Capítulo 7
Diez días después de aquella noche en el sofá, Bella sabía que había hecho lo correcto. Pero habían sido diez días compartiendo una pequeña casa con un hombre que dejaba atrás cada mañana su aroma en la ducha, su taza de café en la encimera… y una mirada hambrienta grabada en su memoria cada vez que se iba.
Y diez días habían supuesto diez noches como aquella, sentados en torno a la pequeña mesa de la cocina.
Estaba consiguiendo que las cosas marcharan más o menos bien, pero lo cierto era que cada vez le costaba más recordar lo inteligente que había sido apartarse de Edward cuando lo hizo. Debía evitar a toda costa la tentación de su encanto, de sus caricias. Porque lo contrario podría conducirla al desastre.
Emmett, el mejor amigo de Edward, estaba ayudando. Edward también debía estar tenso, porque ambos habían recibido a su amigo con una especie de desesperado entusiasmo, como si su mera presencia pudiera cortar el tenso ambiente que había entre ellos, como ella estaba cortando la tarta que había hecho ese día.
—¿Chocolate? —bramó Emmett—. Mi favorita.
Bella se volvió hacia él con el plato en la mano a la vez que lo hacía Edward. Chocaron involuntariamente.
Bella sintió que todas sus terminaciones nerviosas echaban chispas.
El mismo calor brilló en los ojos de Edward.
¿Qué tendría de malo acariciarlo?
Edward respiró profundamente y su pecho se expandió contra los senos de Bella.
¿A quién haría daño si cediera a su deseo de acariciarlo?
En respuesta, Eddie empezó a lloriquear. Ruborizada, Bella rodeó a Edward y dejó el plato de Emmett ante éste. El paseo por el pasillo y cambiar de pañales a su bebé le dio tiempo para recuperar el control. Tenía alguien más en quien pensar aparte de sí misma. Edward no quería saber nada de ataduras familiares, y eso eran Eddie y ella, una familia.
Debía olvidar el seductor poder de las caricias de Edward y recordar las insalvables diferencias que había entre ellos.
Cuando volvió a la cocina con Eddie en brazos encontró a los dos hombres recordando pasadas celebraciones del día de San Valentín, al parecer, una tradición familiar de los Cullen.
—Las galletas de Evelyn —estaba diciendo Emmett—. Y el armario de los besos. ¿No es así como lo llamábamos? Recuerdo que te atrapé allí con la chica que había llevado a la fiesta, cuando teníamos quince años.
Edward rió.
—Sólo porque tú habías mandado a mi chica una de esas cursis tarjetas de San Valentín con encajes.
Bella se sentó en la silla que había entre ambos hombres y tomó su tenedor. Eddie empezó a lloriquear de nuevo y apenas pudo escuchar lo que decían. Pero no le importó. Las celebraciones de las fiestas no eran uno de sus temas favoritos. En el orfanato en que se crió sólo se celebraba el día de Acción de Gracias y la navidad.
—¿Cómo celebrabas tú el día de San Valentín, Bella? —preguntó Emmett, alzando la voz por encima de los lloriqueos del bebé—. ¿Jugando a las prendas con los chicos?
Bella negó con la cabeza.
—No sé cómo jugar a ese juego —¡qué grande era el abismo que la separaba de aquellos hombres! Mientras ellos compartían galletas y besos con chicas vestidas de «frou frou», ella compartía un dormitorio y un armario con otras cinco huérfanas.
De pronto, Edward se inclinó hacia ella y tomó al bebé de sus brazos. Eddie dejó de lloriquear al instante, distraído por el nuevo rostro.
—¿No jugabais a las prendas? —dijo, sonriendo al bebé—. Tal vez deberíamos hacer algo al respecto, Bella.
El tono burlón de su voz produjo un intenso cosquilleo a lo largo de la espalda de Bella. Casi pudo imaginarse a sí misma con quince años y el corazón latiéndole locamente mientras Edward se acercaba a ella para besarla.
—Entonces supongo que jugaríais a las postales —dijo Emmett, sonriendo—. Recuerdo que una vez jugamos nosotros. Montones de postales de San Valentín. Los chicos tomaban una del montón de las chicas y ellas del de los chicos.
Bella se imaginó a sí misma tomando una tarjeta con mano esperanzada y temblorosa… Que tonta fantasía. Movió la cabeza para alejarla.
—No —dijo—. Tampoco jugábamos a las postales.
Emmett frunció el ceño.
—Eres de California, ¿no? Supongo que allí tienen alguna tradición aparte de la de los cupidos.
Emmett no podía saber lo diferentes que habían sido las tradiciones de Bella a las suyas. Pero era bueno que ella las recordara. Que recordara de dónde venía y lo lejos que se encontraba socialmente de Edward.
—Crecí en un hogar para huérfanas en Los Ángeles.
Emmett se puso pálido.
—Oh. Lo siento…
Bella sonrió.
—No tiene importancia —era bueno que Edward oyera aquello, que ella misma recordara lo alejado que estaba de su alcance—. No recuerdo haber celebrado nunca el día de San Valentín.
Edward se movió junto a ella y la presionó con uno de sus duros muslos. Bella se apartó un poco pero él la siguió.
—¿Tampoco celebrabais el día de San Valentín en el colegio? —Edward acarició distraídamente la mejilla del bebé.
Bella negó con la cabeza.
—No estábamos en un buen barrio de la ciudad. El orfanato estaba junto a un refugio para familias sin hogar. Recibíamos las clases en un edificio propiedad del refugio.
Emmett hizo una mueca.
—Supongo que no era precisamente una juerga.
Bella se encogió de hombros.
—No —lo peor nunca fue la austeridad con que vivió su infancia, sino la sensación de… vacío.
—Evelyn tenía una fijación especial por el día de San Valentín —dijo Edward—. Solía empezar a planear la fiesta con semanas de antelación.
Bella sonrió al imaginar a la seria ama de llaves de pelo cano como una romántica.
—Solía llenar la casa de adornos color rosa con corazones rojos. James se escapaba en cuanto podía a jugar al fútbol, pero Alice se quedaba a ayudarla, escribiendo tarjeta tras tarjeta para sus amigas y profesoras.
—Me acuerdo de eso —dijo Emmett—. Solía esmerarme preparando la de mi madre, que lloraba todos los años cuando la abría.
Bella miró a Edward.
«¿Lo ves? ¿Ves cuántas cosas nos separan?», pensó. El niño privilegiado al que ofrecían galletas en bandeja de plata y que recibía tarjetas de San Valentín con encajes. La huérfana criada en un barrio pobre de Los Ángeles, no falta de cuidados, pero sí de cariño.
Sus mundos eran tan distintos… Pero era difícil mantener aquel pensamiento mientras Edward la miraba con sus oscuros ojos, con el bebé dormido contra su fuerte pecho, con el muslo firmemente presionado contra el de ella…
—No —susurró Bella.
Edward ni siquiera parpadeó.
—¿No qué, querida?
Acunó con una mano la cabeza del bebé y Bella sintió la caricia como si se la hubiera hecho a ella misma.
—Nunca hice ninguna tarjeta de San Valentin. Ni siquiera una vez, ¿comprendes? —Edward debía asumir lo poco que tenían en común.
De pronto, él deslizó una mano bajo la mesa y entrelazó sus dedos con los de Bella.
—Yo tampoco hice tarjetas de San Valentín, querida —dijo, arrastrando la voz con el característico acento de Seattle—. Bueno, sólo una al año, aunque nunca llegaba a mandarla —Bella contuvo el aliento. Edward no estaba captando lo que trataba de hacerle ver. Era evidente que no quería luchar contra lo que había entre ellos. ¿Por qué se empeñaba en no reconocer lo distantes que estaban el uno del otro?
Los hombres eran criaturas difíciles de entender.
—¿No quieres saber para quién hacía mi tarjeta de San Valentín? —insistió él con suavidad.
Bella negó con la cabeza. No quería saberlo. Sólo quería que le soltara la mano y luego reconociera que no tenían nada en común. Nada.
De todos modos, Edward continuó.
—Hacía la tarjeta para mis padres. Padres que, como te sucedió a ti con los tuyos, nunca llegué a conocer.
Edward la dejó ir entonces. La pasada noche, Bella tomó a su bebé en brazos y fue rápidamente a su habitación, como una potranca asustadiza y sin experiencia que hubiera olfateado a un semental.
Emmett alzó una interrogante ceja.
—¿Vas a hacerle daño?
Aquello enfadó a Edward.
—¡Claro que no!
—¿Estás seguro de que todo va bien?
—No te pongas en plan vaquero conmigo, Emmett.
Emmett alzó la otra ceja.
—No tiene nada de vaquero querer proteger a una mujer.
Edward apretó los puños.
—Lleva mi apellido.
—Por una razón —dijo Emmett con calma—. No por un precio.
Edward suspiró mientras entraba en la casa. Había vuelto para comer porque recordar las palabras de Emmett le había hecho sentirse culpable, y porque Bella ni siquiera había sido capaz de mirarlo aquella mañana.
—¡Bella! —le ofrecería de vuelta su libertad, si eso era lo que quería. Tal vez incluso insistiría en que su matrimonio concluyera cuanto antes.
No había nadie en casa. Por un instante, el pánico se apoderó de él. ¿Habría huido ya Bella? Pero no. La sillita del bebé estaba en su lugar en la cocina. La cesta con sus juguetes también seguía allí.
En la encimera había una nota. Doctor Scudder. Once y media.
¿Habría enfermado ella? ¿O el bebé?
Pocos minutos después, Edward estaba de vuelta en la ciudad. Encontró la consulta del doctor Scudder cerrada. Habían salido a comer.
Maldición.
El momentáneo pánico que sintió se transformó en enfado tras llamar al hospital y averiguar que ni Bella ni el bebé estaban allí.
—No quiero sentirme así —murmuró. No se había casado para sentirse responsable de nadie.
Había llegado el momento de acabar con aquello.
Dos bloques más allá encontró el coche de Bella, pero ella no estaba. Dos bloques más y tuvo que hacer un esfuerzo para no echar a correr. ¿Dónde estaba? Quería encontrarla y poner en marcha las ruedas para acabar con aquel matrimonio.
La panadería.
Caminó rápidamente, seguro de encontrarla allí. A través de los ventanales vio que había bastante gente dentro.
Las campanillas que había sobre la puerta tintinearon cuando pasó al interior. Deslizó la mirada por el lugar. Bella no se encontraba entre los clientes.
Maldición. Apretó los dientes. Tal vez, las dueñas, Sue y Leah, sabrían decirle dónde encontrarla. Respiró profundamente y el delicioso aroma a pan y bollos recién hechos invadió sus pulmones, recordándole el día de su proposición de matrimonio. El rostro sorprendido de Bella, su delicada piel, rodeada de olor a pan recién hecho.
No era de extrañar que el recuerdo resultara tan agradable.
Tras el mostrador, Leah, Sue y otra mujer atendían a los clientes. Edward podría haber formulado directamente su pregunta, pero, por alguna extraña razón, no quería que la gente supiera que estaba buscando a su esposa.
O que le había perdido la pista.
No pasaron más de unos segundos antes de que lo reconocieran en la tienda. Dos empleadas en Cullen Oil pasaron junto a él. Ambas se detuvieron para preguntarle por el rancho, por su matrimonio y si echaba de menos Cullen Oil.
Muy bien, muy bien y en absoluto.
El sonido de su voz hizo que Tanya Denali, que se hallaba un poco más adelante en la cola de clientes, se volviera hacia él.
—Edward —dijo, con el coqueto acento que siempre utilizaba y una sonrisa que parecía decir que llevaba todo el día esperando encontrarse con él.
—Tanya —Edward asintió secamente. Normalmente, los ojos muy abiertos de Tanya y su postura, exageradamente erguida, le hacían sonreír, pero hoy le parecieron especialmente falsas.
Tanya dejó avanzar a las personas que tenía detrás y se acercó a Edward hasta casi tocarlo.
—¿Tienes un mal día? Pareces un poco enfurruñado.
—Estoy bien —Edward trató de sonreír y dio un paso atrás.
Tanya apoyó una mano en su antebrazo.
—No pareces el Edward de siempre. ¿Dónde está tu sonrisa? ¿Dónde está la diversión?
Edward trató de alzar más las comisuras de sus labios.
—No sé qué quieres decir —por encima del sofisticado peinado de Tanya, observó la actividad en el mostrador. Si al menos fueran más rápido… Necesitaba hablar con Bella «ahora», cuando terminar con aquella farsa de matrimonio parecía lo más adecuado.
—Estás enfurruñado —dijo Tanya, asintiendo lentamente—. Hace tiempo que deberías saber que no estás hecho para el matrimonio. En mi librería hacen apuestas sobre cuánto durará —chasqueó la lengua—. El playboy Cullen y la panadera.
Edward la miró fijamente.
—Demasiado bonito —continuó Tanya, alzando las cejas—. Demasiado increíble.
Edward sintió que se le encogía el estómago. Frunció el ceño.
—¿Increíble? ¿Por qué increíble?
Varios clientes se volvieron a mirarlo.
Tanya se apartó ligeramente de él.
—Nada, Edward —dijo, rápidamente—. Sólo estaba bromeando.
Las campanillas de la puerta volvieron a sonar. Por el rabillo del ojo, Edward captó un parca azul y una bufanda roja. Bella y Eddie. El alivio que sintió al verla no relajó su estómago.
—¿Edward? —la sorpresa que reveló el tono de Bella no sirvió precisamente para disminuir las sospechas de Tanya. Edward sintió que lo escrutaba con la mirada.
«El playboy Cullen y la panadera». Aquellas palabras confirmarían a Bella todo lo que, de forma tan evidente, había tratado de hacerle ver la noche anterior.
Maldita Tanya. Conociéndola, y conociendo a los habitantes de aquel lugar, un comentario como aquel acabaría llegando a oídos de Bella. Sobre todo si la disolución de su matrimonio se producía de forma tan inmediata.
Alargó una mano y cubrió con ella la de Bella, que la tenía apoyada sobre la barra del cochecito del niño. La miró a los ojos un momento y luego le hizo alzar la barbilla con suavidad para besarla.
Luego se volvió de nuevo hacia Tanya.
—No me gusta bromear con nada relacionado con mi esposa —dijo—. Ni con nuestro matrimonio.
—¿Edward? —repitió Bella.
A él no le gustó el tono inseguro de su voz. Revelaba que no lo conocía lo suficiente, que no confiaba en él. Tanya lo captaría.
—Te estaba buscando. Teníamos una cita para comer, ¿recuerdas?
Sue salió de detrás del mostrador, toda seguridad donde Bella era todo confusión.
—Y yo prometí quedarme con Eddie —tomó el carrito de manos de Bella—. Vosotros tomaos todo el tiempo que queráis.
—Tenemos una reserva en Oscar’s —dijo Edward. No era cierto, pero sabía que Oscar les encontraría una mesa. Se inclinó para besar de nuevo a Bella.
En beneficio de Tanya, por supuesto.
—Si nos disculpáis —añadió, haciendo una inclinación de cabeza hacia Sue, hacia Tanya y hacia cualquiera que dudara de la solidez de su matrimonio. Después, salió de la panadería con su bella esposa tomada del brazo.
—No estoy adecuadamente vestida para este lugar —susurró Bella junto a Edward. Acercó su silla aún más a la mesa, esperando que los demás clientes del elegante restaurante creyeran que llevaba una falda en lugar de sus gastados vaqueros.
—Nadie te está mirando —dijo Edward, tomando el menú.
Bella hizo una mueca.
—Sí, claro. Como no me miraba nadie en la panadería.
Edward dejó bruscamente el menú sobre la mesa.
—¿Te ha dicho alguien algo? —preguntó con brusquedad.
Bella parpadeó.
—No han tenido oportunidad; me has sacado de allí en menos de treinta segundos —lo cierto era que todos la habían mirado cuando entró por la puerta. Y había notado que algo estaba pasando entre Tanya Denali, la dueña de la librería, y Edward. Su corazón se encogió.
Edward volvió a tomar el menú y lo abrió con forzada despreocupación.
—Entonces, ¿nadie te ha dicho nada sobre… nada?
¿Qué temía que le hubieran dicho? ¿Sería algo relacionado con Tanya? Era una mujer mayor que Edward pero seguía siendo muy atractiva.
—¿Quieres decirme algo? —preguntó con suavidad. ¿Sería Tanya la mujer que deseaba Edward?
—¿Y tú? —replicó él—. ¿Estás enferma? ¿Está malo Eddie?
Bella parpadeó.
—¿Malo?
—He ido a casa a verte y he visto tu nota. ¿Tenías una cita con el médico hoy?
Las mejillas de Bella se acaloraron.
—Nunca habías venido a casa a la hora de comer —¿qué habría hecho interrumpir sus ocupaciones a Edward?
El camarero se acercó a su mesa para tomar nota de lo que querían. Pocos minutos después, Bella comenzó a tomar la ensalada de pollo que había pedido.
—¿Por qué has venido a casa más temprano hoy? —se animó a preguntar finalmente.
Edward mantuvo la mirada fija en su plato.
—Quería hablar contigo.
Bella apretó con fuerza exagerada el tenedor que sostenía en la mano. Recordó la evidente tensión que había captado entre Edward y Tanya en la panadería. ¿Quería confesarle que tenía una amante?
—¿Sobre Tanya?
—¿Tanya? —Edward alzó la cabeza y entrecerró los ojos con suspicacia—. ¿Qué pasa con Tanya?
El corazón de Bella latió con fuerza en su pecho.
—He pensado que… que tal vez querías decirme que estabas viéndola.
Edward frunció el ceño.
—¿Viéndola? —repitió.
Bella tragó con esfuerzo.
—Ella parecía… muy interesada en ti en la panadería.
—¿Tanya? —Edward rió brevemente—. Tanya sólo está interesada en dos cosas: en crear problemas y en James. Y no necesariamente por ese orden.
La voz de Edward se tensó al mencionar a su hermano. Bella se obligó a tomar otro bocado de su ensalada. Él consumió de un trago el resto de su agua fría.
La inmediata aparición de un camarero para rellenarle el vaso no hizo que se disipara la tensión.
Bella dejó su tenedor en la mesa.
—¿Es eso lo que hace que te sientas enfadado con James? —tuvo que preguntar—. ¿Que Tanya estuviera interesado en él?
Edward la miró un momento sin decir nada.
—No entiendo por qué estamos hablando de Tanya.
—Porque parecías disgustado mientras hablabas con ella. He pensado que tal vez…
Edward alzó las cejas.
—¿Tal vez…?
—Que tal vez te casaste conmigo por despecho. Que es a Tanya a quien quieres.
Edward gimió y se pasó una mano por el rostro.
—Bella…
—Dime, Edward.
—No dejo de complicar las cosas.
—¿Por qué dices eso? —preguntó ella con suavidad.
—No… —Edward se interrumpió.
—La sinceridad es la mejor política. Anne siempre decía eso, y tenía razón.
Edward volvió a gemir.
—Anne, y bendito sea su cariñoso corazón, nunca tuvo una esposa a la que liberar.
Bella sintió que se le ponía carne de gallina.
—Anne nunca se casó —dijo, sólo para demostrarse que aún podía mover la boca.
—No me sorprende.
Bella dio un sorbo de agua para humedecer su seca boca.
—¿Qué quieres Edward? Dímelo.
Edward alzó la mirada de su plato. Bella sintió que el anillo de boda le quemaba en el dedo. Lo acarició con el pulgar.
—Quería liberarte de la carga de este matrimonio.
Bella presionó el anillo.
—¿Por qué?
—Que se vayan al diablo el abuelo, el fideicomiso y Oil Works —dijo Edward entre dientes.
Bella cerró los ojos. Le habría gustado retirar lo que había dicho sobre la sinceridad. Quería que Edward le mintiera. Por alguna loca razón quería seguir casada con él. Y también quería que él lo quisiera así.
—Pero no voy a dejarte ir —añadió Edward.
Bella abrió los ojos.
—Al menos, todavía —él alargó un brazo para tomarla de la mano.
Bella trató de mantener los dedos quietos, pero éstos se estrecharon cálidamente en torno a la mano de Edward. Debería preguntarle por qué había cambiado de opinión. En lugar de ello, dijo:
—Tenemos un trato.
Él asintió.
—Exacto. Tenemos un acuerdo matrimonial.
—Eso es.
—¿Estás segura? —el pulgar de Edward trazó un erótico círculo sobre el dorso de la mano de Bella—. ¿Puedes esperar un poco más a conseguir tu libertad?
«La sinceridad es la mejor política».
—No quiero recuperar la libertad —contestó Bella, aún sabiendo que lo contrario sería lo más seguro.
—Todavía —añadió él.
—Todavía.
—El problema es que la casa del rancho es muy pequeña.
Bella supo a qué se refería Edward. Si seguían viviendo juntos en aquel reducido espacio… respiró profundamente y tomó una decisión.
—Sí —dijo.
Edward le estrechó la mano con más fuerza.
—Emmett puede presentarse cada tarde, ya sabes. Pero seguro que esta noche no viene. Está enfadado conmigo.
—Sí —susurró Bella. En realidad no había nada más que decir. Siempre se habían dirigido hacia aquel punto, por mucho que lo negaran o por muchas diferencias que hubiera entre ellos.
—Dios, Bella… Es tan frustrante tocarte y no…
—Hoy he ido a ver al doctor —un intenso rubor cubrió el rostro de Bella—. Estoy… bien.
Edward cerró los ojos.
—Quieres decir que…
—Sí —Bella tuvo que sonreír. Quería sentirse feliz en aquel momento, pasara lo que pasara después—. Edward…
El centró la mirada en su sensual boca.
—Me gusta lo que veo —sonrió y acarició con el pulgar el carnoso labio inferior de Bella—. ¿Podemos?
Ella asintió.
—El doctor ha dicho que estoy lista para…
—Para mí —dijo Edward con total seguridad. Pero la sonrisa desapareció de sus labios enseguida—. ¿Estás segura, querida?
Por supuesto, no se refería a si Bella estaba segura de que el doctor tuviera razón. Le estaba preguntando si estaba dispuesta a acostarse con él sin más compromiso entre ellos que el de un matrimonio temporal.
Cuando Bella había creído que Edward deseaba a Tanya se había sentido dolida.
Cuando pensó que quería terminar su matrimonio, sintió miedo.
—Sí, Edward.
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