos. Lo miró, aturdida.
—Quería que Eddie creciera aquí —dijo mientras Edward pasaba al interior y cerraba la puerta—. Uno de sus nombres es Freemont porque pretendo que no olvide el lugar al que pertenece.
Edward la tomó por el codo y la condujo hacia el pequeño sofá. Bella se sentó con el bebé en uno de sus brazos.
—Entonces, ¿te gusta vivir aquí? —preguntó Edward en tono despreocupado.
—Mi coche pinchó dos veces justo a las afueras de Freemont. Había hecho todo el trayecto desde Los Ángeles sin dar ningún problema hasta que pasé el cartel anunciando que entraba en Freemont Springs. Entonces hizo «puuf».
—Así que decidiste quedarte.
Bella asintió.
—No tenía dinero para comprar dos ruedas nuevas. Y Anne siempre decía que cuando se rompe un huevo es mejor hacer una tortilla.
Edward pasó por alto el tema de Anne y la tortilla.
—Y Eddie es el primer bebé del año nacido aquí. En Freemont Springs está su sitio.
Bella frunció el ceño.
—Eso pensé. La gente es tan hospitalaria y amistosa… pero acabo de perder el único lugar que había encontrado que podía permitirme.
A Edward no le gustó nada su infelicidad.
—Siempre existe esa sencilla solución.
Bella arqueó las cejas.
—¿Qué sencilla solución?
—Cásate conmigo —dijo Edward con suavidad.
—¿Así como así?
A pesar de que las pestañas de Bella ocultaban su mirada, Edward creyó percibir que se había suavizado. No supo cómo lo captó, pero algo flotó entre ellos, algo que comenzó la noche en que sostuvo sus manos en el hospital. Tal vez incluso antes, cuando ella le tocó la mejilla con un dedo. O cuando él vio por primera vez su pelo de rayo de luna.
—Sólo temporalmente —dijo con voz ronca—. Acabarás teniendo suficiente dinero para poder quedarte aquí. Hazlo por Eddie, Bella —Edward fue directo al cuello—. Para que pueda sentir que pertenece a este lugar.
Bella alzó la mirada. El marrón achocolatado de sus ojos volvió a sorprender a Edward.
—No sé —el bebé había vuelto a quedarse dormido sobre su hombro y fue a dejarlo de nuevo en la cuna. Luego, se volvió lentamente hacia Edward.
El apartamento era tan pequeño que parecían hallarse a tan sólo un brazo de distancia.
—Anne siempre solía decir que cuando la oportunidad llama a tu puerta…
Edward llamó a una imaginaria puerta.
—Noc, noc.
Bella volvió a mirar al bebé.
«Di sí», pensó Edward.
—Sí.
En un extraño momento de alivio y anticipación, la distancia que los separaba desapareció.
Edward apoyó las manos en los brazos de Bella. La atrajo contra su pecho y acercó la boca hasta la comisura de sus labios.
Eso fue todo.
Pero no fue suficiente. Porque Bella tomó un sorprendido aliento y, de algún modo, aquel sonido resultó especialmente excitante, y la boca de Edward se movió sobre sus labios para besarla de verdad.

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