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sábado, 21 de enero de 2012

El primer bebé del año - Final

Capítulo 11
Edward sabía que había cosas peores que verse recluido en una pequeña casa ranchera en medio de la nada, pero en aquellos momentos no se le ocurría nada. De manera que, tres días después de que Bella se fuera con Eddie, y la tarde que recibió por correo su copia del acuerdo prenupcial hecha pedazos, decidió retomar su anterior vida.
Llamó a Emmett. Quedaron en el club Route esa misma noche, la noche anterior al Día de San Valentín, una fecha tan buena como la otra, incluso mejor, para un playboy reclamando su terreno.
Se encontró con Emmett esa tarde a las ocho. La vida nocturna de los clubs no solía ponerse en marcha hasta más tarde, pero Edward había querido escapar del silencio de la casa cuanto antes.
—Lo vamos a pasar bien esta noche —dijo, forzando una sonrisa—. Nuestros problemas van a desaparecer.
Emmett lo miró con gesto escéptico.
—Lo que tú digas, colega —señaló un rincón del local—. Tenemos una mesa allí.
Emmett sabía cómo ayudar a un amigo que lo necesitaba. No sólo tenía una mesa reservada, sino que además había dos bellas mujeres que Edward no conocía esperándolos en ella. Una de ellas parecía menor de edad, pero Edward averiguó pronto que había cumplido los veintiuno y que era la hermana de un antiguo compañero de clase. Cuando el grupo del local empezó a tocar, la sacó a bailar.
—¿No estabas casado? —preguntó la joven, Randi.
Se había presentado así. «Randi, con i latina».
Edward tensó los hombros para no dejarle acercarse.
—No salió bien —contestó—. ¿Te importa que hablemos de otra cosa?
—No, no me importa —Randi, que decía ser la jefa de animadoras del equipo de la universidad local, tenía una boca perfecta para mascar chicle y hacer pompas—. ¿Sobre qué, por ejemplo?
«Sobre cómo estará hoy Eddie», pensó Edward. «Sobre mi anillo de casado, que parece pegado a mi dedo».
Suspiró.
—¿Te importa que dejemos de bailar? La verdad es que no me apetece demasiado.
Randi no protestó cuando la acompañó de vuelta a la mesa. Luego, Edward trató de dejar a Emmett y a sus amigas para ir a jugar al billar, pero Elijan lo sujetó por el brazo y le hizo sentarse.
—Estás damas han sido lo suficientemente amables como para acceder a quedarse con nosotros —dijo con firmeza—. Lo menos que puedes hacer es mostrarte sociable.
Sociable. Edward sabía que siempre había sido un hombre sociable. El joven y brillante hijo de la familia Cullen. Siempre moviéndose por la superficie de las relaciones, sin acercarse ni por asomo a la posibilidad de poner un anillo en el dedo de una mujer, alejándose siempre antes de que las cosas se volvieran demasiado serias.
Pero en esta ocasión había aprendido que dolía mucho que lo dejaran a uno.
Dio un largo trago a su cerveza. Las mujeres comenzaron a charlar, comparando el aspecto del batería del grupo con Lauren Kilmer. Edward trató de imaginar a alguna de ellas embarazada, sola, conduciendo a través del país y manteniéndose a cambio de un trabajo en una panadería. No era justo hacer comparaciones, pensó. Nadie era Bella.
Para distraerse de aquellos pensamientos, se volvió hacia Emmett y dijo:
—Ya está bien de esconderme. Mañana iré a verte y pondremos en marcha nuestro plan para la expansión del rancho. ¿No tenemos otra reunión en el banco la próxima semana?
Emmett alzó las cejas.
—¿No me habías dicho que Bella había roto vuestro acuerdo prenupcial?
—Sí —Edward ignoró una repentina punzada—. ¿Y qué?
—Ya te lo dije hace unos días. Tu abuelo estaba tratando de hacer que confesara la verdad sobre vuestro falso matrimonio.
—Sí, sí —replicó Edward, impaciente—. ¿Y?
Emmett movió la mano ante el rostro de su amigo.
—Hola, ¿me oyes? ¿No crees que lo sucedido significa que ya se lo ha contado a Carlisle? No creo que tu abuelo vaya a darte ahora tu dinero.
Edward parpadeó. Había oído lo que Emmett le dijo sobre el intento de soborno de Carlisle, pero no se había detenido a pensar en ello. Había estado demasiado ocupado lamentando la marcha de Bella.
—¿Qué quieres decir exactamente? —preguntó.
Emmett miró a sus dos acompañantes, que seguían charlando animadamente.
—Que Bella te ha vendido.
Edward rió.
Emmett alzó de nuevo las cejas.
—No te engañes, Edward. Elegiste casarte con ella porque necesitaba seguridad, el dinero que podías ofrecerle. ¿Por qué no iba a aprovecharse de ello?
Edward volvió a reír.
—No conoces a Bella. No la conoces en absoluto.
Emmett apoyó la espalda contra el respaldo del asiento y se cruzó de brazos.
—Pues cuéntame.
—Desde el primer momento que la vi despertó mi instinto de protección —dijo Edward—. No sé si fue su raído abrigo, su aspecto desbrido, o qué —recordó las manos de Bella aferrándose a él mientras daba a luz—. Por algún motivo, me sentí responsable de ella y de Eddie casi al instante —pensó en Bella en su cama, en el brillo de sus ojos—. Y la deseé.
—¿Qué tiene eso que ver con el precio de las patatas y aceptar el soborno de Carlisle? —preguntó Emmett en tono irónico.
—Te estoy diciendo que la conozco —replicó Edward—. Bella no haría algo así. La conozco. Confío en ella.
La última frase cayó en un pozo de silencio.
Luego, las palabras empezaron a girar velozmente en la cabeza de Edward, enlazándose con otras que acababa de pronunciar. Protección. Responsabilidad. Deseo.
Confianza.
Protección. Responsabilidad. Deseo. Confianza.
¿En qué se resumía todo aquello?
Amor.
Siempre había sido lento comprendiendo ciertas cosas. Hasta ahora no había comprendido a qué se debían aquellos sentimientos.
—Estoy enamorado de ella —dijo, finalmente.
Emmett sonrió.
—Sabía que acabarías por descubrirlo tú sólito.
Evelyn abrió a Edward la puerta de la casa de su abuelo. Aunque a esa hora de la tarde se suponía que ya no estaba trabajando, Edward no se sorprendió al verla, ni ella tampoco al verlo a él.
—El señor Cullen está arriba, en su despacho —dijo el ama de llaves.
Edward subió las escaleras. El sonido de sus pasos quedó apagado por la mullida alfombra, pero sabía que su abuelo estaría esperándolo. Evelyn le habría comunicado su llegada por el interfono.
Llamó a la puerta del despacho.
—Adelante, Edward.
Edward sonrió para sí. Casi nunca cruzaba el umbral de aquella puerta sin cierta actitud de disculpa. Pero había llegado la hora de enfrentarse cara a cara con su abuelo.
Carlisle Cullen parecía tan formidable como siempre sentado tras su escritorio. Edward movió la cabeza.
—Ese ceño fruncido casi hace que me tiemblen las rodillas —dijo, en un tono cariñosamente burlón.
Carlisle bufó.
—¿Casi? —murmuró—. Debo estar perdiendo cualidades.
Edward volvió a mover la cabeza.
—Eso nunca, abuelo —tras ocupar el sillón que se hallaba frente al escritorio, respiró profundamente—. No quiero trabajar en Cullen Oil Works, abuelo. Me casé para librarme del trabajo, pero eso fue…
—Una chiquillada.
Carlisleba a decir que fue una cobardía, pero «chiquillada» sonaba mucho mejor.
—Quiero que sigas en el negocio, hijo.
—Lo sé, abuelo.
—Y sin James, ¿quién…?
—Tú, abuelo. Y después, la próxima persona que encuentres que ame tanto el negocio como tú.
—Pero con James…
Edward dio una vigorosa palmada en el brazo del sillón.
—¡Pero con James, nada! ¡Esto es sobre mí y mi vida! He estado muy enfadado con él por haber muerto, pero ahora creo que ya lo he superado —se puso en pie y comenzó a caminar de un lado a otro del despacho—. Porque, al menos, la muerte de James me enseñó algo. ¡Es mejor no esperar a que llegue el momento adecuado para empezar a vivir de verdad!
Y lo que había estado haciendo hasta entonces era jugar. En el trabajo. Con las mujeres. Incluso tras la muerte de James, había estado tan empeñado en evitar sus propios problemas y sentimientos que no había reconocido que lo que sentía por Bella era amor.
—Así que crees que por fin has madurado, ¿no? —preguntó Carlisle con aspereza.
Edward pensó en su compromiso con Emmett y el rancho, en la profundidad de sus sentimientos por Eddie y Bella.
—El matrimonio puede producir ese efecto —dijo, con calma.
—Tal vez —contestó su abuelo.
Su boca no sonrió, por supuesto, pero Edward habría jurado haber visto en ella una sonrisa de todos modos.
¿Cómo se encuentra a una esposa huida?
Se empieza por el lugar en que uno la encontró. Técnicamente, esa era la casa del abuelo de Edward, pero éste pensó que sería más lógico empezar por la panadería. Bella estaba con Sue y Leah antes de casarse, y podía haber vuelto allí.
Por supuesto, el día de San Valentín no era el más adecuado para acudir a una panadería pastelería. A través de los escaparates, Edward vio que el local estaba abarrotado.
Entró pensando que ni siquiera iba a poder acercarse a Sue y a Leah para preguntarles lo que quería. Estaba a punto de volver a salir cuando la muchedumbre se apartó para dejar pasar a alguien con un gran pastel. Tras éste caminaba una mujer bajita.
Edward estuvo a punto de tragarse la lengua. ¡La enfermera ratón!
Para evitar mirarla a los ojos, apartó la vista. Hubo otro movimiento de gente y entonces la vio. La más bella visión. Pelo rubio, dulce sonrisa. Bella.
El muro de gente volvió a cerrarse. Edward respiró profundamente, preguntándose qué hacer. Colarse resultaría imposible. Gritar, ridículo.
Ser un cliente. Eso le garantizaría unos momentos con ella. Rápidamente fue a tomar un papel de turno. El ochenta y ocho.
—¡Número veintiséis! —oyó que exclamaba Sue desde el mostrador.
Edward gimió. Una mujer que estaba a su lado lo miró sIrinaramente. Edward le dedicó su sonrisa más encantadora.
—¿Qué número tiene usted?
—El treinta —contestó la mujer, impertérrita.
Edward sacó su Withlocka.
—Le doy cincuenta dólares por él.
La mujer se apartó de él, asustada.
—Ni hablar.
Un adolescente con un aro en cada oreja se volvió hacia él.
—Yo tengo el veintisiete.
Edward le alcanzó un billete de cien dólares. El muchacho lo tomó y salió corriendo hacia la puerta, como temiendo que Edward cambiara de opinión.
—¡Número veintisiete!
Edward avanzó hacia el mostrador y se encontró con…
Sue.
—¿Qué puedo hacer hoy por ti? —preguntó la amable mujer, dedicándole una radiante sonrisa.
Cerca de ella, atendiendo a otra cliente, la afortunada veintiséis… estaba su esposa.
—He venido a hablar con Bella.
Ella lo miró, luego miró a Sue y negó frenéticamente con la cabeza.
—Sí quieres algo, yo te atenderé —dijo Sue con firmeza.
—Quiero recupera a mi mujer y a mi hijo.
Bella se ruborizó intensamente mientras envolvía cuidadosamente una caja. Sue frunció el ceño.
—Me refiero a algo de comer, joven.
—Sólo quiero hablar con Bella, Sue. ¿Y dónde está Eddie?
Sue se suavizó.
—Ahí mismo, durmiendo como un corderito.
Edward vio a través de los cristales de un alto mostrador al bebé, plácidamente dormido en su sillita. «Mi hijo», pensó, sintiendo cómo se henchía su corazón.
Miró a Bella.
—Me porté como un idiota, ¿de acuerdo? Vuelve conmigo.
Ella negó con la cabeza.
—Ahora no, Edward —la clienta a la que atendía comenzó a hablar con ella.
—Entonces, ¿cuándo…?
Sue volvió a interrumpirlo.
—¿Quieres comprar algo de comer, o no?
Edward se pasó una mano por el pelo.
—Una tarta. Con una inscripción.
—Esos encargos hay que hacerlos con veinticuatro horas de antelación.
Edward habló entre dientes.
—Dame un respiro, ¿de acuerdo? ¿No te gustan los finales felices?
Sue sonrió candorosamente.
—Sí, cuando alguien se esfuerza por lograrlos —su expresión se suavizó—. ¿Qué quieres que diga la tarta, Edward? Creo que podré convencer a Leah para que la haga rápidamente.
Edward pensó deprisa.
—Para Bella. Puede que al principio fuera un matrimonio de conveniencia. Puede que no supiera lo que significa ser un marido, un padre, pero…
—¡Para, para! —dijo Sue, riendo—. Creo que ni nuestra tarta más grande daría para escribir todo eso. Escribiremos un resumen.
Edward empezaba a ponerse nervioso. Nada estaba saliendo como pretendía. Quería a su esposa en sus brazos y a su hijo en la sillita con la rueda estropeada que debería haber arreglado hacía semanas.
—Apiádate de mí, Sue.
—Edward…
Al oír a Bella, Edward se volvió hacia ella como una exhalación.
—¿Sí?
Ella señaló a la mujer que estaba atendiendo, la cliente número veintiséis. Por la abertura de su abrigo, Edward vio el típico uniforme de enfermera. Una compadre de la enfermera ratón.
—Esta es Jenny Campbell —dijo Bella.
Edward parpadeó. ¿Presentaciones en un momento como aquel?
—Ella fue mi instructora de parto.
Desconcertado, Edward miró a Bella y percibió un destello de excitación en sus ojos.
—Mi instructora de las clases de parto —repitió ella—. Y acaba de decirme que una vieja conocida mía ha ingresado en el hospital para dar a luz.
Edward tardó unos segundos en captar lo que quería decirle Bella. Entonces comprendió. Victoria. De parto.
Tomó a Bella de la mano, dispuesto a sacarla por encima o por debajo del mostrador.
—Tienes que venir conmigo —miró a Sue, sonriendo—. Y necesitaremos otra tarta. Una en la que ponga «¡Bienvenido al mundo, bebé Cullen!».
Bella conducía. Edward ocupaba el asiento de pasajeros junto a ella y toqueteaba los mandos de la calefacción.
Eddie iba tranquilo en su silla; ese era el motivo por el que iban en el coche de Bella y no en el todoterreno de Edward.
Por supuesto que ella debería haberse quedado en la panadería. Pero la excitación de Edward al saber que había aparecido Victoria resultó muy contagiosa. Antes de salir, él había llamado a su abuelo y a Alice, que seguía en Freemont. Quedó con ellos en el hospital.
Un aire apenas templado surgió de las toberas. Edward maldijo entre dientes.
—Necesitas un coche nuevo. Necesitas un nuevo abrigo. Tienes que dejarme arreglar el carrito de Eddie. O, mejor aún, compraremos uno nuevo.
Bella sintió que el corazón se le subía a la garganta. Otra vez Edward el rescatador. Era a ése al que debía resistirse.
—Estamos bien con lo que tenemos —dijo.
Edward se pasó una mano por el pelo mientras se volvía hacia ella.
—¡Mira! —exclamó, señalando el cuello de Bella—. ¡Tienes la carne de gallina! —apoyó una mano en su muslo y lo frotó vigorosamente.
Bella respiró profundamente. A lo largo de su vida, sólo Edward la había mirado tan atentamente… o se había preocupado por ella con tanta dulzura.
Pero no la amaba.
En el aparcamiento del hospital, detuvo el coche sin apagar el motor.
—Este asunto atañe a tu familia —dijo, sin mirar a Edward—. Voy a volver a la panadería. Supongo que podrás regresar con alguien de tu familia.
Edward alargó una mano y giró la llave para apagar el motor.
—Lo que atañe a mi familia te atañe a ti también. Tu sitio está a mi lado.
Bella tuvo que mirarlo. No se había fijado en que aún llevaba su anillo de casado. Ella también llevaba el suyo.
Sus manos empezaron a temblar y tuvo que aferrarse al volante para ocultarlo.
—Ya hemos pasado por esto, Edward.
Él se pasó ambas manos por el pelo.
—Pensaba que podríamos ocuparnos de esto después de ver a Victoria.
—¿Ocuparnos de qué?
Eddie empezó a lloriquear, Bella se volvió para tomarlo en brazos, pero Edward apoyó una mano en su hombro.
—Déjame hacerlo —dijo—. Probablemente sólo tiene frío —se volvió y sacó al bebé de su sillita. Junto su nariz con la de Eddie—. Hola, amiguito —sonriendo, metió al pequeño bajo su abrigo, de manera que sólo asomaban sus ojitos y su nariz.
Bella temió que su corazón se rompiera.
Pero no podía volver a Edward por razones equivocadas.
Él debió percibir el dolor de su expresión, porque alargó una mano y la colocó bajo su barbilla.
—Siento haberte hecho infeliz.
—«Puedes dejar un tronco en el agua tanto como quieras. Nunca se convertirá en un cocodrilo» —murmuró Bella.
La mandíbula de Edward se tensó.
—Empiezo a cansarme de tanto refrán. ¿Qué se supone que quiere decir ese?
Bella se encogió de hombros.
—Que no debería haber esperado que te convirtieras en algo que no eres.
—El playboy no puede convertirse en padre y marido —Bella asintió sin decir nada—. ¿Y si el playboy madura? ¿Y si de pronto comprende que sólo ha estado rozando la superficie de la vida y decide que debe empezar a vivir plenamente? —Eddie miraba a Bella con la misma seria intensidad de Edward. Éste siguió hablando con voz ronca—. ¿Y si el hermano del playboy murió a los treinta y cinco años y luego él atestiguó el nacimiento de un bebé y a la vez encontró a una mujer con coraje, fuerza y belleza? ¿No le cambiaría eso?
Bella tragó con esfuerzo. Su voz también surgió ronca cuando habló.
—Claro que le cambiaría. Pero podría seguir sin creer en el amor.
—Porque nunca lo había experimentado —Edward tomó una mano de Bella, se la llevó a los labios y la besó con ternura—. He sido un idiota, Bella. Todo lo que he sentido… todo lo que me haces sentir… no sabía… —se interrumpió y presionó la mano de Bella contra su pecho.
Ella sintió los poderosos latidos de su corazón. Pero tenía que escuchar las palabras. Tenía que oírlas para saber con certeza.
—¿Edward?
El corazón de Edward latió más deprisa.
—Te quiero, Bella. Antes no sabía cómo definir lo que sentía, pero tienes que creerme. De lo contrario no me habría sentido tan triste y desasosegado después de que te marcharas.
El corazón de Bella latió al unísono con el de él.
—Tienes formas muy retorcidas de conseguir lo que quieres —murmuró. No podía ser. Edward no podía amarla realmente.
—Vamos, cariño —dijo él, acariciándole el pelo—. ¿No puedes creer que alguien te quiera? Porque yo te quiero. Te quiero mucho.
¿Alguien la quería? ¿Edward? Resultaba difícil de creer. ¿Bella Swan, llamada así por la enfermera que la encontró abandonada ante la entrada del hospital Swan, podía ser amada, realmente amada?
Era lo que había buscado toda su vida.
Y allí estaba el amor, ante ella, como un juguete brillante que no podía tener.
«Si quieres algo más que nada en el mundo, estate preparada para jugártelo todo». Alice también había dicho eso. Y ella quería al maravilloso hombre que estaba a su lado, con su bebé en brazos, más que a nada en el mundo.
—Si te doy mi amor… —si se lo daba todo, ¿cómo la correspondería él? ¿Con coches nuevos, abrigos nuevos, cosas para hacerla supuestamente feliz?
—Te corresponderé con el mío —replicó Edward.
Los ojos de Bella se llenaron de lágrimas, pero sonrió.
—Es cierto que me quieres.
Edward sonrió, feliz.
—Claro que te quiero —se inclinó hacia ella y le dio un rápido beso—. ¡Puf! El tronco se convierte en cocodrilo —su sonrisa se ensanchó—. Es una nueva versión de la rana y el príncipe.
Bella rió, luego lloró y después secó sus lágrimas en el hombro de Edward cuando éste la tomó entre sus brazos. Cuando Eddie protestó al empezar a sentirse el interior de un sándwich entre sus padres, éstos se apartaron y fueron al hospital. Ese día estaban teniendo lugar muchos asuntos importantes.
Tomados del brazo, fueron a la sala de espera de maternidad. Carlisle Cullen y Alice estaban allí, con sus rostros relucientes.
Bella sonrió a ambos. Eran su familia.
Se volvió hacia Edward, que llevaba a Eddie en brazos. Sus hombres.
—Me ha gustado esa sonrisa —murmuró su marido.
—Te quiero —contestó ella.
Un click y un destello acompañaron el beso de Edward, aunque pasaron desapercibidos para Bella.
Y el momento hizo una bonita foto en la siguiente edición del Freemont Springs Daily. El día de San Valentín había estado lleno de excitantes acontecimientos para la familia Cullen.
Los habitantes de Freemont suspiraron viendo el amor que manifestaba el ex playboy Edward Cullen por su reciente esposa.
Sue y Leah se sintieron felices por la joven que habían tomado bajo su protección.
El doctor Mercer Manning, especialista en cirugía dental, inspeccionó detenidamente las encías del bebé de Edward y Bella, que sonreía a la cámara. ¡Y pensar que ese mismo día había nacido otro niño Cullen, el hijo de James! El doctor Manning se frotó las manos y sonrió para sí. Ah. Otra generación de trabajo dental.
La vida era maravillosa.




Fin

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