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sábado, 12 de noviembre de 2011

EPBDA - Capítulo 2

Capítulo 2
El rostro de Bella Swan irradiaba felicidad mientras sostenía a su bebé contra su pecho. Lo besó con delicadeza en la frente y luego volvió la mirada hacia la ventana, por la que entraba a raudales el sol de la mañana.
—Un nuevo año es un nuevo comienzo —susurró, mirando a su hijo.
Anne Webber, la mujer que la había criado, repetía aquellas palabras cada primero de enero y, probablemente, seguía haciéndolo. Aunque Bella sólo se había carteado un par de veces con Anne tras dejar la Casa de Acogida Thurston, cinco años atrás, nunca había olvidado lo que aprendió de la vieja mujer.
—Y me aseguraré de que tú tampoco olvides —dijo al recién nacido—. Te enseñaré todo lo que yo he aprendido.
Que no era demasiado, admitió para sí. El bebé frunció el ceño mientras dormía. Ella sonrió.
—No te preocupes, mamá es más lista cada día.
Suspiró, deseando haber sido más lista unos meses atrás. Tal vez así habría comprendido que Mike no era la clase de hombre que pudiera amarla para siempre… si es que alguna vez lo había hecho.
—Pero entonces no te habría tenido —dijo en voz alta, deslizando la punta de un dedo por la orejita del bebé. Nada le haría arrepentirse de haberlo tenido.
Haciendo un pequeño esfuerzo, bajó de la cama y dejó a su hijo en la cuna. De todos modos, en aquellos momentos tenía cosas más acuciantes en las que pensar. El parto se había adelantado casi un mes entero, lo que significaba que sus ahorros eran menores de lo que tenía previsto. Y también tenía que pensar en buscar un nuevo y barato apartamento. Sue y Leah le habían alquilado la habitación que se hallaba sobre la panadería sólo temporalmente, pues la madre de Leah iba a ocuparla cuatro semanas después.
Bella se mordió el labio.
—Pero los deseos no bastan para lavar los platos —susurró a su bebé—. Alice también me enseñó eso.
Decidida a no dejarse abrumar por sus preocupaciones, se pasó una mano por el revuelto pelo. Hacía unos momentos, una enfermera había pasado por allí y le había sugerido que tomara una ducha. Cuando lo hiciera se sentiría como una nueva mujer.
Alguien llamó a la puerta. Probablemente sería la enfermera que había prometido acudir a ayudarla.
—Adelante.
La puerta se abrió y un hombre pasó al interior.
Bella se ruborizó a la vez que ceñía con una mano las solapas de la bata del hospital. ¿No quería sentirse como una nueva mujer? Pues en aquellos momentos lo era. Porque el alto, pálido y atractivo semidesconocido que acababa de entrar había compartido con ella la noche anterior los momentos más íntimos y milagrosos de su vida.
Deseó que se la tragara la tierra.
—¿Bella?
Ella recordó su voz, profunda, como debía ser la de un hombre. También lenta, como lo eran las de Seattle en comparación con la rápida charla de Los Ángeles a la que estaba acostumbrada.
El hombre dio dos pasos hacia ella y alargó una mano.
Bella extendió la suya por encima de la cuna del bebé para estrecharla. Su mente se llenó de recuerdos de la noche anterior. Los brillantes ojos verdes del hombre, serios, pero reconfortantes. Sus dedos aferrándose a los de él como si pudiera extraer fuerza de aquellas manos. Se ruborizó aún más y apartó rápidamente la mano.
—Soy Edward —dijo él, metiendo la otra mano en el bolsillo de sus vaqueros—. Edward Cullen.
Bella no lo había olvidado. Oyó su nombre la noche pasada, justo después de que el reportero sacara la foto del Primer Bebé del Año. Luego, Edward desapareció. Lo cierto era que ella estaba tan centrada en su hijo que no le había prestado mucha atención.
Hasta ese momento.
Ahora sólo podía pensar en cómo la había visto la noche pasada, en el aspecto que debía tener esa mañana, en cuánto le habría gustado haber tomado aquella ducha media hora antes…
En cómo podía librarse amable y educadamente de él en aquel mismo instante.
Edward casi rió en alto. La expresión de Bella era tan transparente que casi podía leerse lo que estaba pensando.
Quería irse a casa.
Pero aquella damita le debía una explicación y algunos detalles. Era lo menos que podía hacer en pago por la maldita foto que había salido en primera plana del periódico y que había causado más llamadas de las que había recibido en toda su vida.
Le dedicó la sonrisa que había perfeccionado durante el tercer grado en la catequesis de los domingos.
—Sólo te entretendré unos minutos.
Bella le dedicó la misma mirada de sospecha que la señorita Walters cuando le juraba que no había copiado en clase.
—Estaba a punto de… —Bella hizo un vago gesto señalando el baño—. Necesito…
—Necesito que me respondas unas preguntas —interrumpió Edward con suavidad. Alguien había enviado por fax a su abuelo la portada del Freemont Springs Daily Post aquella mañana, y la primera llamada que había hecho había sido para asegurar a Edward I que no había otro heredero Cullen secreto—. He hablado hoy con mi abuelo y estamos deseando que nos des la información que tienes sobre Victoria.
Bella se mordió el labio.
—Escucha… ayer estaba en un estado realmente extraño. Limpié el maletero de mi coche, luego la guantera. Encontré treinta y siete centavos en los pliegues del asiento trasero. Luego empecé con mi apartamento.
Edward se fijó en el rubor que cubría el rostro de Bella y no pudo evitar mirarla fijamente. La noche pasada estaba tan pálida… pero ahora el rubor acentuaba sus delicados pómulos. Sus labios también estaban más rojos. El brillo general de su rostro no restaba nada al claro y precioso color de sus ojos.
De pronto se dio cuenta de que había dejado de hablar.
—Lo siento. ¿Qué estabas diciendo? ¿Treinta y siete centavos?
Bella volvió a morderse el labio.
—Es debido al embarazo. Había leído algo al respecto, pero no me di cuenta de que me estaba pasando a mí. Estaba preparando el nido.
Edward arqueó las cejas.
—Estaba dejándolo todo preparado —explicó ella—. Sentía una necesidad compulsiva de limpiarlo todo, de dejarlo todo en orden. Conozco a dos personas que cumplen años en marzo. Ayer sentía un impulso irrefrenable de mandarles unas postales.
Nada de aquello estaba acercando a Edward a la información sobre Victoria. Y lo cierto era que no quería saber nada más sobre ella. Ni sobre los amigos que cumplían años en marzo, ni sobre su instinto de anidar, ni sobre la intrigante forma de su rosada boca.
—Pero sobre Victoria…
Tres mujeres entraron de pronto en la habitación, interrumpiéndolo. Dos llevaban batas de maternidad y una un traje de calle. Edward las miró con irritación y en seguida se dio cuenta de que conocía a dos de ellas.
—Hola Jessica. Hola Irina —había salido con Jessica, la del traje, dos años atrás. Irina había sido su cita en el último Halloween.
—Hola Edward —saludó esta última, mirándolo con curiosidad.
—Creíamos haberte visto entrar, pero no estábamos seguras de que fueras tú —dijo Jessica.
El sentimiento de desasosiego volvió a apoderarse del estómago de Edward.
—Sólo he pasado a hablar con la señorita Swan.
—La «señorita» Swan —dijo Jessica, dejando escapar a continuación una tonta risita—. Ja, ja. Hemos visto la foto del periódico.
Edward recordó de pronto por qué había dejado de salir con Jessica. Ja, ja. Una mirada a Bella le bastó para comprobar que se sentía tan incómoda como él con aquella conversación.
—¿Habéis venido a hablar conmigo o con la madre del bebé? —preguntó.
Las tres mujeres parecieron avergonzadas.
—He venido a recoger unos papeles del hospital —contestó Jessica, volviéndose a continuación hacia Bella—. ¿Has rellenado todo lo que te di?
Edward se pasó una mano por el pelo mientras Bella recogía unos papeles de la mesilla de noche. Aquel encuentro en la habitación del hospital iba a disparar los rumores en Freemont Springs. Aunque, después de lo de la foto, no iba a hacer falta mucho para alentarlos.
Unos momentos después, las tres mujeres salían por la puerta. Edward ni siquiera esperó a que ésta estuviera cerrada para ir directo al grano.
—¿Y Victoria? —cuanto antes obtuviera la información, antes podría salir de allí para empezar a recuperar su reputación de soltero—. Te prometo que me iré en cuanto me digas lo que sepas sobre ella.
Bella se apoyó contra la cama.
—La semana pasada vi en un periódico la foto y el artículo sobre su búsqueda. No supe qué hacer… —se encogió de hombros—. Pero anoche decidí que debía contar lo que sabía.
Edward contuvo el aliento. Aquella podía ser la información que su familia necesitaba para encontrar a la madre del futuro hijo de su hermano.
—¿Y? —dijo, animándola a seguir.
Bella dudó, se mordió el labio y, finalmente, pareció tomar una decisión.
—Victoria está aquí, en Seattle. O al menos estaba aquí hasta hace dos semanas. Asistimos juntas a algunas clases de parto.
¡Estaba allí!
—Gracias, Bella —un torrente de alivio recorrió a Edward—. No sabes lo que esto significa para nosotros… para mi abuelo —una sonrisa distendió su rostro—. Podría besarte por esto.
—Y tal vez por esto también —dijo Jessica, a la vez que se asomaba por la puerta entreabierta.
La sonrisa se esfumó del rostro de Edward.
—Sólo estaba comprobando el certificado de nacimiento de tu hijo, Bella —continuó Jessica—. Tu escritura está comprensiblemente temblorosa esta mañana.
Edward miró de Jessica a Bella, cuyo rostro se había ruborizado repentinamente.
—El nombre que has escrito es «Edward», ¿no? —continuó Jessica. Una coqueta sonrisa curvó sus labios—. Quieres llamarlo Edward Freemont Swan, ¿no?
Aún aturdido, Edward pulsó el botón de bajada del ascensor. Edward Freemont Swan. Había salido de la habitación de Bella a toda prisa tras escuchar aquello. Edward Freemont Swan. ¡Había llamado a su hijo como él!
Esperó a que la rabia, o al menos la irritación, apareciera. Cuando un soltero se veía atrapado en una situación como aquella, lo último que quería era que el bebé recibiera su nombre.
«Adelante, Cullen», se dijo. «Tienes todo el derecho del mundo a estar cabreado».
Las puertas del ascensor se abrieron y salió al vestíbulo del hospital. El camino hasta el aparcamiento parecía plagado de puestos de periódicos. USA Today. Wall Street Journal. Freemont Springs Daily.
Su mejor amigo, Emmett McCarty, estaba comprando el último ejemplar.
Maldición.
—Edward, Edward, Edward.
No hubo ni un segundo de esperanza de que no lo viera. Con vaqueros, sombrero y botas, Emmett era la viva imagen de un ranchero de Seattle… precisamente lo que era.
—¿No deberías estar en el rancho amontonando estiércol? —preguntó Edward. Si no daba pie a su amigo, tal vez podría librarse de algún mordaz comentario.
—El viejo Gus se ha hecho un corte en la mano esta mañana. He tenido que traerlo para que le den unos puntos.
Edward entrecerró los ojos. El viejo Gus tenía las manos curtidas como el cuero.
—Creía que hacíais las curas de primeros auxilios en el rancho.
—Gus necesitaba la inyección del tétanos —Emmett sonrió abiertamente—. ¿Acaso crees que he venido a seguirte a la escena del crimen?
A Edward no le habría extrañado mucho que así fuera.
—Supongo que sin Gus andarás corto de mano de obra. Será mejor que vuelvas a casa cuanto antes.
La sonrisa de Emmett se ensanchó.
—¿Y perder la oportunidad de felicitarte en persona? Podrías habérmelo dicho. No tenías por qué dejar un mensaje diciendo que pensabas quedarte en casa ayer por la noche.
Edward suspiró.
—Fue un encuentro casual, ¿de acuerdo?
—¿Te refieres al destino?
Edward volvió a suspirar.
—Me refiero a que fue un simple acto humanitario. Y déjalo ya, ¿de acuerdo? Ya he tenido bastante con aguantar a mi abuelo esta mañana.
Emmett rió y movió el periódico.
—¿Edward Sr. ya se ha enterado?
—¿Tú que crees? —preguntó Edward en tono irónico—. Ojalá volviera a Seattle para ocuparse de Cullen Oil Works y me dejara tranquilo con mis asuntos.
Emmett bufó.
—Sólo lograrás que el viejo vuelva a ocupar su despacho dejando el tuyo. Anímate, hombre. La parcela de tierra que compraste junto a la mía está lista y esperándote. Deberías asociarte conmigo para crear el mejor establo de caballos del país.
Edward se pasó la mano por el pelo.
—Por enésima vez, Emmett, te repito que no tengo el dinero necesario para hacerlo. Gracias a mi abuelo, que me hizo aceptar mi salario en Cullen Oil Works en acciones y a ese pequeño fideicomiso que guarda mi dinero hasta que cumpla treinta años o me case.
Emmett movió la cabeza.
—Puede que casarse no sea tan mala idea, amigo —volvió a alzar el periódico y lo colocó frente a la nariz de su amigo—. Mira los líos en los que te metes siendo soltero.
La foto de Bella que aparecía en portada no estaba mal. Aunque el blanco y negro no favorecía precisamente su palidez, sus delicados rasgos quedaban claramente resaltados. Pero a Edward, el bebé le seguía pareciendo un cacahuete con extremidades.
El bebé.
—¿Quieres saber cómo lo ha llamado? —preguntó, anticipando de nuevo un arrebato de rabia e irritación—. Le ha puesto mi nombre. Ha llamado al bebé Edward —cruzó los brazos sobre el pecho—. ¿Qué te parece?
Emmett parpadeó, volvió a parpadear, y siguió mirando a Edward, primero con gesto aturdido y luego con evidente diversión.
—¿Quieres saber lo que me parece? —preguntó, riendo y moviendo la cabeza—. Creo que será mejor que hagas de ella una mujer honesta. Así podremos ocuparnos tú y yo por fin seriamente del Rocking H.
¿Qué diablos le pasaba a Emmett? ¿Casarse con Bella? ¿Y de qué se reía?
Edward sólo necesito un momento para comprender. Lo hizo en cuanto vio su reflejo en el lateral cromado del puesto de periódicos. Aunque su mente racional de soltero decía que debería estar irritado, o enfadado, o incluso indignado, su rostro se hallaba distendido por una sonrisa completamente atontada… ¡como si de verdad se sintiera el más orgulloso de los papás!
Bella dejó a su bebé de casi tres semanas en la cuna tras darle la toma de las cinco y media de la mañana. Un segundo después alguien llamó con suavidad a la puerta delantera. Sería Sue Clearwater, que siempre subía de la panadería al apartamento con una taza de café y algún bollo recién hecho. El negocio de la panadería generaba personas obligatoriamente madrugadoras.
La mujer de cabello cano cruzó el umbral con una bandeja de cartón que contenía dos humeantes tazas y dos bollos que desprendían un delicioso olor.
Bella olfateó apreciativamente.
—Me mimas demasiado —sonrió y señaló el gastado sofá que ocupaba una de las paredes del apartamento—. Siéntate.
Sue escrutó el rostro de Bella mientras se sentaba.
—Esta mañana no pareces tan pálida. ¿Ha ido bien la toma de las dos?
—Estupendamente —Bella tomó una taza de café y aspiró su aroma—. Sobre todo ahora que puedo ver el noticiario nocturno en la televisión.
Sue sonrió cariñosamente.
—Recuerdo lo solitarias que pueden ser las noches que hay que dar de mamar.
—Hmm —Bella dio un sorbo a su café. Solitarias.
Sue dejó de sonreír.
—No puedo dejar de preocuparme por ti, querida. Sin marido, sin madre…
—Tengo mi bebé —Bella sabía que eso tenía que bastarle, porque nunca tendría una madre. Y en cuanto a un marido…
—Pero sin familia para…
Bella apoyó una mano en el brazo de Sue.
—Una amiga leal merece más la pena que diez mil parientes.
Sue se encogió de hombros.
—Entonces tienes veinte mil con Leah y conmigo, pero no dejas que te ayudemos.
Bella sonrió al oír aquello.
—¿Qué quieres decir? Me ofrecisteis trabajo y un lugar en que vivir.
—Te pagamos el salario mínimo por ayudar a atender la panadería y llevar la contabilidad.
—Pero estoy adquiriendo una experiencia que me vendrá muy bien en el futuro —Bella dio otro sorbo a su café—. Y no olvides el desayuno.
—Pero te vamos a echar del apartamento.
Bella hizo un gesto despreocupado con la mano.
—Desde el principio me aclarasteis que la madre de Leah iba a vivir aquí.
—Si al menos… —Sue se interrumpió, movió la cabeza y un familiar y especulativo brillo iluminó sus ojos. Se volvió a mirar la foto del Daily Post que Bella había enmarcado y colgado entre la cuna y su cama—. Sí. Si al menos Edward Cullen…
Bella sintió que el corazón se le subía a la garganta.
—No empieces con eso ahora —advirtió a la otra mujer. Sue y Leah, dos encantadoras cotillas, inventaban historias donde no las había. Y por algún motivo, disfrutaban imaginando un romance entre Bella y Edward—. Ese pobre hombre sólo me estaba haciendo un favor.
Mientras que la foto y el artículo que la acompañaba había servido para proveer a Bella y al bebé de cajas y cajas de pañales, ropa para bebé y comida, sabía que lo único que había obtenido Edward de la publicidad había sido bochorno. La panadería de Sue y Leah atraía a gran parte de la población de Freemont Springs, y los clientes le habían transmitido sus felicitaciones, además de la noticia de que Edward Cullen estaba desesperado por recuperar su reputación de soltero.
Y también había sabido que, a pesar de su información, la familia Cullen aún no había encontrado a Victoria.
—De todos modos —insistió Sue mientras se levantaba para acercarse a mirar la foto—, creo que a Edward Cullen le vendría muy bien sentar la cabeza.
—Sue, ya sabes que no estoy interesada en él… —Bella cerró rápidamente la boca al ver una evidencia incriminatoria asomando por debajo de las almohadas de su cama deshecha.
La cazadora de borrego de Edward Cullen.
Se levanetó, pero no hizo ningún movimiento rápido hacia la cama. Si lo hacía se delataría y hacía días que le había dicho a Sue que ya había devuelto la cazadora.
Tenía intención de hacerlo, sobre todo después de que Sue la encontrara un día con ella puesta mientras daba de mamar al bebé.
Se acercó disimuladamente hacia la cama. Si Sue llegaba a enterarse de que aún tenía la cazadora, redoblaría su afán de casamentera.
Volvió a mirar la cazadora. ¿Sería mejor tratar de ocultarla por completo bajo la almohada o arrojarla disimuladamente al suelo por el otro lado de la cama?
—Cuéntame otra vez cómo es el nuevo sitio que has encontrado para vivir —Sue se apartó de la foto de la pared—. Dijiste que era un medio duplex, ¿no?
Bella se quedó muy quieta y apartó la mirada de la cazadora.
—He tenido mucha suerte de conseguirlo —era cierto, no era nada fácil encontrar apartamentos baratos en Freemont Springs—. El señor Stanley parece muy agradable.
—Después de que le has prometido que no harás ruido, que no te excederás utilizando la luz y la calefacción y que no llenarás más de una bolsa de basura a la semana.
Bella suspiró. Era cierto. El señor Stanley había establecido unas reglas que más le convenía no romper. Esperaba que los pañales desechables pudieran comprimirse como las latas de aluminio.
Sue suspiró.
—Necesitas un hombre, y no me refiero precisamente a Ralf Stanley.
¿Que necesitaba un hombre? Bella no estaba dispuesta a arriesgar de nuevo su corazón, sobre todo después de cómo la había abandonado Mike ante el primer indicio de responsabilidad.
—Ya tengo el único hombre que necesito; tiene tres semanas y duerme como un ángel —no pudo evitar sonreír.
Sue le devolvió la sonrisa.
—Tu hijo es un ángel —dijo, acercándose a la cuna.
Bella se acercó un poco más a la cama. La manga de la cazadora de Edward Cullen asomaba por debajo de la gruesa almohada. Sus dedos se cerraron en torno al suave ante.
—¿Qué tenemos aquí? —Bella dio un respingo al oír la voz de Sue. Se volvió hacia ella, bloqueando la vista de la chaqueta con su cuerpo. Sue sostenía en la mano un chupete.
Bella tragó.
—Venía incluido en el lote de regalos para el primer bebé del año —movió la cabeza—. Al bebé no le gusta.
—A mi marido no le gustaba que nuestros niños usaran chupete.
Bella se sentó en la cama a la vez que tiraba de la manta para cubrir la cazadora. Sonrió.
—Al menos yo no tengo esa preocupación.
Sue la miró fijamente unos instantes.
—Eres más valniente que yo.
Bella simuló no entender.
—¿Una viuda que supo salir adelante y poner en marcha un negocio con éxito? ¡Tú si que tienes valor, Sue!
—Yo conté con mi marido para ayudarme a criar a los niños. Un hombre que me amaba y que amaba a sus hijos.
Bella agarró con fuerza la manga de la cazadora.
—Estoy bien así, Sue.
«Nunca admitas lo contrario».
La mujer mayor volvió a suspirar.
—Tengo que volver a la tienda —dijo, reacia.
Bella vio con alivio que su amiga se encaminaba hacia la puerta.
—Adiós, Sue —dijo—. Nos veremos esta tarde durante mi turno.
Sue se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.
—¿No te sientes sola, querida? —preguntó con suavidad—. No tiene nada de malo admitirlo.
Tras años de práctica, Bella sonrió automáticamente.
—Estoy perfectamente, Sue. No te preocupes.
Sue asintió y salió del apartamento.
Involuntariamente, Bella sacó la cazadora de debajo de las almohadas y enterró el rostro en ella. Olía a Edward Cullen, una fragancia masculina que resultaba casi como magia para alejar la…
Se negaba a pensar en aquella palabra.
—Soledad —susurró en alto.
Soledad… soledad… soledad…
El temido pensamiento hizo eco entre las cuatro paredes. Soltó la cazadora, que cayó al suelo. Tal vez era aquella prenda la culpable de su inhabitual debilidad. Había habido dudas en medio de la noche. Un vacío interior, incluso mientras sostenía a su queridísimo hijo entre los brazos.
La cazadora debía desaparecer. Hoy.
Porque Bella Swan nunca admitiría la soledad que sentía.


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