ACTUALIZACION CONSTANTE

sábado, 21 de enero de 2012

El primer bebé del año - Final

Capítulo 11
Edward sabía que había cosas peores que verse recluido en una pequeña casa ranchera en medio de la nada, pero en aquellos momentos no se le ocurría nada. De manera que, tres días después de que Bella se fuera con Eddie, y la tarde que recibió por correo su copia del acuerdo prenupcial hecha pedazos, decidió retomar su anterior vida.
Llamó a Emmett. Quedaron en el club Route esa misma noche, la noche anterior al Día de San Valentín, una fecha tan buena como la otra, incluso mejor, para un playboy reclamando su terreno.
Se encontró con Emmett esa tarde a las ocho. La vida nocturna de los clubs no solía ponerse en marcha hasta más tarde, pero Edward había querido escapar del silencio de la casa cuanto antes.
—Lo vamos a pasar bien esta noche —dijo, forzando una sonrisa—. Nuestros problemas van a desaparecer.
Emmett lo miró con gesto escéptico.
—Lo que tú digas, colega —señaló un rincón del local—. Tenemos una mesa allí.
Emmett sabía cómo ayudar a un amigo que lo necesitaba. No sólo tenía una mesa reservada, sino que además había dos bellas mujeres que Edward no conocía esperándolos en ella. Una de ellas parecía menor de edad, pero Edward averiguó pronto que había cumplido los veintiuno y que era la hermana de un antiguo compañero de clase. Cuando el grupo del local empezó a tocar, la sacó a bailar.
—¿No estabas casado? —preguntó la joven, Randi.
Se había presentado así. «Randi, con i latina».
Edward tensó los hombros para no dejarle acercarse.
—No salió bien —contestó—. ¿Te importa que hablemos de otra cosa?
—No, no me importa —Randi, que decía ser la jefa de animadoras del equipo de la universidad local, tenía una boca perfecta para mascar chicle y hacer pompas—. ¿Sobre qué, por ejemplo?
«Sobre cómo estará hoy Eddie», pensó Edward. «Sobre mi anillo de casado, que parece pegado a mi dedo».
Suspiró.
—¿Te importa que dejemos de bailar? La verdad es que no me apetece demasiado.
Randi no protestó cuando la acompañó de vuelta a la mesa. Luego, Edward trató de dejar a Emmett y a sus amigas para ir a jugar al billar, pero Elijan lo sujetó por el brazo y le hizo sentarse.
—Estás damas han sido lo suficientemente amables como para acceder a quedarse con nosotros —dijo con firmeza—. Lo menos que puedes hacer es mostrarte sociable.
Sociable. Edward sabía que siempre había sido un hombre sociable. El joven y brillante hijo de la familia Cullen. Siempre moviéndose por la superficie de las relaciones, sin acercarse ni por asomo a la posibilidad de poner un anillo en el dedo de una mujer, alejándose siempre antes de que las cosas se volvieran demasiado serias.
Pero en esta ocasión había aprendido que dolía mucho que lo dejaran a uno.
Dio un largo trago a su cerveza. Las mujeres comenzaron a charlar, comparando el aspecto del batería del grupo con Lauren Kilmer. Edward trató de imaginar a alguna de ellas embarazada, sola, conduciendo a través del país y manteniéndose a cambio de un trabajo en una panadería. No era justo hacer comparaciones, pensó. Nadie era Bella.
Para distraerse de aquellos pensamientos, se volvió hacia Emmett y dijo:
—Ya está bien de esconderme. Mañana iré a verte y pondremos en marcha nuestro plan para la expansión del rancho. ¿No tenemos otra reunión en el banco la próxima semana?
Emmett alzó las cejas.
—¿No me habías dicho que Bella había roto vuestro acuerdo prenupcial?
—Sí —Edward ignoró una repentina punzada—. ¿Y qué?
—Ya te lo dije hace unos días. Tu abuelo estaba tratando de hacer que confesara la verdad sobre vuestro falso matrimonio.
—Sí, sí —replicó Edward, impaciente—. ¿Y?
Emmett movió la mano ante el rostro de su amigo.
—Hola, ¿me oyes? ¿No crees que lo sucedido significa que ya se lo ha contado a Carlisle? No creo que tu abuelo vaya a darte ahora tu dinero.
Edward parpadeó. Había oído lo que Emmett le dijo sobre el intento de soborno de Carlisle, pero no se había detenido a pensar en ello. Había estado demasiado ocupado lamentando la marcha de Bella.
—¿Qué quieres decir exactamente? —preguntó.
Emmett miró a sus dos acompañantes, que seguían charlando animadamente.
—Que Bella te ha vendido.
Edward rió.
Emmett alzó de nuevo las cejas.
—No te engañes, Edward. Elegiste casarte con ella porque necesitaba seguridad, el dinero que podías ofrecerle. ¿Por qué no iba a aprovecharse de ello?
Edward volvió a reír.
—No conoces a Bella. No la conoces en absoluto.
Emmett apoyó la espalda contra el respaldo del asiento y se cruzó de brazos.
—Pues cuéntame.
—Desde el primer momento que la vi despertó mi instinto de protección —dijo Edward—. No sé si fue su raído abrigo, su aspecto desbrido, o qué —recordó las manos de Bella aferrándose a él mientras daba a luz—. Por algún motivo, me sentí responsable de ella y de Eddie casi al instante —pensó en Bella en su cama, en el brillo de sus ojos—. Y la deseé.
—¿Qué tiene eso que ver con el precio de las patatas y aceptar el soborno de Carlisle? —preguntó Emmett en tono irónico.
—Te estoy diciendo que la conozco —replicó Edward—. Bella no haría algo así. La conozco. Confío en ella.
La última frase cayó en un pozo de silencio.
Luego, las palabras empezaron a girar velozmente en la cabeza de Edward, enlazándose con otras que acababa de pronunciar. Protección. Responsabilidad. Deseo.
Confianza.
Protección. Responsabilidad. Deseo. Confianza.
¿En qué se resumía todo aquello?
Amor.
Siempre había sido lento comprendiendo ciertas cosas. Hasta ahora no había comprendido a qué se debían aquellos sentimientos.
—Estoy enamorado de ella —dijo, finalmente.
Emmett sonrió.
—Sabía que acabarías por descubrirlo tú sólito.
Evelyn abrió a Edward la puerta de la casa de su abuelo. Aunque a esa hora de la tarde se suponía que ya no estaba trabajando, Edward no se sorprendió al verla, ni ella tampoco al verlo a él.
—El señor Cullen está arriba, en su despacho —dijo el ama de llaves.
Edward subió las escaleras. El sonido de sus pasos quedó apagado por la mullida alfombra, pero sabía que su abuelo estaría esperándolo. Evelyn le habría comunicado su llegada por el interfono.
Llamó a la puerta del despacho.
—Adelante, Edward.
Edward sonrió para sí. Casi nunca cruzaba el umbral de aquella puerta sin cierta actitud de disculpa. Pero había llegado la hora de enfrentarse cara a cara con su abuelo.
Carlisle Cullen parecía tan formidable como siempre sentado tras su escritorio. Edward movió la cabeza.
—Ese ceño fruncido casi hace que me tiemblen las rodillas —dijo, en un tono cariñosamente burlón.
Carlisle bufó.
—¿Casi? —murmuró—. Debo estar perdiendo cualidades.
Edward volvió a mover la cabeza.
—Eso nunca, abuelo —tras ocupar el sillón que se hallaba frente al escritorio, respiró profundamente—. No quiero trabajar en Cullen Oil Works, abuelo. Me casé para librarme del trabajo, pero eso fue…
—Una chiquillada.
Carlisleba a decir que fue una cobardía, pero «chiquillada» sonaba mucho mejor.
—Quiero que sigas en el negocio, hijo.
—Lo sé, abuelo.
—Y sin James, ¿quién…?
—Tú, abuelo. Y después, la próxima persona que encuentres que ame tanto el negocio como tú.
—Pero con James…
Edward dio una vigorosa palmada en el brazo del sillón.
—¡Pero con James, nada! ¡Esto es sobre mí y mi vida! He estado muy enfadado con él por haber muerto, pero ahora creo que ya lo he superado —se puso en pie y comenzó a caminar de un lado a otro del despacho—. Porque, al menos, la muerte de James me enseñó algo. ¡Es mejor no esperar a que llegue el momento adecuado para empezar a vivir de verdad!
Y lo que había estado haciendo hasta entonces era jugar. En el trabajo. Con las mujeres. Incluso tras la muerte de James, había estado tan empeñado en evitar sus propios problemas y sentimientos que no había reconocido que lo que sentía por Bella era amor.
—Así que crees que por fin has madurado, ¿no? —preguntó Carlisle con aspereza.
Edward pensó en su compromiso con Emmett y el rancho, en la profundidad de sus sentimientos por Eddie y Bella.
—El matrimonio puede producir ese efecto —dijo, con calma.
—Tal vez —contestó su abuelo.
Su boca no sonrió, por supuesto, pero Edward habría jurado haber visto en ella una sonrisa de todos modos.
¿Cómo se encuentra a una esposa huida?
Se empieza por el lugar en que uno la encontró. Técnicamente, esa era la casa del abuelo de Edward, pero éste pensó que sería más lógico empezar por la panadería. Bella estaba con Sue y Leah antes de casarse, y podía haber vuelto allí.
Por supuesto, el día de San Valentín no era el más adecuado para acudir a una panadería pastelería. A través de los escaparates, Edward vio que el local estaba abarrotado.
Entró pensando que ni siquiera iba a poder acercarse a Sue y a Leah para preguntarles lo que quería. Estaba a punto de volver a salir cuando la muchedumbre se apartó para dejar pasar a alguien con un gran pastel. Tras éste caminaba una mujer bajita.
Edward estuvo a punto de tragarse la lengua. ¡La enfermera ratón!
Para evitar mirarla a los ojos, apartó la vista. Hubo otro movimiento de gente y entonces la vio. La más bella visión. Pelo rubio, dulce sonrisa. Bella.
El muro de gente volvió a cerrarse. Edward respiró profundamente, preguntándose qué hacer. Colarse resultaría imposible. Gritar, ridículo.
Ser un cliente. Eso le garantizaría unos momentos con ella. Rápidamente fue a tomar un papel de turno. El ochenta y ocho.
—¡Número veintiséis! —oyó que exclamaba Sue desde el mostrador.
Edward gimió. Una mujer que estaba a su lado lo miró sIrinaramente. Edward le dedicó su sonrisa más encantadora.
—¿Qué número tiene usted?
—El treinta —contestó la mujer, impertérrita.
Edward sacó su Withlocka.
—Le doy cincuenta dólares por él.
La mujer se apartó de él, asustada.
—Ni hablar.
Un adolescente con un aro en cada oreja se volvió hacia él.
—Yo tengo el veintisiete.
Edward le alcanzó un billete de cien dólares. El muchacho lo tomó y salió corriendo hacia la puerta, como temiendo que Edward cambiara de opinión.
—¡Número veintisiete!
Edward avanzó hacia el mostrador y se encontró con…
Sue.
—¿Qué puedo hacer hoy por ti? —preguntó la amable mujer, dedicándole una radiante sonrisa.
Cerca de ella, atendiendo a otra cliente, la afortunada veintiséis… estaba su esposa.
—He venido a hablar con Bella.
Ella lo miró, luego miró a Sue y negó frenéticamente con la cabeza.
—Sí quieres algo, yo te atenderé —dijo Sue con firmeza.
—Quiero recupera a mi mujer y a mi hijo.
Bella se ruborizó intensamente mientras envolvía cuidadosamente una caja. Sue frunció el ceño.
—Me refiero a algo de comer, joven.
—Sólo quiero hablar con Bella, Sue. ¿Y dónde está Eddie?
Sue se suavizó.
—Ahí mismo, durmiendo como un corderito.
Edward vio a través de los cristales de un alto mostrador al bebé, plácidamente dormido en su sillita. «Mi hijo», pensó, sintiendo cómo se henchía su corazón.
Miró a Bella.
—Me porté como un idiota, ¿de acuerdo? Vuelve conmigo.
Ella negó con la cabeza.
—Ahora no, Edward —la clienta a la que atendía comenzó a hablar con ella.
—Entonces, ¿cuándo…?
Sue volvió a interrumpirlo.
—¿Quieres comprar algo de comer, o no?
Edward se pasó una mano por el pelo.
—Una tarta. Con una inscripción.
—Esos encargos hay que hacerlos con veinticuatro horas de antelación.
Edward habló entre dientes.
—Dame un respiro, ¿de acuerdo? ¿No te gustan los finales felices?
Sue sonrió candorosamente.
—Sí, cuando alguien se esfuerza por lograrlos —su expresión se suavizó—. ¿Qué quieres que diga la tarta, Edward? Creo que podré convencer a Leah para que la haga rápidamente.
Edward pensó deprisa.
—Para Bella. Puede que al principio fuera un matrimonio de conveniencia. Puede que no supiera lo que significa ser un marido, un padre, pero…
—¡Para, para! —dijo Sue, riendo—. Creo que ni nuestra tarta más grande daría para escribir todo eso. Escribiremos un resumen.
Edward empezaba a ponerse nervioso. Nada estaba saliendo como pretendía. Quería a su esposa en sus brazos y a su hijo en la sillita con la rueda estropeada que debería haber arreglado hacía semanas.
—Apiádate de mí, Sue.
—Edward…
Al oír a Bella, Edward se volvió hacia ella como una exhalación.
—¿Sí?
Ella señaló a la mujer que estaba atendiendo, la cliente número veintiséis. Por la abertura de su abrigo, Edward vio el típico uniforme de enfermera. Una compadre de la enfermera ratón.
—Esta es Jenny Campbell —dijo Bella.
Edward parpadeó. ¿Presentaciones en un momento como aquel?
—Ella fue mi instructora de parto.
Desconcertado, Edward miró a Bella y percibió un destello de excitación en sus ojos.
—Mi instructora de las clases de parto —repitió ella—. Y acaba de decirme que una vieja conocida mía ha ingresado en el hospital para dar a luz.
Edward tardó unos segundos en captar lo que quería decirle Bella. Entonces comprendió. Victoria. De parto.
Tomó a Bella de la mano, dispuesto a sacarla por encima o por debajo del mostrador.
—Tienes que venir conmigo —miró a Sue, sonriendo—. Y necesitaremos otra tarta. Una en la que ponga «¡Bienvenido al mundo, bebé Cullen!».
Bella conducía. Edward ocupaba el asiento de pasajeros junto a ella y toqueteaba los mandos de la calefacción.
Eddie iba tranquilo en su silla; ese era el motivo por el que iban en el coche de Bella y no en el todoterreno de Edward.
Por supuesto que ella debería haberse quedado en la panadería. Pero la excitación de Edward al saber que había aparecido Victoria resultó muy contagiosa. Antes de salir, él había llamado a su abuelo y a Alice, que seguía en Freemont. Quedó con ellos en el hospital.
Un aire apenas templado surgió de las toberas. Edward maldijo entre dientes.
—Necesitas un coche nuevo. Necesitas un nuevo abrigo. Tienes que dejarme arreglar el carrito de Eddie. O, mejor aún, compraremos uno nuevo.
Bella sintió que el corazón se le subía a la garganta. Otra vez Edward el rescatador. Era a ése al que debía resistirse.
—Estamos bien con lo que tenemos —dijo.
Edward se pasó una mano por el pelo mientras se volvía hacia ella.
—¡Mira! —exclamó, señalando el cuello de Bella—. ¡Tienes la carne de gallina! —apoyó una mano en su muslo y lo frotó vigorosamente.
Bella respiró profundamente. A lo largo de su vida, sólo Edward la había mirado tan atentamente… o se había preocupado por ella con tanta dulzura.
Pero no la amaba.
En el aparcamiento del hospital, detuvo el coche sin apagar el motor.
—Este asunto atañe a tu familia —dijo, sin mirar a Edward—. Voy a volver a la panadería. Supongo que podrás regresar con alguien de tu familia.
Edward alargó una mano y giró la llave para apagar el motor.
—Lo que atañe a mi familia te atañe a ti también. Tu sitio está a mi lado.
Bella tuvo que mirarlo. No se había fijado en que aún llevaba su anillo de casado. Ella también llevaba el suyo.
Sus manos empezaron a temblar y tuvo que aferrarse al volante para ocultarlo.
—Ya hemos pasado por esto, Edward.
Él se pasó ambas manos por el pelo.
—Pensaba que podríamos ocuparnos de esto después de ver a Victoria.
—¿Ocuparnos de qué?
Eddie empezó a lloriquear, Bella se volvió para tomarlo en brazos, pero Edward apoyó una mano en su hombro.
—Déjame hacerlo —dijo—. Probablemente sólo tiene frío —se volvió y sacó al bebé de su sillita. Junto su nariz con la de Eddie—. Hola, amiguito —sonriendo, metió al pequeño bajo su abrigo, de manera que sólo asomaban sus ojitos y su nariz.
Bella temió que su corazón se rompiera.
Pero no podía volver a Edward por razones equivocadas.
Él debió percibir el dolor de su expresión, porque alargó una mano y la colocó bajo su barbilla.
—Siento haberte hecho infeliz.
—«Puedes dejar un tronco en el agua tanto como quieras. Nunca se convertirá en un cocodrilo» —murmuró Bella.
La mandíbula de Edward se tensó.
—Empiezo a cansarme de tanto refrán. ¿Qué se supone que quiere decir ese?
Bella se encogió de hombros.
—Que no debería haber esperado que te convirtieras en algo que no eres.
—El playboy no puede convertirse en padre y marido —Bella asintió sin decir nada—. ¿Y si el playboy madura? ¿Y si de pronto comprende que sólo ha estado rozando la superficie de la vida y decide que debe empezar a vivir plenamente? —Eddie miraba a Bella con la misma seria intensidad de Edward. Éste siguió hablando con voz ronca—. ¿Y si el hermano del playboy murió a los treinta y cinco años y luego él atestiguó el nacimiento de un bebé y a la vez encontró a una mujer con coraje, fuerza y belleza? ¿No le cambiaría eso?
Bella tragó con esfuerzo. Su voz también surgió ronca cuando habló.
—Claro que le cambiaría. Pero podría seguir sin creer en el amor.
—Porque nunca lo había experimentado —Edward tomó una mano de Bella, se la llevó a los labios y la besó con ternura—. He sido un idiota, Bella. Todo lo que he sentido… todo lo que me haces sentir… no sabía… —se interrumpió y presionó la mano de Bella contra su pecho.
Ella sintió los poderosos latidos de su corazón. Pero tenía que escuchar las palabras. Tenía que oírlas para saber con certeza.
—¿Edward?
El corazón de Edward latió más deprisa.
—Te quiero, Bella. Antes no sabía cómo definir lo que sentía, pero tienes que creerme. De lo contrario no me habría sentido tan triste y desasosegado después de que te marcharas.
El corazón de Bella latió al unísono con el de él.
—Tienes formas muy retorcidas de conseguir lo que quieres —murmuró. No podía ser. Edward no podía amarla realmente.
—Vamos, cariño —dijo él, acariciándole el pelo—. ¿No puedes creer que alguien te quiera? Porque yo te quiero. Te quiero mucho.
¿Alguien la quería? ¿Edward? Resultaba difícil de creer. ¿Bella Swan, llamada así por la enfermera que la encontró abandonada ante la entrada del hospital Swan, podía ser amada, realmente amada?
Era lo que había buscado toda su vida.
Y allí estaba el amor, ante ella, como un juguete brillante que no podía tener.
«Si quieres algo más que nada en el mundo, estate preparada para jugártelo todo». Alice también había dicho eso. Y ella quería al maravilloso hombre que estaba a su lado, con su bebé en brazos, más que a nada en el mundo.
—Si te doy mi amor… —si se lo daba todo, ¿cómo la correspondería él? ¿Con coches nuevos, abrigos nuevos, cosas para hacerla supuestamente feliz?
—Te corresponderé con el mío —replicó Edward.
Los ojos de Bella se llenaron de lágrimas, pero sonrió.
—Es cierto que me quieres.
Edward sonrió, feliz.
—Claro que te quiero —se inclinó hacia ella y le dio un rápido beso—. ¡Puf! El tronco se convierte en cocodrilo —su sonrisa se ensanchó—. Es una nueva versión de la rana y el príncipe.
Bella rió, luego lloró y después secó sus lágrimas en el hombro de Edward cuando éste la tomó entre sus brazos. Cuando Eddie protestó al empezar a sentirse el interior de un sándwich entre sus padres, éstos se apartaron y fueron al hospital. Ese día estaban teniendo lugar muchos asuntos importantes.
Tomados del brazo, fueron a la sala de espera de maternidad. Carlisle Cullen y Alice estaban allí, con sus rostros relucientes.
Bella sonrió a ambos. Eran su familia.
Se volvió hacia Edward, que llevaba a Eddie en brazos. Sus hombres.
—Me ha gustado esa sonrisa —murmuró su marido.
—Te quiero —contestó ella.
Un click y un destello acompañaron el beso de Edward, aunque pasaron desapercibidos para Bella.
Y el momento hizo una bonita foto en la siguiente edición del Freemont Springs Daily. El día de San Valentín había estado lleno de excitantes acontecimientos para la familia Cullen.
Los habitantes de Freemont suspiraron viendo el amor que manifestaba el ex playboy Edward Cullen por su reciente esposa.
Sue y Leah se sintieron felices por la joven que habían tomado bajo su protección.
El doctor Mercer Manning, especialista en cirugía dental, inspeccionó detenidamente las encías del bebé de Edward y Bella, que sonreía a la cámara. ¡Y pensar que ese mismo día había nacido otro niño Cullen, el hijo de James! El doctor Manning se frotó las manos y sonrió para sí. Ah. Otra generación de trabajo dental.
La vida era maravillosa.




Fin

martes, 17 de enero de 2012

Reviposter de Amanecer




REVIPOSTER ESPECIAL LA SAGA CREPUSCULO AMANECER
MEGA POSTER GIGANTE
SINOPSIS/PERSONAJES/CURIOSIDADES
IMAGENES DE LA GRAN SAGA!!!!
+ 4 MINI POSTERS DE COLECCION
CARACTERÍSTICAS:
FORMATO ABIERTO: 57 X 84
FORMATO CERRADO: 21 X 29
PLIEGO DE 16 PAG.
PAPEL ILUS 115Grs. A 4 COLORES








sábado, 7 de enero de 2012

EPBDA - Capítulo 10

Capítulo 10
Edward no quiso escuchar más a Emmett. Lo acompañó a la puerta y luego cerró ésta tras él.
Luego comprobó que Bella había cerrado por dentro la puerta del dormitorio. Cuando la llamó, ella le dijo que quería estar un rato a solas. Salió de la casa dando un portazo. Frustrado y cansado permaneció un rato sentado en el todoterreno. Al mediodía fue a un bar donde tomó un par de cervezas mientras veía la televisión.
Cuando volvió a la casa del rancho, la única habitación que tenía la luz encendida era la de Eddie. Encontró a Bella allí, con una manta sobre los hombros, amamantando al bebé. Su corazón empezó a martillear contra su pecho. Cómo la noche anterior, verla alimentando al bebé lo excitó.
La miró al rostro. Su expresión era estudiadamente impenetrable y sus ojos carecían de su habitual brillo. Sintió una desesperada urgencia de estrecharla entre sus brazos.
—¿Qué te sucede, cariño? —preguntó, acercándose a la cama.
—No —dijo ella en voz baja, alargando una mano—. Eddie está casi dormido.
Edward se quedó quieto, mirándola, como si temiera perderla de vista. Sus ojeras le preocupaban. En el bar, se había convencido a sí mismo de que su negativa a seguir casada con él se había debido a puro nerviosismo. Creía que podía hacerle cambiar de opinión.
Bella necesitaba lo que él podía ofrecerle. Si volvía a tocarla, a acariciarla, podría atarla a él.
Con exquisita ternura, Bella bajó de la cama y dejó al bebé en la cuna. Edward fue hasta allí y miró al bebé por encima del hombro de su madre. El pelo del bebé empezaba a oscurecerse.
«Se parece a mí», pensó, y no le pareció un pensamiento extraño.
Bella se encaminó hacia la puerta del dormitorio. Edward no la siguió. Ella apagó las luces, pero él permaneció en guardia. Eddie dormía pacíficamente. Lo mismo hacía él a aquella edad, ignorante de que sus padres habían muerto en un accidente en el mar.
¿Habrían estado sus padres junto a su cuna poco antes de morir? ¿Le habrían hecho promesas que no pudieron mantener?
Pero él sí podía hacer algo por Eddie… si Bella aceptaba. La encontró en la cocina, sentada en la mesa de espaldas a él, sosteniendo entre las manos una taza de té.
Edward quiso tocarla, abrazarla protectoramente.
—Bella.
Ella se volvió a mirarlo por encima del hombro.
Edward dijo lo primero que se le vino a la cabeza.
—Eddie es precioso. Tú eres preciosa.
—Oh, Edward —Bella apretó la taza con fuerza, como si necesitara algo a lo que agarrarse.
Él se acercó. Como presintiendo su cercanía, Bella se levantó rápidamente de la silla y se volvió.
—¿Qué quieres?
Tocarla. Acariciarla. Si lo hacía, ella no podría separarse. Pero había una extraña inquietud en su mirada.
—¿Tienes hambre? —preguntó Bella al ver que Edward no contestaba.
—No. He tomado algo en el bar. ¿Y tú? ¿Cómo estás?
Bella movió la cabeza.
—Tengo frío.
«Yo podría darte calor. Es lo que ambos necesitamos».
El instinto le dijo a Edward que las palabras bonitas no funcionarían. Dio un paso adelante y Bella se apartó hacia el fregadero. Dejó la taza en la encimera y abrió rápidamente la nIrinara.
—Pensaba que tenías frío —dijo Edward. La parte trasera del cuello de Bella lo atrajo como un imán. Se acercó silenciosamente.
Bella se irguió, y al volverse se topó de bruces con él.
—¡Me has asustado!
—¿Por qué? —preguntó Edward. El corazón le latía locamente en el pecho. No quería andarse con rodeos. Quería estar dentro de ella. Así no podría irse.
—No… no sabía que estabas ahí —Bella se humedeció el labio inferior con la lengua.
Edward sintió que su entrepierna se tensaba.
—Estoy tratando de ser todo lo civilizado que puedo respecto a esto, Bella.
Ella parpadeó y volvió a humedecerse el labio.
Edward pensó en su boca. En su lengua dentro de ella. En esa otra parte de su cuerpo dentro de esa otra parte del de ella. Caliente y húmeda…
Si la tocaba, podría retenerla.
Sus manos encontraron los frágiles hombros de Bella. Sus bocas se encontraron. Ella lo besó como si también tuviera dificultades para mostrarse civilizada.
Edward se apartó, respirando pesadamente. Los ojos de Bella, aún ensombrecidos, habían recuperado en parte el brillo turquesa que revelaba su deseo.
Tomó sus manos y las apoyó contra su pecho.
—Siéntelo —dijo, por encima del rugido de su pulso en sus oídos. ¿Sabía Bella que la protegería de cualquier cosa, de cualquiera… excepto de sí mismo?
Ella extendió las palmas de las manos sobre su pecho. Se puso de puntillas. Su boca se abrió para él.
La civilización se esfumó.
Los dedos de Edward buscaron torpemente la cintura de los vaqueros de Bella. Los soltó, le bajó la cremallera, metió la mano bajo sus braguitas y encontró su calor mientras exploraba su boca con la lengua. Ella se arqueó hacia él, gimiendo.
Con la mano libre, Edward le subió el jersey. El cierre frontal de su sujetador cedió fácilmente. Enseguida sintió un pezón endureciéndose contra la palma de su mano, como si él también quisiera un beso.
Bella gimió. Aquel sonido alimentó el fuego en la sangre de Edward, le hizo empujar hacia abajo sus vaqueros y sus braguitas. Luego, en un instante, liberó su poderosa erección de sus propios pantalones. Buscó un condón en el bolsillo trasero, se lo puso y, sin apenas transición, alzó a Bella y la dejó caer lentamente sobre su palpitante deseo. Mientras la penetraba, su cuerpo gritó de placer y sus instintos le dijeron que Bella ya no podría decir que no iba a ser suya para siempre.
Tras alcanzar un jadeante y explosivo orgasmo, la llevó en brazos al dormitorio. Saciado, satisfecho de haberse hecho cargo de todos los detalles, se tumbó junto a ella.
Estaba sumergiéndose en un plácido sueño cuando ella habló.
—Eddie y yo nos vamos mañana.
Edward sintió que algo se desmoronaba en su interior. Repentinamente despejado, se volvió y encendió la luz de la mesilla.
—¿Qué? —preguntó, tenso, irguiéndose.
—Nos vamos mañana —repitió ella.
Edward negó con la cabeza.
—Te he acariciado —dijo, como si eso significara que no podía irse.
Bella no lo negó. Por supuesto que la había acariciado. La atracción y el deseo nunca había sido un problema entre ellos. No debería haber hecho el amor con él esa noche, pero Edward había acudido a ella, ardiente, y ella había querido saborear por última vez lo que él podía darle.
—Tú y Eddie os quedáis. Vamos a seguir casados.
Edward estaba acostumbrado a conseguir lo que se proponía. Pero Bella sabía que tenía que ser tan fuerte como él. Salió de la cama y trató de no ruborizarse mientras buscaba algo que ponerse. La bata de Edward estaba colgando de una percha del baño. Se la puso y volvió a enfrentarse con él.
—Tú no nos quieres. Este matrimonio fue un montaje para que pudieras librarte de tus responsabilidades.
—Eso era antes —dijo Edward con firmeza.
¿Sería posible que la amara?
—¿Antes de qué?
—Tú y Eddie necesitáis lo que yo puedo ofreceros. Seguridad. A Alice y al abuelo. Tú quieres eso.
—Pero tú no.
Edward se encogió de hombros.
—Seguiremos casados.
Bella quiso gritar de frustración.
—¿No te ha dicho nunca nadie que no se pueden sostener dos sandías bajo el mismo brazo?
Edward gimió.
—Ahora no, por favor. Estoy cansado, irritado. No me hagas pensar demasiado.
—Significa que no puedes tenerlo todo. No puedes querer liberarte de responsabilidades y a la vez cargarte con otras.
—¿Liberarme de responsabilidades? ¿Es eso lo que crees que estoy haciendo con Cullen Oils?
—No. Sí. No sé —Bella se sentó en el borde de la cama.
Edward golpeó ciegamente una almohada con el puño.
—No tienes ni idea.
Bella sí sabía que quería relajar el enfadado puño de Edward. Abrir su mano y besarlo para alejar los sentimientos que le dolían.
—Pues cuéntamelo, Edward.
—James murió.
Bella percibió un matiz de profundo cansancio en su voz.
—Lo sé.
Edward soltó una brIrina y áspera risa.
—Por supuesto que lo sabes. No estaríamos aquí y nada de esto habría pasado si James no hubiera muerto —tras un momento de silencio, se aclaró la garganta—. Nunca quise trabajar en la empresa. Nunca. Pero James insistió en que sería una buena experiencia para mí. Prometió que me apoyaría cuando quisiera dejarlo.
—¿No lo hiciste por tu abuelo?
Edward suspiró.
—Por él también. El abuelo y James me convencieron para que lo intentara.
Así era Edward. Se hacía cargo del negocio familiar porque alguien necesitaba que lo hiciera. Permanecía casado con una mujer porque ésta parecía necesitarlo.
—¿Y ahora?
Edward miró a Bella intensamente.
—¿Por qué no iba a dejarlo? ¿Por qué no? Alice lo hizo. James se ha ido. Y cuando murió supe que había perdido la posibilidad de que me sacara de allí, como prometió.
—Quieres el rancho con Emmett.
—Y el abuelo, quiera o no admitirlo, necesita volver a ocuparse de Cullen Oil.
—Así que volvemos a la necesidad, a Edward haciendo lo que otros necesitan.
—En eso estás equivocada. Por una vez, estoy haciendo lo que yo necesito. Cuando James murió comprendí que había llegado el momento de vivir mi vida.
—Y encontraste a la vez una forma de ayudar a tu abuelo —le recordó Bella.
Edward miró a lo alto, exasperado.
—Haces que parezca un boy scout. Deberías hablar con Emmett; él te explicaría la clase de insignias que he ganado.
—¿Por qué no me lo cuentas tú?
Edward extendió los brazos a los lados.
—Soy el soltero favorito de Freemont Springs. ¿No puedes adivinarlo?
Bella se retrajo. Pensar en Edward con otras mujeres dolía. Pero mostró una despreocupación que estaba lejos de sentir.
—Así que has vivido lo tuyo.
Edward se pasó una mano por el rostro.
—No del modo que piensas, Bella. Los boy scouts no somos precisamente tontos. Nunca me he comprometido con ninguna mujer. Nunca he querido atarme.
El corazón de Bella comenzó a latir rápido y furioso. ¿Entonces por qué quería seguir casado con ella? ¿Qué había cambiado? ¿Acaso la amaba? ¿Se lo diría? Tragó para aliviar su reseca garganta.
—Edward…
—Pero ahora las cosas han cambiado —Edward bajó la mirada hacia sus manos—. Está Victoria. Estás tú.
—¿Victoria? Creía que no sabías dónde estaba.
—No lo sabemos. Ese es el problema. Y no pienso permitir que tú vuelvas a pasar por eso.
Bella se pasó una mano por la frente.
—No comprendo.
—No voy a hacerte lo que le hizo James a Victoria —dijo Edward—. Dejó a su hijo y a la mujer que lo quería. Eso no va a volver a suceder.
—Eddie no es hijo tuyo —murmuró Bella.
—Hoy mismo lo he reclamado como mío. Además, lleva mi nombre.
Bella tuvo que sonreír.
—Sólo el nombre de pila.
Edward se encogió de hombros.
—Lo adoptaré.
Tenía respuesta para todo. Como en otras ocasiones, su confianza apabulló a Bella. Tuvo que hacer acopio de todo su Valor para decir lo que quería.
—¿Y… el amor?
El tono de Edward fue totalmente neutro.
—¿Qué pasa con él?
Bella sintió que el rostro le ardía.
—Tú no…
—No creo en él.
—¿No? —Bella apretó los puños en el interior de las mangas de la bata de Edward.
—Ya has oído lo que me ha llamado Emmett. Playboy. Para ser sincero, Bella, llevo bastante tiempo disfrutando de mis relaciones con las mujeres. Si existiera el amor, ¿no crees que ya lo habría encontrado?
—Pero…
—Sí, ya te he oído decirle al abuelo que me amabas. Puedes llamar como quieras lo que sientes por mí.
—Pero yo te…
—No hace falta que lo digas —interrumpió Edward—. No es lo que quiero de ti.
Y por eso tenía que irse Bella.
—¿Es que no comprendes, Edward? —dijo con suavidad—. Eso es todo lo que tengo para ofrecer.
Los refranes de Alice no paraban de pasar por la cabeza de Bella mientras permanecía tumbada en la cama del motel.
«Para evitar el humo, no caigas en el fuego». Ya era demasiado tarde para eso. El deseo por Edward ya la había quemado.
«No puedes devolver a la cáscara un huevo revuelto». Totalmente cierto. El deseo había llegado a convertirse en amor y nada podía hacer que eso volviera atrás.
«El amor, el dolor y el dinero no pueden mantenerse en secreto. Se traicionan pronto a sí mismos». Ahí era donde se había equivocado. Cuando le había dicho a Carlisle Cullen que estaba enamorada de Edward, lo había perdido.
Se frotó los ojos y deseó poder dormir en lugar de darle vueltas a la cabeza. Pero no dejaba de revivir el momento en que confesó su amor. Edward se había puesto tenso al oírle decirlo, y ahora ella sabía que fue en ese momento cuando decidió seguir casado.
Debería haberse sentido encantada. Unos meses atrás se habría conformado con ello.
Tal vez debería haberse conformado ahora.
Bajó de la cama y fue a mirar a su hijo a la cuna que le habían facilitado en el motel. Eddie dormía plácidamente.
Dejando a Edward, ¿estaría negándole a Eddie algo que necesitaba? ¿Algo que merecía tener?
Pensó en sus propios padres. En la persona, su padre o su madre, que la dejó en una caja ante la puerta de un hospital en Los Ángeles.
Qué sola debía sentirse esa persona…
Qué sola estaría ella sin Edward…
Pero Edward no la amaba. Edward no creía en el amor.
¿Era eso lo que había hecho posible que aquellas manos la abandonaran ante el hospital? ¿Porque no existía el amor?
Mirando a su hijo dormido, Bella sintió cómo se henchía su corazón.
Quien quiera que la hubiera abandonado ante el hospital estaba equivocado. Edward estaba equivocado. El amor existía. Claro que existía. Y merecía la pena luchar por él.
Había hecho lo correcto alejándose de Edward. Ella y Eddie encontrarían alguna forma de salir adelante. Rompería aquel absurdo acuerdo prenupcial y no aceptaría nada de Edward. No cuando lo único que quería de él era su amor.
El silencio que reinaba en la casa se parecía a la calma que sobrevenía tras una explosión. Edward se había sorprendido y enfadado al comprobar que Bella se había acostado con él esa noche teniendo las maletas preparadas en el armario. No había tardado más de quince minutos en abandonarlo.
No le había dicho a dónde iba. Él se había sentido demasiado irritado como para preguntárselo. Ahora estaba sentado en el sofá del cuarto de estar, escuchando en la oscuridad.
El teléfono sonó. Lo descolgó al instante.
—¿Bella?
—¿Se ha ido a bailar sin ti?
Emmett.
—¿Qué quieres? —preguntó Edward en tono receloso.
—Un par de cosas. Primero, ¿has dado por zanjada nuestra asociación?
Emmett sabía que haría falta más que su ironía para romper una amistad de décadas.
—Tenías razón —se obligó a decir Edward.
Emmett rió.
—No sabes cuánto me alegro de estar grabando esta conversación. Y ahora, hablando en serio, ¿qué ha pasado?
—Se ha ido —Edward notó cómo se le contraía el estómago al decir aquello.
—Bueno, los dos sabemos que eres un bruto, ¿pero por qué ha dicho ella que se iba?
«Porque no la correspondo», pensó Edward. Pero fue incapaz de decirlo en alto.
—¿Has estado… enamorado alguna vez, Emmett?
—Me conoces desde que tenemos siete años. ¿Has olvidado a Andrea Richards?
—Pero eso fue en octavo grado.
—Y yo estaba enamorado de ella —el tono de Emmett sonó totalmente sincero.
—Yo nunca he estado enamorado.
—Ya lo sé. Yo también te conozco hace veinte años.
—Entonces, supongo que crees en ello.
—Sí.
Edward apretó los dientes.
—Quiero seguir casado con Bella. ¿No es eso suficiente? Le he dicho que no quería que fuera otra Victoria.
—Tratas de hacerlo mejor que tu hermano James, ¿no?
Edward sintió la rabia revolviéndose en su interior.
—¡Yo no soy así!
—En ese caso, deberías ser capaz de dejar que se fuera.
Otra emoción se agitaba también en el interior de Edward.
—Tú crees en el amor —dijo, para asegurarse—. ¿Por qué yo no?
Emmett suspiró.
—No lo sé, amigo. Tal vez porque nunca viste a tus padres juntos. Tal vez porque no has encontrado la mujer adecuada.
—He conocido muchas mujeres buenas.
—Pero no la adecuada para ti. Alguna en la que puedas confiar.
—¿Confiar para hacer qué? ¿O para no hacer qué?
—Me lo estás poniendo difícil, amigo —protestó Emmett—. Me refiero a una mujer en la que puedas confiar porque quiera a Edward, no a Edward Cullen, tal vez —sonriendo, añadió—. O una mujer que se ría de ti cuando le hagas preguntas tan tontas.
Edward suspiró.
—Has dicho que llamabas por un par de cosas. ¿Cuál es la segunda?
—Carlisle.
El estómago de Edward se contrajo de nuevo.
—¿Le ha sucedido algo?
—No, no. Pero acabo de recibir una llamada suya.
—¿Y?
—¿Te ha dicho Bella que esta mañana ha tratado de sobornarla?
—¿Qué?
—Sí. Le ha ofrecido medio millón de dólares para que le contara la verdad sobre vuestro matrimonio.
Edward apoyó la cabeza contra el respaldo del sofá y gimió.
—Magnífico. ¿Y cómo es que te ha llamado Carlisle para contártelo?
—También ha tratado de sobornarme a mí. Esta mañana no consiguió nada de Bella.
Edward suspiró.
—Parece que lo has perdido todo, amigo —dijo Emmett.
—¿No sabes cómo hacer que un tipo se sienta mejor? —dijo Edward en tono irónico—. ¿Por qué has dicho eso?
—¿No crees que ahora Bella acudirá corriendo a tu abuelo? Ahora que no tiene un matrimonio, puede que necesite el dinero.

sábado, 31 de diciembre de 2011

EPBDA - Capítulo 9

Capítulo 9
El abuelo les estaba haciendo esperar. Edward se movió inquieto en el viejo sofá del rancho.
—Es una táctica —dijo, refunfuñando—. Llegar tarde le pone en situación de ventaja.
Bella sonrió serenamente mientras acunaba a Eddie en sus brazos.
—Hmm.
Edward se puso en pie.
—Sé que es una táctica. Yo mismo la he utilizado, pero sigue volviéndome loco.
—¿Y si lo único que sucede es que se ha retrasado? Lleva fuera un mes. Seguro que ha tenido que ponerse al día de muchas cosas.
Edward miró a Bella con gesto horrorizado.
—Te va a hacer picadillo, querida. Te estrujara hasta que no quede más que el aroma de tu champú.
Bella siguió sonriendo y acunando al bebé.
Edward gruñó.
—Está claro que no lo comprendes. El abuelo está buscando cualquier grieta, la mínima fisura. Para conseguir que se crea este matrimonio vamos a tener que hacerlo muy bien.
Los ojos color turquesa de Bella destellaron.
—¿Qué no es real en este matrimonio, Edward? ¿Qué parte debemos simular?
La mirada y las palabras de Bella hicieron que Edward volviera a sentarse. «¿Qué no es real en este matrimonio?» La noche pasada, en su cama, Bella había sido toda una maravillosa realidad.
Debería estar agradecido a su abuelo en lugar de dedicarse a refunfuñar. La inspección del viejo sería la última barrera a superar para conseguir hacerse con su fideicomiso. Cuando tuviera el dinero ya no necesitaría aquel matrimonio.
Bella y Eddie podrían comenzar su nueva vida. Él recuperaría su identidad perdida de playboy.
Ella encontraría un hombre con el que casarse de verdad.
«¿Qué no es real en este matrimonio?»
—¡Odio esto! —exclamó Edward.
Bella alzó las cejas.
—¿Te refieres a la espera?
—Por supuesto —espetó Edward—. ¿A qué me voy a referir si no?
—Ah, ya veo. Realmente eres el Lobo Feroz a la mañana siguiente.
Edward no pudo evitar sonreír. El recuerdo de la noche pasada era demasiado dulce y ardiente como para no revivirlo. Volvió a levantarse del sillón y se arrodilló ante la mecedora en que estaba sentada Bella. Con las manos en los brazos de la mecedora, detuvo su movimiento—Bella.
¿Qué decir a continuación? ¿Darle las gracias por haber sido tan complaciente? ¿Rogarle que volviera a serlo? ¿Hacerle otra promesa como la de la noche anterior: que sería ella la que decidiera cuándo acabaría aquello?
¿Qué sería más justo? ¿Qué estaría bien? ¿Qué podía decir cuando la realidad era que esperaba ansiosamente que su abuelo aprobara aquel matrimonio para poder terminar con él?
—Comprendes por qué estamos aquí, ¿verdad, Bella? —dijo, finalmente.
Ella asintió.
—Un hombre necesita recuperar el control de su empresa. Otro hombre necesita liberarse de ella.
—De la familia —corrigió Edward—. De las responsabilidades —tras una pausa, añadió—: Y también estamos aquí para que tú puedas recuperar tu libertad.
Los ojos de Bella se agrandaron. Edward se preguntó si era dolor lo que había percibido en ellos. Pero él no le había hecho promesas…
Un perentorio golpe sonó en la puerta delantera. Se miraron un instante. Luego, respirando profundamente, Edward se levantó. Bella también lo hizo.
—Tú quédate aquí —dijo, con expresión impenetrable—. Deja que yo abra.
Los primeros minutos fueron un lío de presentaciones. El abuelo, con aspecto cansado pero firme, entró con Alice a su lado. Edward gruñó interiormente, sin saber si la presencia de su hermana mejoraría o empeoraría las cosas.
Si no mejoraban, se vería en Cullen Oil Works para toda la vida y su abuelo moriría en breve de una mezcla de pesar por la muerte de James y aburrimiento por la jubilación.
El viejo magnate accedió a sentarse y a que le sirvieran una taza de café. Bella y Alice también querían café. Necesitando algo en que ocuparse, Edward insistió en prepararlo y servirlo. Luego se reunió con las dos mujeres en el sofá. Alice, embarazada de su primer hijo estaba hablando de bebés con una pálida Bella. ¿Habría estropeado las cosas hablándole de su libertad?, se preguntó Edward. El abuelo dio un sorbo a su café.
—¿Y bien? —dijo Edward a Carlisle.
El anciano gruñó.
Edward volvió a intentarlo.
—¿Ha habido suerte en Washington?
—No estoy aquí para hablar de eso —dijo Carlisle.
Edward supuso que eso significaba que no.
Carlisle volvió a quedarse en silencio.
Dos podían jugar a aquel juego. Edward ignoró a su abuelo y dirigió su atención a su hermana y a Bella.
—Y entonces mi marido… —estaba diciendo Alice.
—Tengo tres preguntas para ti —interrumpió Carlisle.
Edward se dispuso mentalmente para la batalla y alzó las cejas.
—¿Y cuáles son?
—No me refiero a ti, sino a ella —dijo Carlisle, señalando con la cabeza hacia Bella.
Bella permaneció muy quieta un momento y luego apoyó una mano sobre una de las de Alice.
—Discúlpame —dijo y se volvió hacia el anciano—. Lo siento, señor Cullen. ¿Me ha preguntado algo? En caso de que no lo haya captado, mi nombre es Bella.
Alice y Edward se miraron con una mezcla de asombro y diversión.
Carlisle frunció el ceño.
—¿Qué tiempo tiene el bebé… Bella?
Receloso, Edward se deslizó hacia el borde del sofá.
—¿Por qué metes a Eddie en esto?
—Eddie tiene seis semanas —contestó Bella con calma, ignorando la pregunta de Edward—. Y como su nieto ya le ha aclarado, no es suyo.
Carlisle se cruzó lentamente de piernas.
—¿Quién es el padre?
Bella se ruborizó.
—Yo soy el padre de Eddie —dijo Edward, tenso—. Él no es mi hijo, pero yo soy su padre. No más preguntas, abuelo.
Carlisle miró a su nieto con dureza.
Edward le sostuvo la mirada. Solía dejar que el viejo se saliera con la suya casi siempre, pero en lo referente a Bella y a Eddie no estaba dispuesto a hacerlo.
Alice, siempre capaz de alcanzar un lado más amable de su abuelo, rompió la tensión reinante empezando a hablar sobre bebés, sobre cómo hacerlos sonreír, sobre cómo bañarlos…
Edward se encontró respondiendo tanto como Bella. Sabía mucho sobre bebés, especialmente sobre Eddie. Acababa de decirle al abuelo que él era el padre del bebé. Cuando Bella y Eddie se fueran, se aseguraría de ver a menudo al niño.
Luego Bella empezó a preguntar a Carlisle cosas sobre los sitios importantes de Washington. El viejo incluso se molestó en contestar.
Alice dio un suave codazo a Edward.
—Lo has hecho muy bien, hermanito. Debería haberte visitado antes. Me gusta Bella.
—Tú también acabas de casarte. Supongo que comprenderás que quisiéramos algo de intimidad —Alice también estaba supervisando la construcción de una nueva casa en el rancho de su marido, Jasper. Edward había utilizado aquello como otra excusa para mantenerla alejada—. ¿Y cómo es que Jasper ha accedido a perderte de vista?
—Estoy eligiendo algunos muebles que el abuelo me ha ofrecido; entre otros, el escritorio de la abuela —Alice miró a su alrededor—. A vosotros también os vendrían bien unas cuantas cosas para la casa.
Edward no quería explicarle que sólo era un lugar temporal para una familia temporal.
De pronto, Alice abrió los ojos de par en par.
—¡Mira eso!
Edward volvió la cabeza y vio que Bella acababa de dejar a Eddie en sus brazos. No podía decirse que el anciano estuviera sonriendo, pero su rostro se había suavizado.
Edward no podía creerlo. El rostro de Bella relucía de orgullo por su hijo y cariño hacia Carlisle.
Estaba a punto de apartarse cuando el anciano la tomó por la muñeca.
—Tercera pregunta, jovencita.
Edward se tensó de inmediato.
—¿Amas a mi nieto?
Un zumbido invadió de pronto los oídos de Edward. Había llegado el momento de la verdad. El momento de hundirse o salir a flote, y hacía menos de media hora que prácticamente había echado a Bella mencionándole su libertad. Y después de haber disfrutado del mejor sexo de su vida.
¿Quién podía culparla si tomaba el camino fácil y le decía a Carlisle que aquel matrimonio era una farsa?
Ella no quedaría en peor situación y él se vería atado a Cullen Oil Works durante tres años más, sino para siempre.
Por encima del zumbido, oyó la voz de Bella.
—Última pregunta, ¿de acuerdo?
Carlisle gruñó a modo de asentimiento.
—¿Lo amas? —volvió a preguntar.
Edward resistió la urgencia de agitar su cabeza como un perro para librarse del ruido en sus oídos. Alice se inclinó hacia adelante.
Tan sólo un lIrina matiz de color en las mejillas de Bella delató cierta incomodidad. Volvió la cabeza y su mirada encontró la de Edward. El azul turquesa era un bello color.
—Sí —dijo—. Sí, amo a Edward.
El abuelo apoyó la espalda contra el respaldo de la mecedora.
Alice suspiró y se relajó de nuevo sobre el sofá.
El zumbido desapareció de los oídos de Edward y la habitación quedó repentinamente silenciosa.
Bella volvió a ocupar su lugar junto a Alice. Segundos después estaban hablando de embarazos y bebés. Carlisle sostenía en silencio a Eddie, que parecía mirar sus pobladas cejas con fascinación.
—Ojala estuviera aquí James —dijo Alice, y abrazó impulsivamente a Bella—. O al menos Victoria —añadió con un suspiro—. Espero que se encuentre bien.
Con aquellas palabras y aquel pequeño suspiro, una certeza sólida como una roca se formó en la mente de Edward. Se puso tenso, como esperando que un lazo fuera a rodearle el cuello. En cualquier momento perdería el aire. Porque, de pronto, supo la verdad.
Nadie iba a conseguir su libertad ese día. Ni ningún otro día.
Sí, tal vez lograra librarse por fin de Cullen Oil Works, pero estaba metido en aquel matrimonio para toda su vida.
Bella había dicho que lo amaba.
¡Había dicho que lo amaba!
Desde el momento en que la conoció le costó separarse de ella. Podría haberla dejado en la sala de urgencias, pero volvió al hospital.
Podría haberle enviado un ramo de flores. En lugar de ello, fue en persona y acabó sujetándola de las manos mientras ella daba a luz un hijo que él ahora consideraba suyo. Creía que su alianza sería temporal.
Pero Bella era a la vez tímida y sensual, y lo necesitaba. Lo necesitaba como padre de su hijo. Lo necesitaba a él y a la familia que él podía ofrecerle con Alice y el abuelo.
Por alguna extraña razón, no dedicó ni un sólo pensamiento al peso de la responsabilidad que suponía aquello.
—¿Edward? —dijo Alice—. ¿Tú qué piensas?
Edward no sabía de qué estaban hablando. Pero sabía que estaba casado con Bella para siempre.
Y esperaba que entre todas las cosas que podía darle, seguridad, un hogar, una familia, calor en la cama por las noches, ella no se fijara en la única que no podía ofrecerle.
Su corazón.
Bella dejó escapar un suspiro de alivio cuando Edward cerró la puerta. Carlisle y Alice se habían ido.
Edward le tocó el hombro.
—¿Estás bien? —preguntó—. Ha sido más duro de lo que esperaba.
Bella se encogió de hombros. El encuentro con Carlisle había sido más duro de lo que Edward sabía. El anciano la había arrinconado en la cocina antes de irse.
—Alice siempre decía que si metes la nariz en agua también te mojarás las mejillas.
Edward hizo una mueca.
—Creo que eso lo entiendo.
—Significa que yo me lo he buscado —todo. Cuando aceptó casarse con Edward, estaba aceptando interpretar el papel de esposa ante su familia. Pero entonces no sabía lo que iba a llegar a sentir por él.
Edward dio una palmada animadamente.
—Creo que deberíamos celebrarlo. Sé que el abuelo está satisfecho.
—Yo no estaría tan segura de ello —dijo Bella. Antes de irse, Carlisle Cullen le había ofrecido medio millón de dólares para que le dijera la verdad sobre su precipitado matrimonio.
—¿Por qué dices eso?
Bella no sabía si contárselo. Había rechazado el dinero, por supuesto, y había vuelto a asegurar a Carlisle que amaba a Edward. Incluso le había dicho que quería seguir siendo la esposa de Edward para siempre.
Había dicho la verdad.
No estaba segura de querer repetir aquello a Edward.
—Yo…
En ese momento sonó el timbre de la puerta. Era Emmett, que pasó al interior con una caja de donuts en la mano.
—Hola. Acabo de cruzarme con Carlisle en su flamante Cadillac. ¿Estaba…?
—Llegas en el momento preciso. Estamos de fiesta.
Al parecer, Emmett siempre estaba dispuesto para una fiesta. Mientras iba a su coche a por algunos CDs, Bella preparó otra cafetera. Poco después se encontró comiendo donuts y riendo las bromas de los dos hombres.
Al oír la danzarina melodía de un violín, Emmett la tomó de la mano y bailó con ella en torno a la pequeña cocina. Bella tropezó con la encimera, con la nevera, con la mesa… y acabó sentada en el regazo de Edward.
—Te estás divirtiendo demasiado sin mí —susurró él junto a su oído.
Bella se estremeció. El cálido aliento de Edward en el cuello le recordó la noche pasada.
Emmett se dejó caer en una silla junto a la mesa.
—¡Hace años que no bailo!
—Sí, claro —Edward apoyó una mano sobre el abdomen de Bella—. Resulta que sé que el día de Año Nuevo estuviste bailando hasta el amanecer. ¿Cuánto ha pasado desde entonces? ¿Seis semanas?
Emmett se apoyó contra el respaldo de la silla y cruzó los pies por los tobillos frente a sí.
—¡Entonces eres tú el que lleva años sin bailar!
Bella se apoyó contra el pecho de Edward y escuchó a los dos hombres bromeando. ¿Y si aquella pudiera ser su vida para siempre? ¿Y si algún día, antes de recuperar su dinero, Edward le confesaba su amor? Entonces tendría toda la vida por delante con aquel hombre, en aquella cocina, en aquella casita… ¿No acababa de reclamar Edward a Eddie como hijo suyo?
—¿Qué te parece? —preguntó Edward, estrechándola cariñosamente por la cintura—. ¿Te apetece que vayamos a bailar esta noche?
—No sé. La verdad es que no he ido mucho a bailar —dijo Bella, aunque por dentro estaba gritando «¡sí!». Cuanto más estuvieran juntos, más probabilidades habría de que Edward descubriera que no podía vivir sin ella.
—Conseguiremos una canguro para Eddie —dijo él—. Seguro que a Alice le encantaría cuidarlo.
Bella sonrió y asintió. Se había establecido una conexión inmediata entre la hermana de Edward y ella. Estaba segura de que Alice disfrutaría de la posibilidad de jugar un rato a ser mamá.
Emmett sacó otro donut de la caja.
—Creo que deberías dejarle el bebé a Carlisle.
Edward hizo una mueca.
—Probablemente aceptaría si Bella se lo pidiera. Lo ha conquistado y lo tiene justo donde quería.
Un frío dedo deshizo la bruma de felicidad que envolvía a Bella. Lo cierto era que no había convencido a Carlisle. El anciano seguía sospechando que su matrimonio era una farsa.
A pesar de todo, intuía que Carlisle tenía un buen corazón. Sólo trataba de proteger a los suyos, como ella habría hecho con Eddie. Con el tiempo, estaba segura de que lo conquistaría. No había motivo para romper la ilusión de Edward.
—Así que ya tenemos a Alice para cuidar al niño —dijo él, tamborileando con los dedos sobre la mesa—. ¿A dónde crees que deberíamos ir? ¿Al Spot?
Emmett, que estaba comiendo un donut, negó con la cabeza vigorosamente.
Edward frunció el ceño.
—De acuerdo, no vamos al Spot. ¿Qué tal el Dancer’s? He oído decir que hay un nuevo grupo…
Emmett tragó.
—¿En que estás pensando? Al Dancer’s tampoco. Tenemos que buscar un sitio más alejado. Será más divertido.
—¿Más divertido?
—Yo iré sin pareja. Así podremos comportarnos como tres solteros en busca de amor.
Bella se sintió como si le hubieran dado una bofetada. Edward se puso tenso.
—¿Tres solteros en busca de amor?
Bella se levantó de su regazo y ocupó la silla libre.
—Eso es —dijo Emmett, sonriendo, aparentemente satisfecho de sí mismo—. Puede que los tres encontremos a alguien nuevo esta noche.
Bella centró su mirada en la caja de donuts.
La voz de Edward sonó crispada cuando habló.
—¿Por qué íbamos a buscar Bella y yo a alguien nuevo?
Emmett sonrió.
—Vamos. Soy yo, amigo. Guárdate el rollo de recién casado para tu abuelo.
—Yo no voy a engañar a Bella.
—¿Quién habla de engañar? —Emmett apartó aquella idea con un expresivo gesto de la mano—. ¿Por qué crees que he sugerido un sitio más alejado? Así nadie nos conocerá. Nadie sabrá que estáis casados.
—Pero estamos casados.
—¿Qué diablos te pasa? —preguntó Emmett, arrugando la frente—. No te entiendo.
—Puede que Bella y yo sigamos casados.
La voz de Edward surgió firme de entre sus labios. Bella alzó la cabeza y lo miró sin disimular su asombro.
—¿Qué? —preguntó Emmett, también asombrado.
—¿Por qué no íbamos a seguir casados? —dijo Edward, mirando a Bella—. Tengo todo lo que ella necesita. Una familia. Y puedo ser el padre de Eddie.
Emmett volvió a hablar por Bella, que seguía sin poder pronunciar palabra.
—Pero sólo os casasteis por conveniencia, para conseguir que Carlisle hiciera de una vez lo que querías.
—Y es una situación conveniente. Estoy casado. Tengo un hijo. Sin líos, sin problemas.
«Sin amor», pensó Bella.
Emmett se pasó una mano por el pelo.
—Pero… pero… eres un soltero empedernido. Eres el playboy de Freemont Springs.
—Tú eres el soltero. Y te cedo el puesto de playboy.
Emmett miró a Bella.
—¿Lo has oído?
«No podría pedir más», pensó ella. Qué fácil habría sido pronunciar aquellas palabras. Aceptar la oferta de Edward y simular durante toda una vida que eso le bastaría.
Pero Edward no había dicho nada sobre el amor.
—No… no sé qué decir, Emmett.
—Bella —Edward la tomó de la mano y la estrechó cariñosamente—. Quiero seguir como estamos.
Emmett movió la cabeza.
—No entiendo nada. No comprendo qué estás haciendo.
Edward taladró a su amigo con la mirada.
—Puede que no sea asunto tuyo.
—Puede que no me guste ver que estás cometiendo un gran error —replicó Emmett.
Edward ignoró el comentario y se volvió de nuevo hacia Bella.
—¿No te parece buena idea? Nos llevamos bien. Sabes que es así.
Bella sintió un intenso calor irradiando de la mano que le sostenía Edward. Se llevaban bien. En la cama, la pasión casi los había consumido. Ella lo amaba.
Pero él no la correspondía.
Y si aceptaba su propuesta, nunca lo haría.
—Dime que quieres seguir casada —insistió Edward.
Bella apartó la mano.
—No puedo.
Edward oyó que la puerta del dormitorio de Eddie se cerraba tras Bella. Miró a Emmett con cara de pocos amigos.
—Ha sido culpa tuya.
Emmett bufó.
—Sí, claro.
—Lo has estropeado todo.
—Entonces no deberías haber sacado el tema a colación mientras yo estaba presente. ¿Crees que lo has hecho por pura casualidad? Sin darte cuenta, querías que yo fuera la voz de la razón.
Edward apretó los puños.
—Discúlpame, Sigmund Freud, pero quiero que te vayas de aquí ahora mismo.
Emmett se levantó lentamente.
—¿Para que puedas volver a presionarla? Ya te advertí que no le hicieras daño.
Edward sintió que el estómago se le encogía.
—Así que todo esto es por Bella, ¿no?
—¡Claro que es por Bella! —Emmett acercó su silla a la mesa—. ¿Crees que lo que me preocupa es tu trasero? Es ella la que va a sufrir por tu culpa. Está enamorada de ti.
—Eso ya lo sé —espetó Edward.
Emmett movió la cabeza.
—En ese caso, deja que se vaya. Deja que encuentre alguien que la corresponda.
—No puedo hacer eso —dijo Edward con más suavidad—. No puedo.

sábado, 24 de diciembre de 2011

EPBDA - Capítulo 8

Capítulo 8
Por supuesto, la larga tarde dio pie a que Bella se lo pensara dos veces. Si Edward hubiera podido volver a casa de inmediato con ella… Pero él y Emmett tenían una reunión en el banco esa tarde.
—Volveré a casa pronto —susurró junto a su oído cuando se despidieron.
¿Pero sería lo suficientemente pronto? Bella bañó a Eddie en su pequeña bañera sobre la encimera de la cocina y trató de calmar los fuertes latidos de su corazón. Teniendo a Edward cerca, siguiéndola con sus oscuros ojos, despertando ardientes escalofríos en su piel con sus caricias, era fácil olvidar sus preocupaciones.
Pero una vez a solas…
—¿Estoy haciendo lo correcto, Eddie? —preguntó al bebé. Éste la miró seriamente. Bella gimió. Por supuesto que no estaba haciendo lo correcto. Eddie era un constante recuerdo de lo equivocada que había estado en el pasado respecto a los hombres.
Una mujer no debía acudir a un hombre sólo para llenar un corazón vacío.
—¿Es que no he aprendido nada? —murmuró.
Secó al bebé y lo sostuvo contra su pecho. Pero su corazón no estaba vacío. Eddie estaba allí. Bella comprendió que ya no era la solitaria mujer que fue a topar un día en el campus universitario con el padre de Eddie. La solitaria mujer que se fue de Los Ángeles con un embarazo que sólo ella quería.
Solitaria. Soledad.
Se llevó una mano a la boca, conmocionada. Había pensado en aquellas palabras sin sentir un estremecimiento. La emoción que se negaba a reconocer, que siempre había temido… ¡se había esfumado!
Eddie lo había logrado. Besó a su hijo en la frente.
—Oh, querido…
Edward.
La verdad afloró de pronto. No es que Eddie no fuera el ser más querido y precioso, pero su soledad había sido un dolor de adulto, un dolor que sólo un hombre podía alejar.
Edward.
El pánico la dejó sin aliento.
A pesar de sus experiencias, de la coraza que tanto le había costado elaborar para protegerse, estaba enamorada de él.
—Oh, no —las lágrimas se asomaron a los bordes de sus ojos y tuvo que secarse con la punta de la toalla del bebé—. Tenemos que irnos, Eddie.
Aquel pensamiento aumentó sus energías. Irían a algún lugar lejano. Edward no pasaría mucho tiempo buscándola. Buscaría otra mujer, una mujer que no fuera tan frágil como el cristal. Una mujer que no sintiera una emoción tan dolorosamente nueva, tan dolorosamente fresca. Encontraría a alguien que no se hubiera enamorado por primera vez en su vida.
Corrió al dormitorio. Eran más de las cinco y Edward no tardaría en regresar. Vistió rápidamente a Eddie y lo dejó en su cuna. Cinco minutos después tenía preparado un mínimo equipaje. Tomó su abrigo y la bolsa de pañales. ¿Qué más daba la ropa cuando su corazón estaba en juego?
Temblando, se echó la bolsa al hombro y corrió a la cocina a por las llaves de su coche. Guardaría el equipaje y pondría el motor en marcha antes de ir a por Eddie.
Abrió la puerta principal. Se topó de bruces con Edward.
Él la rodeó con sus brazos.
Ella esperó a que su alma se desmoronara.
Él rió.
—Si fueras más grande me habrías tirado —apoyó las manos en los hombros de Bella y la apartó de sí con suavidad—. ¿Tantas ganas tenías de verme?
«Dile que has cambiado de opinión». Edward comprendería. Le diría que no quería acostarse con él, pero que se lo agradecía de todos modos. Abrió la boca para hablar.
No logró emitir ningún sonido.
—Has estado llorando —dijo Edward.
El arraigado instinto de huérfana se impuso en Bella. «No permitas nunca que vean tu dolor».
—No.
Las manos de Edward se tensaron en torno a sus hombros.
—¿Te has hecho daño? ¿Te has cortado? —preguntó, mirándola intensamente—. ¿Qué llevas ahí?
—Nada.
Penosa respuesta.
Edward cerró la puerta a sus espaldas. Bella concentró la mirada en un punto por encima de su hombro izquierdo. Trató de pensar en cómo iba a irse de la casa con Eddie la noche que había prometido acostarse con su marido. La noche que tanto había deseado acostarse con él.
—Bella —dijo Edward con suavidad—, ¿vas a dejarme?
No podía contestar que así era. No quería. Sólo sabía que debía hacerlo.
—¿Qué sucede, Bella?
Muda, ella negó con la cabeza. Si uno hablaba de sus miedos, éstos podían engullirlo.
—Tienes miedo —contestó Edward por ella.
—Sí —susurró ella—. Lo siento, pero… sí.
Increíblemente, Edward rió.
—Ya admitiste eso en otra ocasión.
El recuerdo afloró de pronto al consciente de Bella. La noche en que dio a luz le dijo a Edward que tenía miedo. ¿Acaso supo por instinto que él era el hombre de su vida?
Edward le quitó la bolsa del hombro y la dejó caer al suelo. La bolsa de pañales de Eddie siguió a éste. Él se quitó la chaqueta y la dejó caer sobre las bolsas. De algún modo, aquello pareció un símbolo. Para conseguirlas, Bella tendría que pasar por encima de Edward.
—Ahora —dijo él, pasándole una mano tras la nuca y atrayéndola hacia sí—, dime de qué tienes miedo.
Bella lo rodeó con los brazos por la cintura. ¿Qué podía decir?
—El padre de Eddie… —tenía la vaga noción de que debía explicar lo diferentes que habían sido sus sentimientos por él, de lo superficiales que parecían comparados con lo que sentía por Edward. Después, recogería a Eddie, entraría en su coche y se iría.
—Renunció a su paternidad en el instante en que dejó que te fueras, Bella.
Ella asintió. Edward tenía razón. Hizo un esfuerzo para reunir todo su valor. Aquello no tenía nada que ver con Mike. Tenía que ver con Edward y con lo peligrosa que podía resultar para ella aquella relación.
Él le acarició la barbilla con los nudillos y un ardiente cosquilleó llegó hasta sus senos.
—Edward… —susurró, mirándolo.
—Bella —Edward pronunció su nombre como un suspiro. Inclinó la cabeza y su aliento le acarició los labios—. No te haré daño, Bella. No como lo hizo él. Serás tú la que decida cuándo termina todo.
Ella lo miró al rostro. Sus oscuros ojos estaban cargados de promesas. Podía decir que no era el momento de que se acostaran. Podía decir que había llegado el momento de separarse.
Pero nunca había estado enamorada.
Se puso de puntillas.
—Hazme el amor —dijo, y lo besó.
Edward sabía cómo tratar a las mujeres. Las apreciaba. Le gustaban. Las trataba bien y, en recompensa, ellas siempre le daban placer.
Sin embargo, hasta entonces ninguna mujer había hecho que le temblaran las manos.
«Hazme el amor», había susurrado Bella, y entonces, para que se cumpliera la ley de Murphy, Eddie empezó a llorar insistentemente. Bella tuvo que ir a atenderlo.
A Edward no le importó. Estaba seguro de que volvería. Pero al regresar a casa había leído la necesidad de escapar en su bonito rostro.
Habría dejado que se fuera.
Tal vez.
Pero, en lugar de ello, Bella lo había besado, y algo cálido y feliz había burbujeado en su interior.
—Hola —saludó ella con suavidad desde el umbral de la puerta de la cocina.
Edward se volvió, sonriente.
—Hola.
—¿Qué estás haciendo?
Edward alzó dos platos servidos. Mientras que su deseo lo impulsaba a llevarse a Bella a la cama lo antes posible, su instinto lo empujaba a ser cauto.
—He improvisado un plato combinado con algunos restos —sonrió traviesamente—. He pensado que tenía que alimentarte antes.
Un ligero rubor tiñó el rostro de Bella.
Él rió.
—¿He vuelto a conseguir que te avergüences?
Ella bajó la mirada y frunció los labios. Luego se acercó a él y alzó la vista.
—Me has excitado —murmuró.
Edward se agarró al borde de la encimera. Fue tan sólo una dramática exageración. Bella lo desconcertaba. Un minuto se mostraba dulce, otro, picante. Iba a ser toda una noche.
—Ya no tengo hambre —dijo.
Los ojos de Bella brillaron.
—Yo me muero de hambre.
Edward movió la cabeza.
—Me estás matando.
Ella sonrió lentamente.
—Todavía no.
La comida no le supo a nada a Edward. Pero ella comió lentamente, primero la ensalada, luego el guiso.
Edward gimió.
—Menos mal que no he preparado guisantes.
Cuando Bella terminó y aclararon los platos, ella volvió a mostrarse tímida. A Edward también le gustó aquello. Le gustaba conseguir que volviera a mostrarse coqueta, preferiblemente mientras le quitaba la ropa.
Finalmente no quedó nada que hacer excepto apagar la luz de la cocina. Bella se sobresaltó cuando Edward lo hizo.
—No te pongas nerviosa —dijo él, acercándose, sonriente.
—Dijo el lobo a Caperucita antes de comérsela.
Edward tocó con el índice la punta de la nariz de Bella.
—¿Es así como te sientes?
Ella respiró profundamente.
—¿Después de esta comida? Creo que más bien como uno de los Tres Cerditos.
Edward rió.
—¿Por qué tengo la sensación de que yo soy el lobo también?
—¿Soplarás y soplarás y mi casa tirarás? —susurró Bella inocentemente.
Edward trató de no mostrarse muy gallito.
—Oh, querida, eso no lo dudes.
Bella rió entonces y él la tomó entre sus brazos.
—Vamos a la cama, Bella. Nos divertiremos.
Ella se quedó paralizada.
—¿Es eso lo que significa para ti? ¿Diversión?
Edward permaneció un momento en silencio.
—Sí —contestó finalmente, porque diversión era en lo que creía y lo que tenía que ofrecer.
Bella sonrió.
—De acuerdo.
De manera que Edward se agachó, se la echó al hombro y la llevó hasta el dormitorio como lo habría hecho un hombre de las cavernas. Allí, la tumbó en la cama, la siguió de inmediato y comenzó a darle sonoros besos en el cuello. Ella rió y se retorció debajo de él, excitándolo tanto que Edward tuvo que alzar su cuerpo.
Bella aprovechó la circunstancia para obligarlo a tumbarse de espaldas y hacerle cosquillas debajo de los brazos hasta que a Edward no le quedó más remedio que darle en la cabeza con una de las almohadas. Por supuesto, ella tomó otra y le devolvió el golpe. Una pequeña pelea de almohadas llevó a la liberación de varios de los botones de su blusa. Edward acabó sin camisa.
Simulando no darse cuenta, la retó a una pelea de piernas. El enredo de sus miembros inferiores acabó con el cierre de los vaqueros de Bella abierto. Un segundo asalto hizo que se le bajara la cremallera. Dando un giro, Edward la sujetó contra el colchón e introdujo las manos entre sus braguitas y sus vaqueros. Con un rápido movimiento le quitó éstos.
Se miraron, jadeando. La risa murió en los ojos de Bella cuando comprendió lo que había sucedido. Edward estaba desnudo de cintura para arriba. Sólo sus vaqueros y las braguitas que ella llevaba puestas separaban las partes más ardientes de sus cuerpos.
—Edward —dijo subiendo las manos por sus brazos hasta sus hombros—. Nunca me he divertido tanto.
Él sonrió, pero algo extraño le estaba pasando. Algo estaba haciendo que las manos volvieran a temblarle mientras las acercaba a la blusa de Bella. Desabrochó los últimos botones y la apartó a los lados. Las rápidas respiraciones de Bella hacían que sus senos asomaran por encima del sujetador.
Edward acercó su boca al valle que había entre ellos. Besó con suavidad la dulce y palpitante carne.
—Bella… —murmuró. Trató de pensar en algo tonto que decirle, algo para hacerle reír, pero sólo logró pensar en la imperiosa necesidad que sentía de besarla.
Encontró su boca y le hizo abrirla con la suya. Ella tomó su lengua con indisimulado anhelo y un dulce escalofrío recorrió la espalda de Edward. Sin romper el beso, se alzó sobre ella para quitarle el sujetador y las braguitas.
Un delicioso temblor recorrió el cuerpo de Bella cuando Edward comenzó a acariciarle los pechos. Gimió y el deslizó la lengua por su cuello hasta su oreja. Sus pezones se endurecieron contra las palmas de Edward. Unos momentos después, éste deslizó una mano hasta su cadera. Bella volvió a gemir y Edward deslizó la lengua por el centro de su cuerpo hacia su vientre.
Despacio, llevó los dedos hacia el centro de sus muslos. Bella se contrajo al sentir que acariciaba su vello púbico. Edward respiró profundamente.
—¿Estás bien, cariño? —Edward no pudo pensar en nada más divertido.
—Edward —susurró ella, acariciándole el pelo con las manos—. Edward, te deseo.
Él también la deseaba. Tenía que poseerla. Que hacerla suya. Se colocó entre sus muslos, los separó y se inclinó para besar su centro más íntimo. Ella murmuró su nombre, le pidió que la tomara, pero él tenía que disfrutar de aquello primero.
La saboreó una y otra vez, sintiendo como bombeaba la sangre pesadamente hacia su entrepierna. Fue una deliciosa tortura. Y entonces ella gritó y se arqueó entre sus manos y, maravillado, Edward vio cómo alcanzaba el clímax.
El llanto de Eddie sacó a Bella de su profundo sueño. Abrió los ojos, parpadeó, se dio cuenta de que estaba desnuda y sola en la cama de Edward. Un instante después éste entró en el dormitorio, vestido tan solo con unos calzones cortos y con Eddie en sus brazos.
—Creo que no tengo lo que este tipo está buscando —dijo, sonriendo.
El rubor cubrió las mejillas de Bella. Miró a su alrededor y vio sus ropas sobre el respaldo de una silla.
—Será mejor que me vista y vaya a…
—¿Por qué? —el colchón se hundió cuando Edward se sentó en la cama—. ¿No puedes darle de comer aquí?
Bella volvió a ruborizarse.
—Bueno…
Edward ignoró sus dudas. Con una mano colocó una almohada contra el cabecero de la cama.
—¿Qué más necesitas?
Bella se acercó al centro de la cama y sujetó la sábana sobre sus pechos mientras se apoyaba contra la almohada. Edward le entregó a Eddie y la sábana cayó. Bella tiró de ella de nuevo a la vez que llevaba al hambriento bebé hacia su seno. Eddie dejó de llorar en cuanto empezó a mamar. Con la mano libre, Bella trató de colocar las sábanas con el máximo recato posible.
Cuando alzó la vista vio que Edward la observaba con suma atención. Volvió a ruborizarse.
—¡Me estás mirando! —protestó.
Edward se metió bajo las sábanas junto a ella.
—Me gusta mirarte. Me gusta hacerte el amor —dijo, acariciándole la mejilla.
Ella volvió el rostro para besarle la mano.
—Gracias —murmuró.
Él sonrió.
—Ya sabes que el placer ha sido todo mío.
Ella le devolvió la sonrisa.
—No todo ha sido tuyo.
Él rió.
Permanecieron un momento en agradable silencio.
—¿Cómo es que te pusieron Bella? —preguntó Edward de repente—. Isabella suele convertirse en Isa o Isi o Ella. Pero Bella…
—No me llamo Isabella. Sólo Bella. Ese era el nombre de la enfermera que me encontró —Bella se encogió de hombros—. Puede que se llamara Isabella. No lo sé.
—¿Te encontró una enfermera?
Bella asintió.
—Me dejaron en la entrada del hospital Swan, en Los Ángeles.
—¿De ahí viene el nombre Bella Swan?
Bella volvió a asentir y sin pensar mucho en ello cambió a Eddie de seno.
—Exacto. No se parece nada a nacer con una cuchara de plata en la boca, ¿verdad?
Edward la miró un largo momento.
—Como me sucedió a mí, ¿no?
—Supongo —Bella se preguntó si sus orígenes incomodaban a Edward.
—Eso no me preocupa, Bella —dijo él, como si hubiera leído su pensamiento—. Y, a fin de cuentas, los dos somos huérfanos.
—Es cierto. Pero tú tenías a tu abuelo y a tu hermana Alice —con cautela, Bella añadió—: Y a James, por supuesto.
—Por supuesto —repitió Edward—. Maldito James.
Bella pensó que, ya que habían hecho el amor, tenía permiso para tratar de conocer a Edward emocionalmente.
—¿Por qué lo llamas así?
Edward le estaba acariciando la oreja con un dedo.
—¿Por qué llamo a quién qué?
Eddie se había quedado dormido, pero Bella no se movió para llevarlo de vuelta a su cuna.
—A James. Has llamado a tu hermano «maldito James» —contestó, preguntándose si estaría dispuesto a abrirle su corazón.
Edward salió de la cama.
—Deja que lleve al bebé a su cuna.
Cuando regresó, no apagó la luz. Bella pensó que, tal vez, eso significaba que quería hablar.
Edward se quitó el calzón antes de meterse en la cama. Bella contuvo el aliento al ver su cuerpo desnudo… y evidentemente excitado.
—Tu…
—Estoy fascinado por ti —concluyó Edward, dedicándole una mirada ardiente.
—Hablemos —dijo Bella con rapidez. Vestidos y a la luz del día no habría tenido valor para sondear a Edward.
—De acuerdo —dijo él, arrimándose a ella a la vez que deslizaba la sábana hasta su cintura—. Hablemos sobre tus pechos.
—¡Edward!
—¿Qué? —Bella sintió el aliento de Edward en uno de sus pezones y notó cómo se endurecía al instante—. Estaba celoso de Eddie.
Ella trató de volver al tema que le interesaba.
—Pues yo estaba celosa de James.
Edward no apartó la mirada de sus senos.
—¿Del maldito James? ¿Por qué?
—Porque… —Edward parecía empeñado en no hablar del tema. ¿Cómo podía llegar a ser una auténtica esposa para él si no le dejaba entrar en su corazón? Empezó a trazar círculos con un dedo en torno al excitado pezón—. ¡Edward!
Él le dedicó otra ardiente mirada.
—Es mi turno —dijo, e inclinó la cabeza para tomar el pezón en su boca.
La habitación empezó a dar vueltas. La oscuridad bloqueó la luz. Bella pensó que, tal vez, había cerrado los ojos, que, tal vez, el deseo había anulado el resto de sus sensaciones, porque en esos momentos sólo podía asimilar la sensación de los labios y la lengua de Edward jugando con su pecho, del sabor de su dedo cuando se lo llevó a la boca.
Él gimió y ella entreabrió los muslos, insistiendo en que la tomara de inmediato. Edward se puso un condón y enseguida la complació. El salvaje latido de sus pulsos resonó al unísono mientras ella lo retenía por las caderas para sentirlo totalmente dentro, para sentirlo totalmente suyo.
Pero no dejó que las palabras que se acumularon en su garganta salieran a la luz, pues no quería cargar a Edward con la verdad y el peso de su amor.
El sol entraba a raudales por la ventana cuando el sonido del teléfono los despertó. Bella abrió los ojos y vio que Edward la estaba mirando como si fuera ella la que acabara de gritar junto a su oído.
—Es el teléfono —dijo, apiadándose de él—. Me temo que está en tu lado de la cama.
Edward alargó una mano para tomar el auricular.
—¿Hola? —dijo.
Una poderosa voz sonó a través del receptor. Bella se volvió hacia el reloj de la mesilla y vio que ya eran las siete de la mañana. Fue a salir de la cama para ir a ver a Eddie, pero Edward la retuvo por un hombro. Tras soltar un par de gruñidos, colgó el auricular.
—Maldita sea —murmuró.
Bella sintió que se le contraía el estómago.
—¿Qué sucede?
—El abuelo va a venir a visitarnos.
—¿Cuándo? —la voz de Bella surgió casi en forma de chillido.
—Dentro de una hora.

sábado, 17 de diciembre de 2011

EPBDA - Capítulo 7

Capítulo 7
Diez días después de aquella noche en el sofá, Bella sabía que había hecho lo correcto. Pero habían sido diez días compartiendo una pequeña casa con un hombre que dejaba atrás cada mañana su aroma en la ducha, su taza de café en la encimera… y una mirada hambrienta grabada en su memoria cada vez que se iba.
Y diez días habían supuesto diez noches como aquella, sentados en torno a la pequeña mesa de la cocina.
Estaba consiguiendo que las cosas marcharan más o menos bien, pero lo cierto era que cada vez le costaba más recordar lo inteligente que había sido apartarse de Edward cuando lo hizo. Debía evitar a toda costa la tentación de su encanto, de sus caricias. Porque lo contrario podría conducirla al desastre.
Emmett, el mejor amigo de Edward, estaba ayudando. Edward también debía estar tenso, porque ambos habían recibido a su amigo con una especie de desesperado entusiasmo, como si su mera presencia pudiera cortar el tenso ambiente que había entre ellos, como ella estaba cortando la tarta que había hecho ese día.
—¿Chocolate? —bramó Emmett—. Mi favorita.
Bella se volvió hacia él con el plato en la mano a la vez que lo hacía Edward. Chocaron involuntariamente.
Bella sintió que todas sus terminaciones nerviosas echaban chispas.
El mismo calor brilló en los ojos de Edward.
¿Qué tendría de malo acariciarlo?
Edward respiró profundamente y su pecho se expandió contra los senos de Bella.
¿A quién haría daño si cediera a su deseo de acariciarlo?
En respuesta, Eddie empezó a lloriquear. Ruborizada, Bella rodeó a Edward y dejó el plato de Emmett ante éste. El paseo por el pasillo y cambiar de pañales a su bebé le dio tiempo para recuperar el control. Tenía alguien más en quien pensar aparte de sí misma. Edward no quería saber nada de ataduras familiares, y eso eran Eddie y ella, una familia.
Debía olvidar el seductor poder de las caricias de Edward y recordar las insalvables diferencias que había entre ellos.
Cuando volvió a la cocina con Eddie en brazos encontró a los dos hombres recordando pasadas celebraciones del día de San Valentín, al parecer, una tradición familiar de los Cullen.
—Las galletas de Evelyn —estaba diciendo Emmett—. Y el armario de los besos. ¿No es así como lo llamábamos? Recuerdo que te atrapé allí con la chica que había llevado a la fiesta, cuando teníamos quince años.
Edward rió.
—Sólo porque tú habías mandado a mi chica una de esas cursis tarjetas de San Valentín con encajes.
Bella se sentó en la silla que había entre ambos hombres y tomó su tenedor. Eddie empezó a lloriquear de nuevo y apenas pudo escuchar lo que decían. Pero no le importó. Las celebraciones de las fiestas no eran uno de sus temas favoritos. En el orfanato en que se crió sólo se celebraba el día de Acción de Gracias y la navidad.
—¿Cómo celebrabas tú el día de San Valentín, Bella? —preguntó Emmett, alzando la voz por encima de los lloriqueos del bebé—. ¿Jugando a las prendas con los chicos?
Bella negó con la cabeza.
—No sé cómo jugar a ese juego —¡qué grande era el abismo que la separaba de aquellos hombres! Mientras ellos compartían galletas y besos con chicas vestidas de «frou frou», ella compartía un dormitorio y un armario con otras cinco huérfanas.
De pronto, Edward se inclinó hacia ella y tomó al bebé de sus brazos. Eddie dejó de lloriquear al instante, distraído por el nuevo rostro.
—¿No jugabais a las prendas? —dijo, sonriendo al bebé—. Tal vez deberíamos hacer algo al respecto, Bella.
El tono burlón de su voz produjo un intenso cosquilleo a lo largo de la espalda de Bella. Casi pudo imaginarse a sí misma con quince años y el corazón latiéndole locamente mientras Edward se acercaba a ella para besarla.
—Entonces supongo que jugaríais a las postales —dijo Emmett, sonriendo—. Recuerdo que una vez jugamos nosotros. Montones de postales de San Valentín. Los chicos tomaban una del montón de las chicas y ellas del de los chicos.
Bella se imaginó a sí misma tomando una tarjeta con mano esperanzada y temblorosa… Que tonta fantasía. Movió la cabeza para alejarla.
—No —dijo—. Tampoco jugábamos a las postales.
Emmett frunció el ceño.
—Eres de California, ¿no? Supongo que allí tienen alguna tradición aparte de la de los cupidos.
Emmett no podía saber lo diferentes que habían sido las tradiciones de Bella a las suyas. Pero era bueno que ella las recordara. Que recordara de dónde venía y lo lejos que se encontraba socialmente de Edward.
—Crecí en un hogar para huérfanas en Los Ángeles.
Emmett se puso pálido.
—Oh. Lo siento…
Bella sonrió.
—No tiene importancia —era bueno que Edward oyera aquello, que ella misma recordara lo alejado que estaba de su alcance—. No recuerdo haber celebrado nunca el día de San Valentín.
Edward se movió junto a ella y la presionó con uno de sus duros muslos. Bella se apartó un poco pero él la siguió.
—¿Tampoco celebrabais el día de San Valentín en el colegio? —Edward acarició distraídamente la mejilla del bebé.
Bella negó con la cabeza.
—No estábamos en un buen barrio de la ciudad. El orfanato estaba junto a un refugio para familias sin hogar. Recibíamos las clases en un edificio propiedad del refugio.
Emmett hizo una mueca.
—Supongo que no era precisamente una juerga.
Bella se encogió de hombros.
—No —lo peor nunca fue la austeridad con que vivió su infancia, sino la sensación de… vacío.
—Evelyn tenía una fijación especial por el día de San Valentín —dijo Edward—. Solía empezar a planear la fiesta con semanas de antelación.
Bella sonrió al imaginar a la seria ama de llaves de pelo cano como una romántica.
—Solía llenar la casa de adornos color rosa con corazones rojos. James se escapaba en cuanto podía a jugar al fútbol, pero Alice se quedaba a ayudarla, escribiendo tarjeta tras tarjeta para sus amigas y profesoras.
—Me acuerdo de eso —dijo Emmett—. Solía esmerarme preparando la de mi madre, que lloraba todos los años cuando la abría.
Bella miró a Edward.
«¿Lo ves? ¿Ves cuántas cosas nos separan?», pensó. El niño privilegiado al que ofrecían galletas en bandeja de plata y que recibía tarjetas de San Valentín con encajes. La huérfana criada en un barrio pobre de Los Ángeles, no falta de cuidados, pero sí de cariño.
Sus mundos eran tan distintos… Pero era difícil mantener aquel pensamiento mientras Edward la miraba con sus oscuros ojos, con el bebé dormido contra su fuerte pecho, con el muslo firmemente presionado contra el de ella…
—No —susurró Bella.
Edward ni siquiera parpadeó.
—¿No qué, querida?
Acunó con una mano la cabeza del bebé y Bella sintió la caricia como si se la hubiera hecho a ella misma.
—Nunca hice ninguna tarjeta de San Valentin. Ni siquiera una vez, ¿comprendes? —Edward debía asumir lo poco que tenían en común.
De pronto, él deslizó una mano bajo la mesa y entrelazó sus dedos con los de Bella.
—Yo tampoco hice tarjetas de San Valentín, querida —dijo, arrastrando la voz con el característico acento de Seattle—. Bueno, sólo una al año, aunque nunca llegaba a mandarla —Bella contuvo el aliento. Edward no estaba captando lo que trataba de hacerle ver. Era evidente que no quería luchar contra lo que había entre ellos. ¿Por qué se empeñaba en no reconocer lo distantes que estaban el uno del otro?
Los hombres eran criaturas difíciles de entender.
—¿No quieres saber para quién hacía mi tarjeta de San Valentín? —insistió él con suavidad.
Bella negó con la cabeza. No quería saberlo. Sólo quería que le soltara la mano y luego reconociera que no tenían nada en común. Nada.
De todos modos, Edward continuó.
—Hacía la tarjeta para mis padres. Padres que, como te sucedió a ti con los tuyos, nunca llegué a conocer.
Edward la dejó ir entonces. La pasada noche, Bella tomó a su bebé en brazos y fue rápidamente a su habitación, como una potranca asustadiza y sin experiencia que hubiera olfateado a un semental.
Emmett alzó una interrogante ceja.
—¿Vas a hacerle daño?
Aquello enfadó a Edward.
—¡Claro que no!
—¿Estás seguro de que todo va bien?
—No te pongas en plan vaquero conmigo, Emmett.
Emmett alzó la otra ceja.
—No tiene nada de vaquero querer proteger a una mujer.
Edward apretó los puños.
—Lleva mi apellido.
—Por una razón —dijo Emmett con calma—. No por un precio.
Edward suspiró mientras entraba en la casa. Había vuelto para comer porque recordar las palabras de Emmett le había hecho sentirse culpable, y porque Bella ni siquiera había sido capaz de mirarlo aquella mañana.
—¡Bella! —le ofrecería de vuelta su libertad, si eso era lo que quería. Tal vez incluso insistiría en que su matrimonio concluyera cuanto antes.
No había nadie en casa. Por un instante, el pánico se apoderó de él. ¿Habría huido ya Bella? Pero no. La sillita del bebé estaba en su lugar en la cocina. La cesta con sus juguetes también seguía allí.
En la encimera había una nota. Doctor Scudder. Once y media.
¿Habría enfermado ella? ¿O el bebé?
Pocos minutos después, Edward estaba de vuelta en la ciudad. Encontró la consulta del doctor Scudder cerrada. Habían salido a comer.
Maldición.
El momentáneo pánico que sintió se transformó en enfado tras llamar al hospital y averiguar que ni Bella ni el bebé estaban allí.
—No quiero sentirme así —murmuró. No se había casado para sentirse responsable de nadie.
Había llegado el momento de acabar con aquello.
Dos bloques más allá encontró el coche de Bella, pero ella no estaba. Dos bloques más y tuvo que hacer un esfuerzo para no echar a correr. ¿Dónde estaba? Quería encontrarla y poner en marcha las ruedas para acabar con aquel matrimonio.
La panadería.
Caminó rápidamente, seguro de encontrarla allí. A través de los ventanales vio que había bastante gente dentro.
Las campanillas que había sobre la puerta tintinearon cuando pasó al interior. Deslizó la mirada por el lugar. Bella no se encontraba entre los clientes.
Maldición. Apretó los dientes. Tal vez, las dueñas, Sue y Leah, sabrían decirle dónde encontrarla. Respiró profundamente y el delicioso aroma a pan y bollos recién hechos invadió sus pulmones, recordándole el día de su proposición de matrimonio. El rostro sorprendido de Bella, su delicada piel, rodeada de olor a pan recién hecho.
No era de extrañar que el recuerdo resultara tan agradable.
Tras el mostrador, Leah, Sue y otra mujer atendían a los clientes. Edward podría haber formulado directamente su pregunta, pero, por alguna extraña razón, no quería que la gente supiera que estaba buscando a su esposa.
O que le había perdido la pista.
No pasaron más de unos segundos antes de que lo reconocieran en la tienda. Dos empleadas en Cullen Oil pasaron junto a él. Ambas se detuvieron para preguntarle por el rancho, por su matrimonio y si echaba de menos Cullen Oil.
Muy bien, muy bien y en absoluto.
El sonido de su voz hizo que Tanya Denali, que se hallaba un poco más adelante en la cola de clientes, se volviera hacia él.
—Edward —dijo, con el coqueto acento que siempre utilizaba y una sonrisa que parecía decir que llevaba todo el día esperando encontrarse con él.
—Tanya —Edward asintió secamente. Normalmente, los ojos muy abiertos de Tanya y su postura, exageradamente erguida, le hacían sonreír, pero hoy le parecieron especialmente falsas.
Tanya dejó avanzar a las personas que tenía detrás y se acercó a Edward hasta casi tocarlo.
—¿Tienes un mal día? Pareces un poco enfurruñado.
—Estoy bien —Edward trató de sonreír y dio un paso atrás.
Tanya apoyó una mano en su antebrazo.
—No pareces el Edward de siempre. ¿Dónde está tu sonrisa? ¿Dónde está la diversión?
Edward trató de alzar más las comisuras de sus labios.
—No sé qué quieres decir —por encima del sofisticado peinado de Tanya, observó la actividad en el mostrador. Si al menos fueran más rápido… Necesitaba hablar con Bella «ahora», cuando terminar con aquella farsa de matrimonio parecía lo más adecuado.
—Estás enfurruñado —dijo Tanya, asintiendo lentamente—. Hace tiempo que deberías saber que no estás hecho para el matrimonio. En mi librería hacen apuestas sobre cuánto durará —chasqueó la lengua—. El playboy Cullen y la panadera.
Edward la miró fijamente.
—Demasiado bonito —continuó Tanya, alzando las cejas—. Demasiado increíble.
Edward sintió que se le encogía el estómago. Frunció el ceño.
—¿Increíble? ¿Por qué increíble?
Varios clientes se volvieron a mirarlo.
Tanya se apartó ligeramente de él.
—Nada, Edward —dijo, rápidamente—. Sólo estaba bromeando.
Las campanillas de la puerta volvieron a sonar. Por el rabillo del ojo, Edward captó un parca azul y una bufanda roja. Bella y Eddie. El alivio que sintió al verla no relajó su estómago.
—¿Edward? —la sorpresa que reveló el tono de Bella no sirvió precisamente para disminuir las sospechas de Tanya. Edward sintió que lo escrutaba con la mirada.
«El playboy Cullen y la panadera». Aquellas palabras confirmarían a Bella todo lo que, de forma tan evidente, había tratado de hacerle ver la noche anterior.
Maldita Tanya. Conociéndola, y conociendo a los habitantes de aquel lugar, un comentario como aquel acabaría llegando a oídos de Bella. Sobre todo si la disolución de su matrimonio se producía de forma tan inmediata.
Alargó una mano y cubrió con ella la de Bella, que la tenía apoyada sobre la barra del cochecito del niño. La miró a los ojos un momento y luego le hizo alzar la barbilla con suavidad para besarla.
Luego se volvió de nuevo hacia Tanya.
—No me gusta bromear con nada relacionado con mi esposa —dijo—. Ni con nuestro matrimonio.
—¿Edward? —repitió Bella.
A él no le gustó el tono inseguro de su voz. Revelaba que no lo conocía lo suficiente, que no confiaba en él. Tanya lo captaría.
—Te estaba buscando. Teníamos una cita para comer, ¿recuerdas?
Sue salió de detrás del mostrador, toda seguridad donde Bella era todo confusión.
—Y yo prometí quedarme con Eddie —tomó el carrito de manos de Bella—. Vosotros tomaos todo el tiempo que queráis.
—Tenemos una reserva en Oscar’s —dijo Edward. No era cierto, pero sabía que Oscar les encontraría una mesa. Se inclinó para besar de nuevo a Bella.
En beneficio de Tanya, por supuesto.
—Si nos disculpáis —añadió, haciendo una inclinación de cabeza hacia Sue, hacia Tanya y hacia cualquiera que dudara de la solidez de su matrimonio. Después, salió de la panadería con su bella esposa tomada del brazo.
—No estoy adecuadamente vestida para este lugar —susurró Bella junto a Edward. Acercó su silla aún más a la mesa, esperando que los demás clientes del elegante restaurante creyeran que llevaba una falda en lugar de sus gastados vaqueros.
—Nadie te está mirando —dijo Edward, tomando el menú.
Bella hizo una mueca.
—Sí, claro. Como no me miraba nadie en la panadería.
Edward dejó bruscamente el menú sobre la mesa.
—¿Te ha dicho alguien algo? —preguntó con brusquedad.
Bella parpadeó.
—No han tenido oportunidad; me has sacado de allí en menos de treinta segundos —lo cierto era que todos la habían mirado cuando entró por la puerta. Y había notado que algo estaba pasando entre Tanya Denali, la dueña de la librería, y Edward. Su corazón se encogió.
Edward volvió a tomar el menú y lo abrió con forzada despreocupación.
—Entonces, ¿nadie te ha dicho nada sobre… nada?
¿Qué temía que le hubieran dicho? ¿Sería algo relacionado con Tanya? Era una mujer mayor que Edward pero seguía siendo muy atractiva.
—¿Quieres decirme algo? —preguntó con suavidad. ¿Sería Tanya la mujer que deseaba Edward?
—¿Y tú? —replicó él—. ¿Estás enferma? ¿Está malo Eddie?
Bella parpadeó.
—¿Malo?
—He ido a casa a verte y he visto tu nota. ¿Tenías una cita con el médico hoy?
Las mejillas de Bella se acaloraron.
—Nunca habías venido a casa a la hora de comer —¿qué habría hecho interrumpir sus ocupaciones a Edward?
El camarero se acercó a su mesa para tomar nota de lo que querían. Pocos minutos después, Bella comenzó a tomar la ensalada de pollo que había pedido.
—¿Por qué has venido a casa más temprano hoy? —se animó a preguntar finalmente.
Edward mantuvo la mirada fija en su plato.
—Quería hablar contigo.
Bella apretó con fuerza exagerada el tenedor que sostenía en la mano. Recordó la evidente tensión que había captado entre Edward y Tanya en la panadería. ¿Quería confesarle que tenía una amante?
—¿Sobre Tanya?
—¿Tanya? —Edward alzó la cabeza y entrecerró los ojos con suspicacia—. ¿Qué pasa con Tanya?
El corazón de Bella latió con fuerza en su pecho.
—He pensado que… que tal vez querías decirme que estabas viéndola.
Edward frunció el ceño.
—¿Viéndola? —repitió.
Bella tragó con esfuerzo.
—Ella parecía… muy interesada en ti en la panadería.
—¿Tanya? —Edward rió brevemente—. Tanya sólo está interesada en dos cosas: en crear problemas y en James. Y no necesariamente por ese orden.
La voz de Edward se tensó al mencionar a su hermano. Bella se obligó a tomar otro bocado de su ensalada. Él consumió de un trago el resto de su agua fría.
La inmediata aparición de un camarero para rellenarle el vaso no hizo que se disipara la tensión.
Bella dejó su tenedor en la mesa.
—¿Es eso lo que hace que te sientas enfadado con James? —tuvo que preguntar—. ¿Que Tanya estuviera interesado en él?
Edward la miró un momento sin decir nada.
—No entiendo por qué estamos hablando de Tanya.
—Porque parecías disgustado mientras hablabas con ella. He pensado que tal vez…
Edward alzó las cejas.
—¿Tal vez…?
—Que tal vez te casaste conmigo por despecho. Que es a Tanya a quien quieres.
Edward gimió y se pasó una mano por el rostro.
—Bella…
—Dime, Edward.
—No dejo de complicar las cosas.
—¿Por qué dices eso? —preguntó ella con suavidad.
—No… —Edward se interrumpió.
—La sinceridad es la mejor política. Anne siempre decía eso, y tenía razón.
Edward volvió a gemir.
—Anne, y bendito sea su cariñoso corazón, nunca tuvo una esposa a la que liberar.
Bella sintió que se le ponía carne de gallina.
—Anne nunca se casó —dijo, sólo para demostrarse que aún podía mover la boca.
—No me sorprende.
Bella dio un sorbo de agua para humedecer su seca boca.
—¿Qué quieres Edward? Dímelo.
Edward alzó la mirada de su plato. Bella sintió que el anillo de boda le quemaba en el dedo. Lo acarició con el pulgar.
—Quería liberarte de la carga de este matrimonio.
Bella presionó el anillo.
—¿Por qué?
—Que se vayan al diablo el abuelo, el fideicomiso y Oil Works —dijo Edward entre dientes.
Bella cerró los ojos. Le habría gustado retirar lo que había dicho sobre la sinceridad. Quería que Edward le mintiera. Por alguna loca razón quería seguir casada con él. Y también quería que él lo quisiera así.
—Pero no voy a dejarte ir —añadió Edward.
Bella abrió los ojos.
—Al menos, todavía —él alargó un brazo para tomarla de la mano.
Bella trató de mantener los dedos quietos, pero éstos se estrecharon cálidamente en torno a la mano de Edward. Debería preguntarle por qué había cambiado de opinión. En lugar de ello, dijo:
—Tenemos un trato.
Él asintió.
—Exacto. Tenemos un acuerdo matrimonial.
—Eso es.
—¿Estás segura? —el pulgar de Edward trazó un erótico círculo sobre el dorso de la mano de Bella—. ¿Puedes esperar un poco más a conseguir tu libertad?
«La sinceridad es la mejor política».
—No quiero recuperar la libertad —contestó Bella, aún sabiendo que lo contrario sería lo más seguro.
—Todavía —añadió él.
—Todavía.
—El problema es que la casa del rancho es muy pequeña.
Bella supo a qué se refería Edward. Si seguían viviendo juntos en aquel reducido espacio… respiró profundamente y tomó una decisión.
—Sí —dijo.
Edward le estrechó la mano con más fuerza.
—Emmett puede presentarse cada tarde, ya sabes. Pero seguro que esta noche no viene. Está enfadado conmigo.
—Sí —susurró Bella. En realidad no había nada más que decir. Siempre se habían dirigido hacia aquel punto, por mucho que lo negaran o por muchas diferencias que hubiera entre ellos.
—Dios, Bella… Es tan frustrante tocarte y no…
—Hoy he ido a ver al doctor —un intenso rubor cubrió el rostro de Bella—. Estoy… bien.
Edward cerró los ojos.
—Quieres decir que…
—Sí —Bella tuvo que sonreír. Quería sentirse feliz en aquel momento, pasara lo que pasara después—. Edward…
El centró la mirada en su sensual boca.
—Me gusta lo que veo —sonrió y acarició con el pulgar el carnoso labio inferior de Bella—. ¿Podemos?
Ella asintió.
—El doctor ha dicho que estoy lista para…
—Para mí —dijo Edward con total seguridad. Pero la sonrisa desapareció de sus labios enseguida—. ¿Estás segura, querida?
Por supuesto, no se refería a si Bella estaba segura de que el doctor tuviera razón. Le estaba preguntando si estaba dispuesta a acostarse con él sin más compromiso entre ellos que el de un matrimonio temporal.
Cuando Bella había creído que Edward deseaba a Tanya se había sentido dolida.
Cuando pensó que quería terminar su matrimonio, sintió miedo.
—Sí, Edward.
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