Capítulo 9
El abuelo les estaba haciendo esperar. Edward se movió inquieto en el viejo sofá del rancho.
—Es una táctica —dijo, refunfuñando—. Llegar tarde le pone en situación de ventaja.
Bella sonrió serenamente mientras acunaba a Eddie en sus brazos.
—Hmm.
Edward se puso en pie.
—Sé que es una táctica. Yo mismo la he utilizado, pero sigue volviéndome loco.
—¿Y si lo único que sucede es que se ha retrasado? Lleva fuera un mes. Seguro que ha tenido que ponerse al día de muchas cosas.
Edward miró a Bella con gesto horrorizado.
—Te va a hacer picadillo, querida. Te estrujara hasta que no quede más que el aroma de tu champú.
Bella siguió sonriendo y acunando al bebé.
Edward gruñó.
—Está claro que no lo comprendes. El abuelo está buscando cualquier grieta, la mínima fisura. Para conseguir que se crea este matrimonio vamos a tener que hacerlo muy bien.
Los ojos color turquesa de Bella destellaron.
—¿Qué no es real en este matrimonio, Edward? ¿Qué parte debemos simular?
La mirada y las palabras de Bella hicieron que Edward volviera a sentarse. «¿Qué no es real en este matrimonio?» La noche pasada, en su cama, Bella había sido toda una maravillosa realidad.
Debería estar agradecido a su abuelo en lugar de dedicarse a refunfuñar. La inspección del viejo sería la última barrera a superar para conseguir hacerse con su fideicomiso. Cuando tuviera el dinero ya no necesitaría aquel matrimonio.
Bella y Eddie podrían comenzar su nueva vida. Él recuperaría su identidad perdida de playboy.
Ella encontraría un hombre con el que casarse de verdad.
«¿Qué no es real en este matrimonio?»
—¡Odio esto! —exclamó Edward.
Bella alzó las cejas.
—¿Te refieres a la espera?
—Por supuesto —espetó Edward—. ¿A qué me voy a referir si no?
—Ah, ya veo. Realmente eres el Lobo Feroz a la mañana siguiente.
Edward no pudo evitar sonreír. El recuerdo de la noche pasada era demasiado dulce y ardiente como para no revivirlo. Volvió a levantarse del sillón y se arrodilló ante la mecedora en que estaba sentada Bella. Con las manos en los brazos de la mecedora, detuvo su movimiento—Bella.
¿Qué decir a continuación? ¿Darle las gracias por haber sido tan complaciente? ¿Rogarle que volviera a serlo? ¿Hacerle otra promesa como la de la noche anterior: que sería ella la que decidiera cuándo acabaría aquello?
¿Qué sería más justo? ¿Qué estaría bien? ¿Qué podía decir cuando la realidad era que esperaba ansiosamente que su abuelo aprobara aquel matrimonio para poder terminar con él?
—Comprendes por qué estamos aquí, ¿verdad, Bella? —dijo, finalmente.
Ella asintió.
—Un hombre necesita recuperar el control de su empresa. Otro hombre necesita liberarse de ella.
—De la familia —corrigió Edward—. De las responsabilidades —tras una pausa, añadió—: Y también estamos aquí para que tú puedas recuperar tu libertad.
Los ojos de Bella se agrandaron. Edward se preguntó si era dolor lo que había percibido en ellos. Pero él no le había hecho promesas…
Un perentorio golpe sonó en la puerta delantera. Se miraron un instante. Luego, respirando profundamente, Edward se levantó. Bella también lo hizo.
—Tú quédate aquí —dijo, con expresión impenetrable—. Deja que yo abra.
Los primeros minutos fueron un lío de presentaciones. El abuelo, con aspecto cansado pero firme, entró con Alice a su lado. Edward gruñó interiormente, sin saber si la presencia de su hermana mejoraría o empeoraría las cosas.
Si no mejoraban, se vería en Cullen Oil Works para toda la vida y su abuelo moriría en breve de una mezcla de pesar por la muerte de James y aburrimiento por la jubilación.
El viejo magnate accedió a sentarse y a que le sirvieran una taza de café. Bella y Alice también querían café. Necesitando algo en que ocuparse, Edward insistió en prepararlo y servirlo. Luego se reunió con las dos mujeres en el sofá. Alice, embarazada de su primer hijo estaba hablando de bebés con una pálida Bella. ¿Habría estropeado las cosas hablándole de su libertad?, se preguntó Edward. El abuelo dio un sorbo a su café.
—¿Y bien? —dijo Edward a Carlisle.
El anciano gruñó.
Edward volvió a intentarlo.
—¿Ha habido suerte en Washington?
—No estoy aquí para hablar de eso —dijo Carlisle.
Edward supuso que eso significaba que no.
Carlisle volvió a quedarse en silencio.
Dos podían jugar a aquel juego. Edward ignoró a su abuelo y dirigió su atención a su hermana y a Bella.
—Y entonces mi marido… —estaba diciendo Alice.
—Tengo tres preguntas para ti —interrumpió Carlisle.
Edward se dispuso mentalmente para la batalla y alzó las cejas.
—¿Y cuáles son?
—No me refiero a ti, sino a ella —dijo Carlisle, señalando con la cabeza hacia Bella.
Bella permaneció muy quieta un momento y luego apoyó una mano sobre una de las de Alice.
—Discúlpame —dijo y se volvió hacia el anciano—. Lo siento, señor Cullen. ¿Me ha preguntado algo? En caso de que no lo haya captado, mi nombre es Bella.
Alice y Edward se miraron con una mezcla de asombro y diversión.
Carlisle frunció el ceño.
—¿Qué tiempo tiene el bebé… Bella?
Receloso, Edward se deslizó hacia el borde del sofá.
—¿Por qué metes a Eddie en esto?
—Eddie tiene seis semanas —contestó Bella con calma, ignorando la pregunta de Edward—. Y como su nieto ya le ha aclarado, no es suyo.
Carlisle se cruzó lentamente de piernas.
—¿Quién es el padre?
Bella se ruborizó.
—Yo soy el padre de Eddie —dijo Edward, tenso—. Él no es mi hijo, pero yo soy su padre. No más preguntas, abuelo.
Carlisle miró a su nieto con dureza.
Edward le sostuvo la mirada. Solía dejar que el viejo se saliera con la suya casi siempre, pero en lo referente a Bella y a Eddie no estaba dispuesto a hacerlo.
Alice, siempre capaz de alcanzar un lado más amable de su abuelo, rompió la tensión reinante empezando a hablar sobre bebés, sobre cómo hacerlos sonreír, sobre cómo bañarlos…
Edward se encontró respondiendo tanto como Bella. Sabía mucho sobre bebés, especialmente sobre Eddie. Acababa de decirle al abuelo que él era el padre del bebé. Cuando Bella y Eddie se fueran, se aseguraría de ver a menudo al niño.
Luego Bella empezó a preguntar a Carlisle cosas sobre los sitios importantes de Washington. El viejo incluso se molestó en contestar.
Alice dio un suave codazo a Edward.
—Lo has hecho muy bien, hermanito. Debería haberte visitado antes. Me gusta Bella.
—Tú también acabas de casarte. Supongo que comprenderás que quisiéramos algo de intimidad —Alice también estaba supervisando la construcción de una nueva casa en el rancho de su marido, Jasper. Edward había utilizado aquello como otra excusa para mantenerla alejada—. ¿Y cómo es que Jasper ha accedido a perderte de vista?
—Estoy eligiendo algunos muebles que el abuelo me ha ofrecido; entre otros, el escritorio de la abuela —Alice miró a su alrededor—. A vosotros también os vendrían bien unas cuantas cosas para la casa.
Edward no quería explicarle que sólo era un lugar temporal para una familia temporal.
De pronto, Alice abrió los ojos de par en par.
—¡Mira eso!
Edward volvió la cabeza y vio que Bella acababa de dejar a Eddie en sus brazos. No podía decirse que el anciano estuviera sonriendo, pero su rostro se había suavizado.
Edward no podía creerlo. El rostro de Bella relucía de orgullo por su hijo y cariño hacia Carlisle.
Estaba a punto de apartarse cuando el anciano la tomó por la muñeca.
—Tercera pregunta, jovencita.
Edward se tensó de inmediato.
—¿Amas a mi nieto?
Un zumbido invadió de pronto los oídos de Edward. Había llegado el momento de la verdad. El momento de hundirse o salir a flote, y hacía menos de media hora que prácticamente había echado a Bella mencionándole su libertad. Y después de haber disfrutado del mejor sexo de su vida.
¿Quién podía culparla si tomaba el camino fácil y le decía a Carlisle que aquel matrimonio era una farsa?
Ella no quedaría en peor situación y él se vería atado a Cullen Oil Works durante tres años más, sino para siempre.
Por encima del zumbido, oyó la voz de Bella.
—Última pregunta, ¿de acuerdo?
Carlisle gruñó a modo de asentimiento.
—¿Lo amas? —volvió a preguntar.
Edward resistió la urgencia de agitar su cabeza como un perro para librarse del ruido en sus oídos. Alice se inclinó hacia adelante.
Tan sólo un lIrina matiz de color en las mejillas de Bella delató cierta incomodidad. Volvió la cabeza y su mirada encontró la de Edward. El azul turquesa era un bello color.
—Sí —dijo—. Sí, amo a Edward.
El abuelo apoyó la espalda contra el respaldo de la mecedora.
Alice suspiró y se relajó de nuevo sobre el sofá.
El zumbido desapareció de los oídos de Edward y la habitación quedó repentinamente silenciosa.
Bella volvió a ocupar su lugar junto a Alice. Segundos después estaban hablando de embarazos y bebés. Carlisle sostenía en silencio a Eddie, que parecía mirar sus pobladas cejas con fascinación.
—Ojala estuviera aquí James —dijo Alice, y abrazó impulsivamente a Bella—. O al menos Victoria —añadió con un suspiro—. Espero que se encuentre bien.
Con aquellas palabras y aquel pequeño suspiro, una certeza sólida como una roca se formó en la mente de Edward. Se puso tenso, como esperando que un lazo fuera a rodearle el cuello. En cualquier momento perdería el aire. Porque, de pronto, supo la verdad.
Nadie iba a conseguir su libertad ese día. Ni ningún otro día.
Sí, tal vez lograra librarse por fin de Cullen Oil Works, pero estaba metido en aquel matrimonio para toda su vida.
Bella había dicho que lo amaba.
¡Había dicho que lo amaba!
Desde el momento en que la conoció le costó separarse de ella. Podría haberla dejado en la sala de urgencias, pero volvió al hospital.
Podría haberle enviado un ramo de flores. En lugar de ello, fue en persona y acabó sujetándola de las manos mientras ella daba a luz un hijo que él ahora consideraba suyo. Creía que su alianza sería temporal.
Pero Bella era a la vez tímida y sensual, y lo necesitaba. Lo necesitaba como padre de su hijo. Lo necesitaba a él y a la familia que él podía ofrecerle con Alice y el abuelo.
Por alguna extraña razón, no dedicó ni un sólo pensamiento al peso de la responsabilidad que suponía aquello.
—¿Edward? —dijo Alice—. ¿Tú qué piensas?
Edward no sabía de qué estaban hablando. Pero sabía que estaba casado con Bella para siempre.
Y esperaba que entre todas las cosas que podía darle, seguridad, un hogar, una familia, calor en la cama por las noches, ella no se fijara en la única que no podía ofrecerle.
Su corazón.
Bella dejó escapar un suspiro de alivio cuando Edward cerró la puerta. Carlisle y Alice se habían ido.
Edward le tocó el hombro.
—¿Estás bien? —preguntó—. Ha sido más duro de lo que esperaba.
Bella se encogió de hombros. El encuentro con Carlisle había sido más duro de lo que Edward sabía. El anciano la había arrinconado en la cocina antes de irse.
—Alice siempre decía que si metes la nariz en agua también te mojarás las mejillas.
Edward hizo una mueca.
—Creo que eso lo entiendo.
—Significa que yo me lo he buscado —todo. Cuando aceptó casarse con Edward, estaba aceptando interpretar el papel de esposa ante su familia. Pero entonces no sabía lo que iba a llegar a sentir por él.
Edward dio una palmada animadamente.
—Creo que deberíamos celebrarlo. Sé que el abuelo está satisfecho.
—Yo no estaría tan segura de ello —dijo Bella. Antes de irse, Carlisle Cullen le había ofrecido medio millón de dólares para que le dijera la verdad sobre su precipitado matrimonio.
—¿Por qué dices eso?
Bella no sabía si contárselo. Había rechazado el dinero, por supuesto, y había vuelto a asegurar a Carlisle que amaba a Edward. Incluso le había dicho que quería seguir siendo la esposa de Edward para siempre.
Había dicho la verdad.
No estaba segura de querer repetir aquello a Edward.
—Yo…
En ese momento sonó el timbre de la puerta. Era Emmett, que pasó al interior con una caja de donuts en la mano.
—Hola. Acabo de cruzarme con Carlisle en su flamante Cadillac. ¿Estaba…?
—Llegas en el momento preciso. Estamos de fiesta.
Al parecer, Emmett siempre estaba dispuesto para una fiesta. Mientras iba a su coche a por algunos CDs, Bella preparó otra cafetera. Poco después se encontró comiendo donuts y riendo las bromas de los dos hombres.
Al oír la danzarina melodía de un violín, Emmett la tomó de la mano y bailó con ella en torno a la pequeña cocina. Bella tropezó con la encimera, con la nevera, con la mesa… y acabó sentada en el regazo de Edward.
—Te estás divirtiendo demasiado sin mí —susurró él junto a su oído.
Bella se estremeció. El cálido aliento de Edward en el cuello le recordó la noche pasada.
Emmett se dejó caer en una silla junto a la mesa.
—¡Hace años que no bailo!
—Sí, claro —Edward apoyó una mano sobre el abdomen de Bella—. Resulta que sé que el día de Año Nuevo estuviste bailando hasta el amanecer. ¿Cuánto ha pasado desde entonces? ¿Seis semanas?
Emmett se apoyó contra el respaldo de la silla y cruzó los pies por los tobillos frente a sí.
—¡Entonces eres tú el que lleva años sin bailar!
Bella se apoyó contra el pecho de Edward y escuchó a los dos hombres bromeando. ¿Y si aquella pudiera ser su vida para siempre? ¿Y si algún día, antes de recuperar su dinero, Edward le confesaba su amor? Entonces tendría toda la vida por delante con aquel hombre, en aquella cocina, en aquella casita… ¿No acababa de reclamar Edward a Eddie como hijo suyo?
—¿Qué te parece? —preguntó Edward, estrechándola cariñosamente por la cintura—. ¿Te apetece que vayamos a bailar esta noche?
—No sé. La verdad es que no he ido mucho a bailar —dijo Bella, aunque por dentro estaba gritando «¡sí!». Cuanto más estuvieran juntos, más probabilidades habría de que Edward descubriera que no podía vivir sin ella.
—Conseguiremos una canguro para Eddie —dijo él—. Seguro que a Alice le encantaría cuidarlo.
Bella sonrió y asintió. Se había establecido una conexión inmediata entre la hermana de Edward y ella. Estaba segura de que Alice disfrutaría de la posibilidad de jugar un rato a ser mamá.
Emmett sacó otro donut de la caja.
—Creo que deberías dejarle el bebé a Carlisle.
Edward hizo una mueca.
—Probablemente aceptaría si Bella se lo pidiera. Lo ha conquistado y lo tiene justo donde quería.
Un frío dedo deshizo la bruma de felicidad que envolvía a Bella. Lo cierto era que no había convencido a Carlisle. El anciano seguía sospechando que su matrimonio era una farsa.
A pesar de todo, intuía que Carlisle tenía un buen corazón. Sólo trataba de proteger a los suyos, como ella habría hecho con Eddie. Con el tiempo, estaba segura de que lo conquistaría. No había motivo para romper la ilusión de Edward.
—Así que ya tenemos a Alice para cuidar al niño —dijo él, tamborileando con los dedos sobre la mesa—. ¿A dónde crees que deberíamos ir? ¿Al Spot?
Emmett, que estaba comiendo un donut, negó con la cabeza vigorosamente.
Edward frunció el ceño.
—De acuerdo, no vamos al Spot. ¿Qué tal el Dancer’s? He oído decir que hay un nuevo grupo…
Emmett tragó.
—¿En que estás pensando? Al Dancer’s tampoco. Tenemos que buscar un sitio más alejado. Será más divertido.
—¿Más divertido?
—Yo iré sin pareja. Así podremos comportarnos como tres solteros en busca de amor.
Bella se sintió como si le hubieran dado una bofetada. Edward se puso tenso.
—¿Tres solteros en busca de amor?
Bella se levantó de su regazo y ocupó la silla libre.
—Eso es —dijo Emmett, sonriendo, aparentemente satisfecho de sí mismo—. Puede que los tres encontremos a alguien nuevo esta noche.
Bella centró su mirada en la caja de donuts.
La voz de Edward sonó crispada cuando habló.
—¿Por qué íbamos a buscar Bella y yo a alguien nuevo?
Emmett sonrió.
—Vamos. Soy yo, amigo. Guárdate el rollo de recién casado para tu abuelo.
—Yo no voy a engañar a Bella.
—¿Quién habla de engañar? —Emmett apartó aquella idea con un expresivo gesto de la mano—. ¿Por qué crees que he sugerido un sitio más alejado? Así nadie nos conocerá. Nadie sabrá que estáis casados.
—Pero estamos casados.
—¿Qué diablos te pasa? —preguntó Emmett, arrugando la frente—. No te entiendo.
—Puede que Bella y yo sigamos casados.
La voz de Edward surgió firme de entre sus labios. Bella alzó la cabeza y lo miró sin disimular su asombro.
—¿Qué? —preguntó Emmett, también asombrado.
—¿Por qué no íbamos a seguir casados? —dijo Edward, mirando a Bella—. Tengo todo lo que ella necesita. Una familia. Y puedo ser el padre de Eddie.
Emmett volvió a hablar por Bella, que seguía sin poder pronunciar palabra.
—Pero sólo os casasteis por conveniencia, para conseguir que Carlisle hiciera de una vez lo que querías.
—Y es una situación conveniente. Estoy casado. Tengo un hijo. Sin líos, sin problemas.
«Sin amor», pensó Bella.
Emmett se pasó una mano por el pelo.
—Pero… pero… eres un soltero empedernido. Eres el playboy de Freemont Springs.
—Tú eres el soltero. Y te cedo el puesto de playboy.
Emmett miró a Bella.
—¿Lo has oído?
«No podría pedir más», pensó ella. Qué fácil habría sido pronunciar aquellas palabras. Aceptar la oferta de Edward y simular durante toda una vida que eso le bastaría.
Pero Edward no había dicho nada sobre el amor.
—No… no sé qué decir, Emmett.
—Bella —Edward la tomó de la mano y la estrechó cariñosamente—. Quiero seguir como estamos.
Emmett movió la cabeza.
—No entiendo nada. No comprendo qué estás haciendo.
Edward taladró a su amigo con la mirada.
—Puede que no sea asunto tuyo.
—Puede que no me guste ver que estás cometiendo un gran error —replicó Emmett.
Edward ignoró el comentario y se volvió de nuevo hacia Bella.
—¿No te parece buena idea? Nos llevamos bien. Sabes que es así.
Bella sintió un intenso calor irradiando de la mano que le sostenía Edward. Se llevaban bien. En la cama, la pasión casi los había consumido. Ella lo amaba.
Pero él no la correspondía.
Y si aceptaba su propuesta, nunca lo haría.
—Dime que quieres seguir casada —insistió Edward.
Bella apartó la mano.
—No puedo.
Edward oyó que la puerta del dormitorio de Eddie se cerraba tras Bella. Miró a Emmett con cara de pocos amigos.
—Ha sido culpa tuya.
Emmett bufó.
—Sí, claro.
—Lo has estropeado todo.
—Entonces no deberías haber sacado el tema a colación mientras yo estaba presente. ¿Crees que lo has hecho por pura casualidad? Sin darte cuenta, querías que yo fuera la voz de la razón.
Edward apretó los puños.
—Discúlpame, Sigmund Freud, pero quiero que te vayas de aquí ahora mismo.
Emmett se levantó lentamente.
—¿Para que puedas volver a presionarla? Ya te advertí que no le hicieras daño.
Edward sintió que el estómago se le encogía.
—Así que todo esto es por Bella, ¿no?
—¡Claro que es por Bella! —Emmett acercó su silla a la mesa—. ¿Crees que lo que me preocupa es tu trasero? Es ella la que va a sufrir por tu culpa. Está enamorada de ti.
—Eso ya lo sé —espetó Edward.
Emmett movió la cabeza.
—En ese caso, deja que se vaya. Deja que encuentre alguien que la corresponda.
—No puedo hacer eso —dijo Edward con más suavidad—. No puedo.
sábado, 31 de diciembre de 2011
sábado, 24 de diciembre de 2011
EPBDA - Capítulo 8
Capítulo 8
Por supuesto, la larga tarde dio pie a que Bella se lo pensara dos veces. Si Edward hubiera podido volver a casa de inmediato con ella… Pero él y Emmett tenían una reunión en el banco esa tarde.
—Volveré a casa pronto —susurró junto a su oído cuando se despidieron.
¿Pero sería lo suficientemente pronto? Bella bañó a Eddie en su pequeña bañera sobre la encimera de la cocina y trató de calmar los fuertes latidos de su corazón. Teniendo a Edward cerca, siguiéndola con sus oscuros ojos, despertando ardientes escalofríos en su piel con sus caricias, era fácil olvidar sus preocupaciones.
Pero una vez a solas…
—¿Estoy haciendo lo correcto, Eddie? —preguntó al bebé. Éste la miró seriamente. Bella gimió. Por supuesto que no estaba haciendo lo correcto. Eddie era un constante recuerdo de lo equivocada que había estado en el pasado respecto a los hombres.
Una mujer no debía acudir a un hombre sólo para llenar un corazón vacío.
—¿Es que no he aprendido nada? —murmuró.
Secó al bebé y lo sostuvo contra su pecho. Pero su corazón no estaba vacío. Eddie estaba allí. Bella comprendió que ya no era la solitaria mujer que fue a topar un día en el campus universitario con el padre de Eddie. La solitaria mujer que se fue de Los Ángeles con un embarazo que sólo ella quería.
Solitaria. Soledad.
Se llevó una mano a la boca, conmocionada. Había pensado en aquellas palabras sin sentir un estremecimiento. La emoción que se negaba a reconocer, que siempre había temido… ¡se había esfumado!
Eddie lo había logrado. Besó a su hijo en la frente.
—Oh, querido…
Edward.
La verdad afloró de pronto. No es que Eddie no fuera el ser más querido y precioso, pero su soledad había sido un dolor de adulto, un dolor que sólo un hombre podía alejar.
Edward.
El pánico la dejó sin aliento.
A pesar de sus experiencias, de la coraza que tanto le había costado elaborar para protegerse, estaba enamorada de él.
—Oh, no —las lágrimas se asomaron a los bordes de sus ojos y tuvo que secarse con la punta de la toalla del bebé—. Tenemos que irnos, Eddie.
Aquel pensamiento aumentó sus energías. Irían a algún lugar lejano. Edward no pasaría mucho tiempo buscándola. Buscaría otra mujer, una mujer que no fuera tan frágil como el cristal. Una mujer que no sintiera una emoción tan dolorosamente nueva, tan dolorosamente fresca. Encontraría a alguien que no se hubiera enamorado por primera vez en su vida.
Corrió al dormitorio. Eran más de las cinco y Edward no tardaría en regresar. Vistió rápidamente a Eddie y lo dejó en su cuna. Cinco minutos después tenía preparado un mínimo equipaje. Tomó su abrigo y la bolsa de pañales. ¿Qué más daba la ropa cuando su corazón estaba en juego?
Temblando, se echó la bolsa al hombro y corrió a la cocina a por las llaves de su coche. Guardaría el equipaje y pondría el motor en marcha antes de ir a por Eddie.
Abrió la puerta principal. Se topó de bruces con Edward.
Él la rodeó con sus brazos.
Ella esperó a que su alma se desmoronara.
Él rió.
—Si fueras más grande me habrías tirado —apoyó las manos en los hombros de Bella y la apartó de sí con suavidad—. ¿Tantas ganas tenías de verme?
«Dile que has cambiado de opinión». Edward comprendería. Le diría que no quería acostarse con él, pero que se lo agradecía de todos modos. Abrió la boca para hablar.
No logró emitir ningún sonido.
—Has estado llorando —dijo Edward.
El arraigado instinto de huérfana se impuso en Bella. «No permitas nunca que vean tu dolor».
—No.
Las manos de Edward se tensaron en torno a sus hombros.
—¿Te has hecho daño? ¿Te has cortado? —preguntó, mirándola intensamente—. ¿Qué llevas ahí?
—Nada.
Penosa respuesta.
Edward cerró la puerta a sus espaldas. Bella concentró la mirada en un punto por encima de su hombro izquierdo. Trató de pensar en cómo iba a irse de la casa con Eddie la noche que había prometido acostarse con su marido. La noche que tanto había deseado acostarse con él.
—Bella —dijo Edward con suavidad—, ¿vas a dejarme?
No podía contestar que así era. No quería. Sólo sabía que debía hacerlo.
—¿Qué sucede, Bella?
Muda, ella negó con la cabeza. Si uno hablaba de sus miedos, éstos podían engullirlo.
—Tienes miedo —contestó Edward por ella.
—Sí —susurró ella—. Lo siento, pero… sí.
Increíblemente, Edward rió.
—Ya admitiste eso en otra ocasión.
El recuerdo afloró de pronto al consciente de Bella. La noche en que dio a luz le dijo a Edward que tenía miedo. ¿Acaso supo por instinto que él era el hombre de su vida?
Edward le quitó la bolsa del hombro y la dejó caer al suelo. La bolsa de pañales de Eddie siguió a éste. Él se quitó la chaqueta y la dejó caer sobre las bolsas. De algún modo, aquello pareció un símbolo. Para conseguirlas, Bella tendría que pasar por encima de Edward.
—Ahora —dijo él, pasándole una mano tras la nuca y atrayéndola hacia sí—, dime de qué tienes miedo.
Bella lo rodeó con los brazos por la cintura. ¿Qué podía decir?
—El padre de Eddie… —tenía la vaga noción de que debía explicar lo diferentes que habían sido sus sentimientos por él, de lo superficiales que parecían comparados con lo que sentía por Edward. Después, recogería a Eddie, entraría en su coche y se iría.
—Renunció a su paternidad en el instante en que dejó que te fueras, Bella.
Ella asintió. Edward tenía razón. Hizo un esfuerzo para reunir todo su valor. Aquello no tenía nada que ver con Mike. Tenía que ver con Edward y con lo peligrosa que podía resultar para ella aquella relación.
Él le acarició la barbilla con los nudillos y un ardiente cosquilleó llegó hasta sus senos.
—Edward… —susurró, mirándolo.
—Bella —Edward pronunció su nombre como un suspiro. Inclinó la cabeza y su aliento le acarició los labios—. No te haré daño, Bella. No como lo hizo él. Serás tú la que decida cuándo termina todo.
Ella lo miró al rostro. Sus oscuros ojos estaban cargados de promesas. Podía decir que no era el momento de que se acostaran. Podía decir que había llegado el momento de separarse.
Pero nunca había estado enamorada.
Se puso de puntillas.
—Hazme el amor —dijo, y lo besó.
Edward sabía cómo tratar a las mujeres. Las apreciaba. Le gustaban. Las trataba bien y, en recompensa, ellas siempre le daban placer.
Sin embargo, hasta entonces ninguna mujer había hecho que le temblaran las manos.
«Hazme el amor», había susurrado Bella, y entonces, para que se cumpliera la ley de Murphy, Eddie empezó a llorar insistentemente. Bella tuvo que ir a atenderlo.
A Edward no le importó. Estaba seguro de que volvería. Pero al regresar a casa había leído la necesidad de escapar en su bonito rostro.
Habría dejado que se fuera.
Tal vez.
Pero, en lugar de ello, Bella lo había besado, y algo cálido y feliz había burbujeado en su interior.
—Hola —saludó ella con suavidad desde el umbral de la puerta de la cocina.
Edward se volvió, sonriente.
—Hola.
—¿Qué estás haciendo?
Edward alzó dos platos servidos. Mientras que su deseo lo impulsaba a llevarse a Bella a la cama lo antes posible, su instinto lo empujaba a ser cauto.
—He improvisado un plato combinado con algunos restos —sonrió traviesamente—. He pensado que tenía que alimentarte antes.
Un ligero rubor tiñó el rostro de Bella.
Él rió.
—¿He vuelto a conseguir que te avergüences?
Ella bajó la mirada y frunció los labios. Luego se acercó a él y alzó la vista.
—Me has excitado —murmuró.
Edward se agarró al borde de la encimera. Fue tan sólo una dramática exageración. Bella lo desconcertaba. Un minuto se mostraba dulce, otro, picante. Iba a ser toda una noche.
—Ya no tengo hambre —dijo.
Los ojos de Bella brillaron.
—Yo me muero de hambre.
Edward movió la cabeza.
—Me estás matando.
Ella sonrió lentamente.
—Todavía no.
La comida no le supo a nada a Edward. Pero ella comió lentamente, primero la ensalada, luego el guiso.
Edward gimió.
—Menos mal que no he preparado guisantes.
Cuando Bella terminó y aclararon los platos, ella volvió a mostrarse tímida. A Edward también le gustó aquello. Le gustaba conseguir que volviera a mostrarse coqueta, preferiblemente mientras le quitaba la ropa.
Finalmente no quedó nada que hacer excepto apagar la luz de la cocina. Bella se sobresaltó cuando Edward lo hizo.
—No te pongas nerviosa —dijo él, acercándose, sonriente.
—Dijo el lobo a Caperucita antes de comérsela.
Edward tocó con el índice la punta de la nariz de Bella.
—¿Es así como te sientes?
Ella respiró profundamente.
—¿Después de esta comida? Creo que más bien como uno de los Tres Cerditos.
Edward rió.
—¿Por qué tengo la sensación de que yo soy el lobo también?
—¿Soplarás y soplarás y mi casa tirarás? —susurró Bella inocentemente.
Edward trató de no mostrarse muy gallito.
—Oh, querida, eso no lo dudes.
Bella rió entonces y él la tomó entre sus brazos.
—Vamos a la cama, Bella. Nos divertiremos.
Ella se quedó paralizada.
—¿Es eso lo que significa para ti? ¿Diversión?
Edward permaneció un momento en silencio.
—Sí —contestó finalmente, porque diversión era en lo que creía y lo que tenía que ofrecer.
Bella sonrió.
—De acuerdo.
De manera que Edward se agachó, se la echó al hombro y la llevó hasta el dormitorio como lo habría hecho un hombre de las cavernas. Allí, la tumbó en la cama, la siguió de inmediato y comenzó a darle sonoros besos en el cuello. Ella rió y se retorció debajo de él, excitándolo tanto que Edward tuvo que alzar su cuerpo.
Bella aprovechó la circunstancia para obligarlo a tumbarse de espaldas y hacerle cosquillas debajo de los brazos hasta que a Edward no le quedó más remedio que darle en la cabeza con una de las almohadas. Por supuesto, ella tomó otra y le devolvió el golpe. Una pequeña pelea de almohadas llevó a la liberación de varios de los botones de su blusa. Edward acabó sin camisa.
Simulando no darse cuenta, la retó a una pelea de piernas. El enredo de sus miembros inferiores acabó con el cierre de los vaqueros de Bella abierto. Un segundo asalto hizo que se le bajara la cremallera. Dando un giro, Edward la sujetó contra el colchón e introdujo las manos entre sus braguitas y sus vaqueros. Con un rápido movimiento le quitó éstos.
Se miraron, jadeando. La risa murió en los ojos de Bella cuando comprendió lo que había sucedido. Edward estaba desnudo de cintura para arriba. Sólo sus vaqueros y las braguitas que ella llevaba puestas separaban las partes más ardientes de sus cuerpos.
—Edward —dijo subiendo las manos por sus brazos hasta sus hombros—. Nunca me he divertido tanto.
Él sonrió, pero algo extraño le estaba pasando. Algo estaba haciendo que las manos volvieran a temblarle mientras las acercaba a la blusa de Bella. Desabrochó los últimos botones y la apartó a los lados. Las rápidas respiraciones de Bella hacían que sus senos asomaran por encima del sujetador.
Edward acercó su boca al valle que había entre ellos. Besó con suavidad la dulce y palpitante carne.
—Bella… —murmuró. Trató de pensar en algo tonto que decirle, algo para hacerle reír, pero sólo logró pensar en la imperiosa necesidad que sentía de besarla.
Encontró su boca y le hizo abrirla con la suya. Ella tomó su lengua con indisimulado anhelo y un dulce escalofrío recorrió la espalda de Edward. Sin romper el beso, se alzó sobre ella para quitarle el sujetador y las braguitas.
Un delicioso temblor recorrió el cuerpo de Bella cuando Edward comenzó a acariciarle los pechos. Gimió y el deslizó la lengua por su cuello hasta su oreja. Sus pezones se endurecieron contra las palmas de Edward. Unos momentos después, éste deslizó una mano hasta su cadera. Bella volvió a gemir y Edward deslizó la lengua por el centro de su cuerpo hacia su vientre.
Despacio, llevó los dedos hacia el centro de sus muslos. Bella se contrajo al sentir que acariciaba su vello púbico. Edward respiró profundamente.
—¿Estás bien, cariño? —Edward no pudo pensar en nada más divertido.
—Edward —susurró ella, acariciándole el pelo con las manos—. Edward, te deseo.
Él también la deseaba. Tenía que poseerla. Que hacerla suya. Se colocó entre sus muslos, los separó y se inclinó para besar su centro más íntimo. Ella murmuró su nombre, le pidió que la tomara, pero él tenía que disfrutar de aquello primero.
La saboreó una y otra vez, sintiendo como bombeaba la sangre pesadamente hacia su entrepierna. Fue una deliciosa tortura. Y entonces ella gritó y se arqueó entre sus manos y, maravillado, Edward vio cómo alcanzaba el clímax.
El llanto de Eddie sacó a Bella de su profundo sueño. Abrió los ojos, parpadeó, se dio cuenta de que estaba desnuda y sola en la cama de Edward. Un instante después éste entró en el dormitorio, vestido tan solo con unos calzones cortos y con Eddie en sus brazos.
—Creo que no tengo lo que este tipo está buscando —dijo, sonriendo.
El rubor cubrió las mejillas de Bella. Miró a su alrededor y vio sus ropas sobre el respaldo de una silla.
—Será mejor que me vista y vaya a…
—¿Por qué? —el colchón se hundió cuando Edward se sentó en la cama—. ¿No puedes darle de comer aquí?
Bella volvió a ruborizarse.
—Bueno…
Edward ignoró sus dudas. Con una mano colocó una almohada contra el cabecero de la cama.
—¿Qué más necesitas?
Bella se acercó al centro de la cama y sujetó la sábana sobre sus pechos mientras se apoyaba contra la almohada. Edward le entregó a Eddie y la sábana cayó. Bella tiró de ella de nuevo a la vez que llevaba al hambriento bebé hacia su seno. Eddie dejó de llorar en cuanto empezó a mamar. Con la mano libre, Bella trató de colocar las sábanas con el máximo recato posible.
Cuando alzó la vista vio que Edward la observaba con suma atención. Volvió a ruborizarse.
—¡Me estás mirando! —protestó.
Edward se metió bajo las sábanas junto a ella.
—Me gusta mirarte. Me gusta hacerte el amor —dijo, acariciándole la mejilla.
Ella volvió el rostro para besarle la mano.
—Gracias —murmuró.
Él sonrió.
—Ya sabes que el placer ha sido todo mío.
Ella le devolvió la sonrisa.
—No todo ha sido tuyo.
Él rió.
Permanecieron un momento en agradable silencio.
—¿Cómo es que te pusieron Bella? —preguntó Edward de repente—. Isabella suele convertirse en Isa o Isi o Ella. Pero Bella…
—No me llamo Isabella. Sólo Bella. Ese era el nombre de la enfermera que me encontró —Bella se encogió de hombros—. Puede que se llamara Isabella. No lo sé.
—¿Te encontró una enfermera?
Bella asintió.
—Me dejaron en la entrada del hospital Swan, en Los Ángeles.
—¿De ahí viene el nombre Bella Swan?
Bella volvió a asentir y sin pensar mucho en ello cambió a Eddie de seno.
—Exacto. No se parece nada a nacer con una cuchara de plata en la boca, ¿verdad?
Edward la miró un largo momento.
—Como me sucedió a mí, ¿no?
—Supongo —Bella se preguntó si sus orígenes incomodaban a Edward.
—Eso no me preocupa, Bella —dijo él, como si hubiera leído su pensamiento—. Y, a fin de cuentas, los dos somos huérfanos.
—Es cierto. Pero tú tenías a tu abuelo y a tu hermana Alice —con cautela, Bella añadió—: Y a James, por supuesto.
—Por supuesto —repitió Edward—. Maldito James.
Bella pensó que, ya que habían hecho el amor, tenía permiso para tratar de conocer a Edward emocionalmente.
—¿Por qué lo llamas así?
Edward le estaba acariciando la oreja con un dedo.
—¿Por qué llamo a quién qué?
Eddie se había quedado dormido, pero Bella no se movió para llevarlo de vuelta a su cuna.
—A James. Has llamado a tu hermano «maldito James» —contestó, preguntándose si estaría dispuesto a abrirle su corazón.
Edward salió de la cama.
—Deja que lleve al bebé a su cuna.
Cuando regresó, no apagó la luz. Bella pensó que, tal vez, eso significaba que quería hablar.
Edward se quitó el calzón antes de meterse en la cama. Bella contuvo el aliento al ver su cuerpo desnudo… y evidentemente excitado.
—Tu…
—Estoy fascinado por ti —concluyó Edward, dedicándole una mirada ardiente.
—Hablemos —dijo Bella con rapidez. Vestidos y a la luz del día no habría tenido valor para sondear a Edward.
—De acuerdo —dijo él, arrimándose a ella a la vez que deslizaba la sábana hasta su cintura—. Hablemos sobre tus pechos.
—¡Edward!
—¿Qué? —Bella sintió el aliento de Edward en uno de sus pezones y notó cómo se endurecía al instante—. Estaba celoso de Eddie.
Ella trató de volver al tema que le interesaba.
—Pues yo estaba celosa de James.
Edward no apartó la mirada de sus senos.
—¿Del maldito James? ¿Por qué?
—Porque… —Edward parecía empeñado en no hablar del tema. ¿Cómo podía llegar a ser una auténtica esposa para él si no le dejaba entrar en su corazón? Empezó a trazar círculos con un dedo en torno al excitado pezón—. ¡Edward!
Él le dedicó otra ardiente mirada.
—Es mi turno —dijo, e inclinó la cabeza para tomar el pezón en su boca.
La habitación empezó a dar vueltas. La oscuridad bloqueó la luz. Bella pensó que, tal vez, había cerrado los ojos, que, tal vez, el deseo había anulado el resto de sus sensaciones, porque en esos momentos sólo podía asimilar la sensación de los labios y la lengua de Edward jugando con su pecho, del sabor de su dedo cuando se lo llevó a la boca.
Él gimió y ella entreabrió los muslos, insistiendo en que la tomara de inmediato. Edward se puso un condón y enseguida la complació. El salvaje latido de sus pulsos resonó al unísono mientras ella lo retenía por las caderas para sentirlo totalmente dentro, para sentirlo totalmente suyo.
Pero no dejó que las palabras que se acumularon en su garganta salieran a la luz, pues no quería cargar a Edward con la verdad y el peso de su amor.
El sol entraba a raudales por la ventana cuando el sonido del teléfono los despertó. Bella abrió los ojos y vio que Edward la estaba mirando como si fuera ella la que acabara de gritar junto a su oído.
—Es el teléfono —dijo, apiadándose de él—. Me temo que está en tu lado de la cama.
Edward alargó una mano para tomar el auricular.
—¿Hola? —dijo.
Una poderosa voz sonó a través del receptor. Bella se volvió hacia el reloj de la mesilla y vio que ya eran las siete de la mañana. Fue a salir de la cama para ir a ver a Eddie, pero Edward la retuvo por un hombro. Tras soltar un par de gruñidos, colgó el auricular.
—Maldita sea —murmuró.
Bella sintió que se le contraía el estómago.
—¿Qué sucede?
—El abuelo va a venir a visitarnos.
—¿Cuándo? —la voz de Bella surgió casi en forma de chillido.
—Dentro de una hora.
Por supuesto, la larga tarde dio pie a que Bella se lo pensara dos veces. Si Edward hubiera podido volver a casa de inmediato con ella… Pero él y Emmett tenían una reunión en el banco esa tarde.
—Volveré a casa pronto —susurró junto a su oído cuando se despidieron.
¿Pero sería lo suficientemente pronto? Bella bañó a Eddie en su pequeña bañera sobre la encimera de la cocina y trató de calmar los fuertes latidos de su corazón. Teniendo a Edward cerca, siguiéndola con sus oscuros ojos, despertando ardientes escalofríos en su piel con sus caricias, era fácil olvidar sus preocupaciones.
Pero una vez a solas…
—¿Estoy haciendo lo correcto, Eddie? —preguntó al bebé. Éste la miró seriamente. Bella gimió. Por supuesto que no estaba haciendo lo correcto. Eddie era un constante recuerdo de lo equivocada que había estado en el pasado respecto a los hombres.
Una mujer no debía acudir a un hombre sólo para llenar un corazón vacío.
—¿Es que no he aprendido nada? —murmuró.
Secó al bebé y lo sostuvo contra su pecho. Pero su corazón no estaba vacío. Eddie estaba allí. Bella comprendió que ya no era la solitaria mujer que fue a topar un día en el campus universitario con el padre de Eddie. La solitaria mujer que se fue de Los Ángeles con un embarazo que sólo ella quería.
Solitaria. Soledad.
Se llevó una mano a la boca, conmocionada. Había pensado en aquellas palabras sin sentir un estremecimiento. La emoción que se negaba a reconocer, que siempre había temido… ¡se había esfumado!
Eddie lo había logrado. Besó a su hijo en la frente.
—Oh, querido…
Edward.
La verdad afloró de pronto. No es que Eddie no fuera el ser más querido y precioso, pero su soledad había sido un dolor de adulto, un dolor que sólo un hombre podía alejar.
Edward.
El pánico la dejó sin aliento.
A pesar de sus experiencias, de la coraza que tanto le había costado elaborar para protegerse, estaba enamorada de él.
—Oh, no —las lágrimas se asomaron a los bordes de sus ojos y tuvo que secarse con la punta de la toalla del bebé—. Tenemos que irnos, Eddie.
Aquel pensamiento aumentó sus energías. Irían a algún lugar lejano. Edward no pasaría mucho tiempo buscándola. Buscaría otra mujer, una mujer que no fuera tan frágil como el cristal. Una mujer que no sintiera una emoción tan dolorosamente nueva, tan dolorosamente fresca. Encontraría a alguien que no se hubiera enamorado por primera vez en su vida.
Corrió al dormitorio. Eran más de las cinco y Edward no tardaría en regresar. Vistió rápidamente a Eddie y lo dejó en su cuna. Cinco minutos después tenía preparado un mínimo equipaje. Tomó su abrigo y la bolsa de pañales. ¿Qué más daba la ropa cuando su corazón estaba en juego?
Temblando, se echó la bolsa al hombro y corrió a la cocina a por las llaves de su coche. Guardaría el equipaje y pondría el motor en marcha antes de ir a por Eddie.
Abrió la puerta principal. Se topó de bruces con Edward.
Él la rodeó con sus brazos.
Ella esperó a que su alma se desmoronara.
Él rió.
—Si fueras más grande me habrías tirado —apoyó las manos en los hombros de Bella y la apartó de sí con suavidad—. ¿Tantas ganas tenías de verme?
«Dile que has cambiado de opinión». Edward comprendería. Le diría que no quería acostarse con él, pero que se lo agradecía de todos modos. Abrió la boca para hablar.
No logró emitir ningún sonido.
—Has estado llorando —dijo Edward.
El arraigado instinto de huérfana se impuso en Bella. «No permitas nunca que vean tu dolor».
—No.
Las manos de Edward se tensaron en torno a sus hombros.
—¿Te has hecho daño? ¿Te has cortado? —preguntó, mirándola intensamente—. ¿Qué llevas ahí?
—Nada.
Penosa respuesta.
Edward cerró la puerta a sus espaldas. Bella concentró la mirada en un punto por encima de su hombro izquierdo. Trató de pensar en cómo iba a irse de la casa con Eddie la noche que había prometido acostarse con su marido. La noche que tanto había deseado acostarse con él.
—Bella —dijo Edward con suavidad—, ¿vas a dejarme?
No podía contestar que así era. No quería. Sólo sabía que debía hacerlo.
—¿Qué sucede, Bella?
Muda, ella negó con la cabeza. Si uno hablaba de sus miedos, éstos podían engullirlo.
—Tienes miedo —contestó Edward por ella.
—Sí —susurró ella—. Lo siento, pero… sí.
Increíblemente, Edward rió.
—Ya admitiste eso en otra ocasión.
El recuerdo afloró de pronto al consciente de Bella. La noche en que dio a luz le dijo a Edward que tenía miedo. ¿Acaso supo por instinto que él era el hombre de su vida?
Edward le quitó la bolsa del hombro y la dejó caer al suelo. La bolsa de pañales de Eddie siguió a éste. Él se quitó la chaqueta y la dejó caer sobre las bolsas. De algún modo, aquello pareció un símbolo. Para conseguirlas, Bella tendría que pasar por encima de Edward.
—Ahora —dijo él, pasándole una mano tras la nuca y atrayéndola hacia sí—, dime de qué tienes miedo.
Bella lo rodeó con los brazos por la cintura. ¿Qué podía decir?
—El padre de Eddie… —tenía la vaga noción de que debía explicar lo diferentes que habían sido sus sentimientos por él, de lo superficiales que parecían comparados con lo que sentía por Edward. Después, recogería a Eddie, entraría en su coche y se iría.
—Renunció a su paternidad en el instante en que dejó que te fueras, Bella.
Ella asintió. Edward tenía razón. Hizo un esfuerzo para reunir todo su valor. Aquello no tenía nada que ver con Mike. Tenía que ver con Edward y con lo peligrosa que podía resultar para ella aquella relación.
Él le acarició la barbilla con los nudillos y un ardiente cosquilleó llegó hasta sus senos.
—Edward… —susurró, mirándolo.
—Bella —Edward pronunció su nombre como un suspiro. Inclinó la cabeza y su aliento le acarició los labios—. No te haré daño, Bella. No como lo hizo él. Serás tú la que decida cuándo termina todo.
Ella lo miró al rostro. Sus oscuros ojos estaban cargados de promesas. Podía decir que no era el momento de que se acostaran. Podía decir que había llegado el momento de separarse.
Pero nunca había estado enamorada.
Se puso de puntillas.
—Hazme el amor —dijo, y lo besó.
Edward sabía cómo tratar a las mujeres. Las apreciaba. Le gustaban. Las trataba bien y, en recompensa, ellas siempre le daban placer.
Sin embargo, hasta entonces ninguna mujer había hecho que le temblaran las manos.
«Hazme el amor», había susurrado Bella, y entonces, para que se cumpliera la ley de Murphy, Eddie empezó a llorar insistentemente. Bella tuvo que ir a atenderlo.
A Edward no le importó. Estaba seguro de que volvería. Pero al regresar a casa había leído la necesidad de escapar en su bonito rostro.
Habría dejado que se fuera.
Tal vez.
Pero, en lugar de ello, Bella lo había besado, y algo cálido y feliz había burbujeado en su interior.
—Hola —saludó ella con suavidad desde el umbral de la puerta de la cocina.
Edward se volvió, sonriente.
—Hola.
—¿Qué estás haciendo?
Edward alzó dos platos servidos. Mientras que su deseo lo impulsaba a llevarse a Bella a la cama lo antes posible, su instinto lo empujaba a ser cauto.
—He improvisado un plato combinado con algunos restos —sonrió traviesamente—. He pensado que tenía que alimentarte antes.
Un ligero rubor tiñó el rostro de Bella.
Él rió.
—¿He vuelto a conseguir que te avergüences?
Ella bajó la mirada y frunció los labios. Luego se acercó a él y alzó la vista.
—Me has excitado —murmuró.
Edward se agarró al borde de la encimera. Fue tan sólo una dramática exageración. Bella lo desconcertaba. Un minuto se mostraba dulce, otro, picante. Iba a ser toda una noche.
—Ya no tengo hambre —dijo.
Los ojos de Bella brillaron.
—Yo me muero de hambre.
Edward movió la cabeza.
—Me estás matando.
Ella sonrió lentamente.
—Todavía no.
La comida no le supo a nada a Edward. Pero ella comió lentamente, primero la ensalada, luego el guiso.
Edward gimió.
—Menos mal que no he preparado guisantes.
Cuando Bella terminó y aclararon los platos, ella volvió a mostrarse tímida. A Edward también le gustó aquello. Le gustaba conseguir que volviera a mostrarse coqueta, preferiblemente mientras le quitaba la ropa.
Finalmente no quedó nada que hacer excepto apagar la luz de la cocina. Bella se sobresaltó cuando Edward lo hizo.
—No te pongas nerviosa —dijo él, acercándose, sonriente.
—Dijo el lobo a Caperucita antes de comérsela.
Edward tocó con el índice la punta de la nariz de Bella.
—¿Es así como te sientes?
Ella respiró profundamente.
—¿Después de esta comida? Creo que más bien como uno de los Tres Cerditos.
Edward rió.
—¿Por qué tengo la sensación de que yo soy el lobo también?
—¿Soplarás y soplarás y mi casa tirarás? —susurró Bella inocentemente.
Edward trató de no mostrarse muy gallito.
—Oh, querida, eso no lo dudes.
Bella rió entonces y él la tomó entre sus brazos.
—Vamos a la cama, Bella. Nos divertiremos.
Ella se quedó paralizada.
—¿Es eso lo que significa para ti? ¿Diversión?
Edward permaneció un momento en silencio.
—Sí —contestó finalmente, porque diversión era en lo que creía y lo que tenía que ofrecer.
Bella sonrió.
—De acuerdo.
De manera que Edward se agachó, se la echó al hombro y la llevó hasta el dormitorio como lo habría hecho un hombre de las cavernas. Allí, la tumbó en la cama, la siguió de inmediato y comenzó a darle sonoros besos en el cuello. Ella rió y se retorció debajo de él, excitándolo tanto que Edward tuvo que alzar su cuerpo.
Bella aprovechó la circunstancia para obligarlo a tumbarse de espaldas y hacerle cosquillas debajo de los brazos hasta que a Edward no le quedó más remedio que darle en la cabeza con una de las almohadas. Por supuesto, ella tomó otra y le devolvió el golpe. Una pequeña pelea de almohadas llevó a la liberación de varios de los botones de su blusa. Edward acabó sin camisa.
Simulando no darse cuenta, la retó a una pelea de piernas. El enredo de sus miembros inferiores acabó con el cierre de los vaqueros de Bella abierto. Un segundo asalto hizo que se le bajara la cremallera. Dando un giro, Edward la sujetó contra el colchón e introdujo las manos entre sus braguitas y sus vaqueros. Con un rápido movimiento le quitó éstos.
Se miraron, jadeando. La risa murió en los ojos de Bella cuando comprendió lo que había sucedido. Edward estaba desnudo de cintura para arriba. Sólo sus vaqueros y las braguitas que ella llevaba puestas separaban las partes más ardientes de sus cuerpos.
—Edward —dijo subiendo las manos por sus brazos hasta sus hombros—. Nunca me he divertido tanto.
Él sonrió, pero algo extraño le estaba pasando. Algo estaba haciendo que las manos volvieran a temblarle mientras las acercaba a la blusa de Bella. Desabrochó los últimos botones y la apartó a los lados. Las rápidas respiraciones de Bella hacían que sus senos asomaran por encima del sujetador.
Edward acercó su boca al valle que había entre ellos. Besó con suavidad la dulce y palpitante carne.
—Bella… —murmuró. Trató de pensar en algo tonto que decirle, algo para hacerle reír, pero sólo logró pensar en la imperiosa necesidad que sentía de besarla.
Encontró su boca y le hizo abrirla con la suya. Ella tomó su lengua con indisimulado anhelo y un dulce escalofrío recorrió la espalda de Edward. Sin romper el beso, se alzó sobre ella para quitarle el sujetador y las braguitas.
Un delicioso temblor recorrió el cuerpo de Bella cuando Edward comenzó a acariciarle los pechos. Gimió y el deslizó la lengua por su cuello hasta su oreja. Sus pezones se endurecieron contra las palmas de Edward. Unos momentos después, éste deslizó una mano hasta su cadera. Bella volvió a gemir y Edward deslizó la lengua por el centro de su cuerpo hacia su vientre.
Despacio, llevó los dedos hacia el centro de sus muslos. Bella se contrajo al sentir que acariciaba su vello púbico. Edward respiró profundamente.
—¿Estás bien, cariño? —Edward no pudo pensar en nada más divertido.
—Edward —susurró ella, acariciándole el pelo con las manos—. Edward, te deseo.
Él también la deseaba. Tenía que poseerla. Que hacerla suya. Se colocó entre sus muslos, los separó y se inclinó para besar su centro más íntimo. Ella murmuró su nombre, le pidió que la tomara, pero él tenía que disfrutar de aquello primero.
La saboreó una y otra vez, sintiendo como bombeaba la sangre pesadamente hacia su entrepierna. Fue una deliciosa tortura. Y entonces ella gritó y se arqueó entre sus manos y, maravillado, Edward vio cómo alcanzaba el clímax.
El llanto de Eddie sacó a Bella de su profundo sueño. Abrió los ojos, parpadeó, se dio cuenta de que estaba desnuda y sola en la cama de Edward. Un instante después éste entró en el dormitorio, vestido tan solo con unos calzones cortos y con Eddie en sus brazos.
—Creo que no tengo lo que este tipo está buscando —dijo, sonriendo.
El rubor cubrió las mejillas de Bella. Miró a su alrededor y vio sus ropas sobre el respaldo de una silla.
—Será mejor que me vista y vaya a…
—¿Por qué? —el colchón se hundió cuando Edward se sentó en la cama—. ¿No puedes darle de comer aquí?
Bella volvió a ruborizarse.
—Bueno…
Edward ignoró sus dudas. Con una mano colocó una almohada contra el cabecero de la cama.
—¿Qué más necesitas?
Bella se acercó al centro de la cama y sujetó la sábana sobre sus pechos mientras se apoyaba contra la almohada. Edward le entregó a Eddie y la sábana cayó. Bella tiró de ella de nuevo a la vez que llevaba al hambriento bebé hacia su seno. Eddie dejó de llorar en cuanto empezó a mamar. Con la mano libre, Bella trató de colocar las sábanas con el máximo recato posible.
Cuando alzó la vista vio que Edward la observaba con suma atención. Volvió a ruborizarse.
—¡Me estás mirando! —protestó.
Edward se metió bajo las sábanas junto a ella.
—Me gusta mirarte. Me gusta hacerte el amor —dijo, acariciándole la mejilla.
Ella volvió el rostro para besarle la mano.
—Gracias —murmuró.
Él sonrió.
—Ya sabes que el placer ha sido todo mío.
Ella le devolvió la sonrisa.
—No todo ha sido tuyo.
Él rió.
Permanecieron un momento en agradable silencio.
—¿Cómo es que te pusieron Bella? —preguntó Edward de repente—. Isabella suele convertirse en Isa o Isi o Ella. Pero Bella…
—No me llamo Isabella. Sólo Bella. Ese era el nombre de la enfermera que me encontró —Bella se encogió de hombros—. Puede que se llamara Isabella. No lo sé.
—¿Te encontró una enfermera?
Bella asintió.
—Me dejaron en la entrada del hospital Swan, en Los Ángeles.
—¿De ahí viene el nombre Bella Swan?
Bella volvió a asentir y sin pensar mucho en ello cambió a Eddie de seno.
—Exacto. No se parece nada a nacer con una cuchara de plata en la boca, ¿verdad?
Edward la miró un largo momento.
—Como me sucedió a mí, ¿no?
—Supongo —Bella se preguntó si sus orígenes incomodaban a Edward.
—Eso no me preocupa, Bella —dijo él, como si hubiera leído su pensamiento—. Y, a fin de cuentas, los dos somos huérfanos.
—Es cierto. Pero tú tenías a tu abuelo y a tu hermana Alice —con cautela, Bella añadió—: Y a James, por supuesto.
—Por supuesto —repitió Edward—. Maldito James.
Bella pensó que, ya que habían hecho el amor, tenía permiso para tratar de conocer a Edward emocionalmente.
—¿Por qué lo llamas así?
Edward le estaba acariciando la oreja con un dedo.
—¿Por qué llamo a quién qué?
Eddie se había quedado dormido, pero Bella no se movió para llevarlo de vuelta a su cuna.
—A James. Has llamado a tu hermano «maldito James» —contestó, preguntándose si estaría dispuesto a abrirle su corazón.
Edward salió de la cama.
—Deja que lleve al bebé a su cuna.
Cuando regresó, no apagó la luz. Bella pensó que, tal vez, eso significaba que quería hablar.
Edward se quitó el calzón antes de meterse en la cama. Bella contuvo el aliento al ver su cuerpo desnudo… y evidentemente excitado.
—Tu…
—Estoy fascinado por ti —concluyó Edward, dedicándole una mirada ardiente.
—Hablemos —dijo Bella con rapidez. Vestidos y a la luz del día no habría tenido valor para sondear a Edward.
—De acuerdo —dijo él, arrimándose a ella a la vez que deslizaba la sábana hasta su cintura—. Hablemos sobre tus pechos.
—¡Edward!
—¿Qué? —Bella sintió el aliento de Edward en uno de sus pezones y notó cómo se endurecía al instante—. Estaba celoso de Eddie.
Ella trató de volver al tema que le interesaba.
—Pues yo estaba celosa de James.
Edward no apartó la mirada de sus senos.
—¿Del maldito James? ¿Por qué?
—Porque… —Edward parecía empeñado en no hablar del tema. ¿Cómo podía llegar a ser una auténtica esposa para él si no le dejaba entrar en su corazón? Empezó a trazar círculos con un dedo en torno al excitado pezón—. ¡Edward!
Él le dedicó otra ardiente mirada.
—Es mi turno —dijo, e inclinó la cabeza para tomar el pezón en su boca.
La habitación empezó a dar vueltas. La oscuridad bloqueó la luz. Bella pensó que, tal vez, había cerrado los ojos, que, tal vez, el deseo había anulado el resto de sus sensaciones, porque en esos momentos sólo podía asimilar la sensación de los labios y la lengua de Edward jugando con su pecho, del sabor de su dedo cuando se lo llevó a la boca.
Él gimió y ella entreabrió los muslos, insistiendo en que la tomara de inmediato. Edward se puso un condón y enseguida la complació. El salvaje latido de sus pulsos resonó al unísono mientras ella lo retenía por las caderas para sentirlo totalmente dentro, para sentirlo totalmente suyo.
Pero no dejó que las palabras que se acumularon en su garganta salieran a la luz, pues no quería cargar a Edward con la verdad y el peso de su amor.
El sol entraba a raudales por la ventana cuando el sonido del teléfono los despertó. Bella abrió los ojos y vio que Edward la estaba mirando como si fuera ella la que acabara de gritar junto a su oído.
—Es el teléfono —dijo, apiadándose de él—. Me temo que está en tu lado de la cama.
Edward alargó una mano para tomar el auricular.
—¿Hola? —dijo.
Una poderosa voz sonó a través del receptor. Bella se volvió hacia el reloj de la mesilla y vio que ya eran las siete de la mañana. Fue a salir de la cama para ir a ver a Eddie, pero Edward la retuvo por un hombro. Tras soltar un par de gruñidos, colgó el auricular.
—Maldita sea —murmuró.
Bella sintió que se le contraía el estómago.
—¿Qué sucede?
—El abuelo va a venir a visitarnos.
—¿Cuándo? —la voz de Bella surgió casi en forma de chillido.
—Dentro de una hora.
sábado, 17 de diciembre de 2011
EPBDA - Capítulo 7
Capítulo 7
Diez días después de aquella noche en el sofá, Bella sabía que había hecho lo correcto. Pero habían sido diez días compartiendo una pequeña casa con un hombre que dejaba atrás cada mañana su aroma en la ducha, su taza de café en la encimera… y una mirada hambrienta grabada en su memoria cada vez que se iba.
Y diez días habían supuesto diez noches como aquella, sentados en torno a la pequeña mesa de la cocina.
Estaba consiguiendo que las cosas marcharan más o menos bien, pero lo cierto era que cada vez le costaba más recordar lo inteligente que había sido apartarse de Edward cuando lo hizo. Debía evitar a toda costa la tentación de su encanto, de sus caricias. Porque lo contrario podría conducirla al desastre.
Emmett, el mejor amigo de Edward, estaba ayudando. Edward también debía estar tenso, porque ambos habían recibido a su amigo con una especie de desesperado entusiasmo, como si su mera presencia pudiera cortar el tenso ambiente que había entre ellos, como ella estaba cortando la tarta que había hecho ese día.
—¿Chocolate? —bramó Emmett—. Mi favorita.
Bella se volvió hacia él con el plato en la mano a la vez que lo hacía Edward. Chocaron involuntariamente.
Bella sintió que todas sus terminaciones nerviosas echaban chispas.
El mismo calor brilló en los ojos de Edward.
¿Qué tendría de malo acariciarlo?
Edward respiró profundamente y su pecho se expandió contra los senos de Bella.
¿A quién haría daño si cediera a su deseo de acariciarlo?
En respuesta, Eddie empezó a lloriquear. Ruborizada, Bella rodeó a Edward y dejó el plato de Emmett ante éste. El paseo por el pasillo y cambiar de pañales a su bebé le dio tiempo para recuperar el control. Tenía alguien más en quien pensar aparte de sí misma. Edward no quería saber nada de ataduras familiares, y eso eran Eddie y ella, una familia.
Debía olvidar el seductor poder de las caricias de Edward y recordar las insalvables diferencias que había entre ellos.
Cuando volvió a la cocina con Eddie en brazos encontró a los dos hombres recordando pasadas celebraciones del día de San Valentín, al parecer, una tradición familiar de los Cullen.
—Las galletas de Evelyn —estaba diciendo Emmett—. Y el armario de los besos. ¿No es así como lo llamábamos? Recuerdo que te atrapé allí con la chica que había llevado a la fiesta, cuando teníamos quince años.
Edward rió.
—Sólo porque tú habías mandado a mi chica una de esas cursis tarjetas de San Valentín con encajes.
Bella se sentó en la silla que había entre ambos hombres y tomó su tenedor. Eddie empezó a lloriquear de nuevo y apenas pudo escuchar lo que decían. Pero no le importó. Las celebraciones de las fiestas no eran uno de sus temas favoritos. En el orfanato en que se crió sólo se celebraba el día de Acción de Gracias y la navidad.
—¿Cómo celebrabas tú el día de San Valentín, Bella? —preguntó Emmett, alzando la voz por encima de los lloriqueos del bebé—. ¿Jugando a las prendas con los chicos?
Bella negó con la cabeza.
—No sé cómo jugar a ese juego —¡qué grande era el abismo que la separaba de aquellos hombres! Mientras ellos compartían galletas y besos con chicas vestidas de «frou frou», ella compartía un dormitorio y un armario con otras cinco huérfanas.
De pronto, Edward se inclinó hacia ella y tomó al bebé de sus brazos. Eddie dejó de lloriquear al instante, distraído por el nuevo rostro.
—¿No jugabais a las prendas? —dijo, sonriendo al bebé—. Tal vez deberíamos hacer algo al respecto, Bella.
El tono burlón de su voz produjo un intenso cosquilleo a lo largo de la espalda de Bella. Casi pudo imaginarse a sí misma con quince años y el corazón latiéndole locamente mientras Edward se acercaba a ella para besarla.
—Entonces supongo que jugaríais a las postales —dijo Emmett, sonriendo—. Recuerdo que una vez jugamos nosotros. Montones de postales de San Valentín. Los chicos tomaban una del montón de las chicas y ellas del de los chicos.
Bella se imaginó a sí misma tomando una tarjeta con mano esperanzada y temblorosa… Que tonta fantasía. Movió la cabeza para alejarla.
—No —dijo—. Tampoco jugábamos a las postales.
Emmett frunció el ceño.
—Eres de California, ¿no? Supongo que allí tienen alguna tradición aparte de la de los cupidos.
Emmett no podía saber lo diferentes que habían sido las tradiciones de Bella a las suyas. Pero era bueno que ella las recordara. Que recordara de dónde venía y lo lejos que se encontraba socialmente de Edward.
—Crecí en un hogar para huérfanas en Los Ángeles.
Emmett se puso pálido.
—Oh. Lo siento…
Bella sonrió.
—No tiene importancia —era bueno que Edward oyera aquello, que ella misma recordara lo alejado que estaba de su alcance—. No recuerdo haber celebrado nunca el día de San Valentín.
Edward se movió junto a ella y la presionó con uno de sus duros muslos. Bella se apartó un poco pero él la siguió.
—¿Tampoco celebrabais el día de San Valentín en el colegio? —Edward acarició distraídamente la mejilla del bebé.
Bella negó con la cabeza.
—No estábamos en un buen barrio de la ciudad. El orfanato estaba junto a un refugio para familias sin hogar. Recibíamos las clases en un edificio propiedad del refugio.
Emmett hizo una mueca.
—Supongo que no era precisamente una juerga.
Bella se encogió de hombros.
—No —lo peor nunca fue la austeridad con que vivió su infancia, sino la sensación de… vacío.
—Evelyn tenía una fijación especial por el día de San Valentín —dijo Edward—. Solía empezar a planear la fiesta con semanas de antelación.
Bella sonrió al imaginar a la seria ama de llaves de pelo cano como una romántica.
—Solía llenar la casa de adornos color rosa con corazones rojos. James se escapaba en cuanto podía a jugar al fútbol, pero Alice se quedaba a ayudarla, escribiendo tarjeta tras tarjeta para sus amigas y profesoras.
—Me acuerdo de eso —dijo Emmett—. Solía esmerarme preparando la de mi madre, que lloraba todos los años cuando la abría.
Bella miró a Edward.
«¿Lo ves? ¿Ves cuántas cosas nos separan?», pensó. El niño privilegiado al que ofrecían galletas en bandeja de plata y que recibía tarjetas de San Valentín con encajes. La huérfana criada en un barrio pobre de Los Ángeles, no falta de cuidados, pero sí de cariño.
Sus mundos eran tan distintos… Pero era difícil mantener aquel pensamiento mientras Edward la miraba con sus oscuros ojos, con el bebé dormido contra su fuerte pecho, con el muslo firmemente presionado contra el de ella…
—No —susurró Bella.
Edward ni siquiera parpadeó.
—¿No qué, querida?
Acunó con una mano la cabeza del bebé y Bella sintió la caricia como si se la hubiera hecho a ella misma.
—Nunca hice ninguna tarjeta de San Valentin. Ni siquiera una vez, ¿comprendes? —Edward debía asumir lo poco que tenían en común.
De pronto, él deslizó una mano bajo la mesa y entrelazó sus dedos con los de Bella.
—Yo tampoco hice tarjetas de San Valentín, querida —dijo, arrastrando la voz con el característico acento de Seattle—. Bueno, sólo una al año, aunque nunca llegaba a mandarla —Bella contuvo el aliento. Edward no estaba captando lo que trataba de hacerle ver. Era evidente que no quería luchar contra lo que había entre ellos. ¿Por qué se empeñaba en no reconocer lo distantes que estaban el uno del otro?
Los hombres eran criaturas difíciles de entender.
—¿No quieres saber para quién hacía mi tarjeta de San Valentín? —insistió él con suavidad.
Bella negó con la cabeza. No quería saberlo. Sólo quería que le soltara la mano y luego reconociera que no tenían nada en común. Nada.
De todos modos, Edward continuó.
—Hacía la tarjeta para mis padres. Padres que, como te sucedió a ti con los tuyos, nunca llegué a conocer.
Edward la dejó ir entonces. La pasada noche, Bella tomó a su bebé en brazos y fue rápidamente a su habitación, como una potranca asustadiza y sin experiencia que hubiera olfateado a un semental.
Emmett alzó una interrogante ceja.
—¿Vas a hacerle daño?
Aquello enfadó a Edward.
—¡Claro que no!
—¿Estás seguro de que todo va bien?
—No te pongas en plan vaquero conmigo, Emmett.
Emmett alzó la otra ceja.
—No tiene nada de vaquero querer proteger a una mujer.
Edward apretó los puños.
—Lleva mi apellido.
—Por una razón —dijo Emmett con calma—. No por un precio.
Edward suspiró mientras entraba en la casa. Había vuelto para comer porque recordar las palabras de Emmett le había hecho sentirse culpable, y porque Bella ni siquiera había sido capaz de mirarlo aquella mañana.
—¡Bella! —le ofrecería de vuelta su libertad, si eso era lo que quería. Tal vez incluso insistiría en que su matrimonio concluyera cuanto antes.
No había nadie en casa. Por un instante, el pánico se apoderó de él. ¿Habría huido ya Bella? Pero no. La sillita del bebé estaba en su lugar en la cocina. La cesta con sus juguetes también seguía allí.
En la encimera había una nota. Doctor Scudder. Once y media.
¿Habría enfermado ella? ¿O el bebé?
Pocos minutos después, Edward estaba de vuelta en la ciudad. Encontró la consulta del doctor Scudder cerrada. Habían salido a comer.
Maldición.
El momentáneo pánico que sintió se transformó en enfado tras llamar al hospital y averiguar que ni Bella ni el bebé estaban allí.
—No quiero sentirme así —murmuró. No se había casado para sentirse responsable de nadie.
Había llegado el momento de acabar con aquello.
Dos bloques más allá encontró el coche de Bella, pero ella no estaba. Dos bloques más y tuvo que hacer un esfuerzo para no echar a correr. ¿Dónde estaba? Quería encontrarla y poner en marcha las ruedas para acabar con aquel matrimonio.
La panadería.
Caminó rápidamente, seguro de encontrarla allí. A través de los ventanales vio que había bastante gente dentro.
Las campanillas que había sobre la puerta tintinearon cuando pasó al interior. Deslizó la mirada por el lugar. Bella no se encontraba entre los clientes.
Maldición. Apretó los dientes. Tal vez, las dueñas, Sue y Leah, sabrían decirle dónde encontrarla. Respiró profundamente y el delicioso aroma a pan y bollos recién hechos invadió sus pulmones, recordándole el día de su proposición de matrimonio. El rostro sorprendido de Bella, su delicada piel, rodeada de olor a pan recién hecho.
No era de extrañar que el recuerdo resultara tan agradable.
Tras el mostrador, Leah, Sue y otra mujer atendían a los clientes. Edward podría haber formulado directamente su pregunta, pero, por alguna extraña razón, no quería que la gente supiera que estaba buscando a su esposa.
O que le había perdido la pista.
No pasaron más de unos segundos antes de que lo reconocieran en la tienda. Dos empleadas en Cullen Oil pasaron junto a él. Ambas se detuvieron para preguntarle por el rancho, por su matrimonio y si echaba de menos Cullen Oil.
Muy bien, muy bien y en absoluto.
El sonido de su voz hizo que Tanya Denali, que se hallaba un poco más adelante en la cola de clientes, se volviera hacia él.
—Edward —dijo, con el coqueto acento que siempre utilizaba y una sonrisa que parecía decir que llevaba todo el día esperando encontrarse con él.
—Tanya —Edward asintió secamente. Normalmente, los ojos muy abiertos de Tanya y su postura, exageradamente erguida, le hacían sonreír, pero hoy le parecieron especialmente falsas.
Tanya dejó avanzar a las personas que tenía detrás y se acercó a Edward hasta casi tocarlo.
—¿Tienes un mal día? Pareces un poco enfurruñado.
—Estoy bien —Edward trató de sonreír y dio un paso atrás.
Tanya apoyó una mano en su antebrazo.
—No pareces el Edward de siempre. ¿Dónde está tu sonrisa? ¿Dónde está la diversión?
Edward trató de alzar más las comisuras de sus labios.
—No sé qué quieres decir —por encima del sofisticado peinado de Tanya, observó la actividad en el mostrador. Si al menos fueran más rápido… Necesitaba hablar con Bella «ahora», cuando terminar con aquella farsa de matrimonio parecía lo más adecuado.
—Estás enfurruñado —dijo Tanya, asintiendo lentamente—. Hace tiempo que deberías saber que no estás hecho para el matrimonio. En mi librería hacen apuestas sobre cuánto durará —chasqueó la lengua—. El playboy Cullen y la panadera.
Edward la miró fijamente.
—Demasiado bonito —continuó Tanya, alzando las cejas—. Demasiado increíble.
Edward sintió que se le encogía el estómago. Frunció el ceño.
—¿Increíble? ¿Por qué increíble?
Varios clientes se volvieron a mirarlo.
Tanya se apartó ligeramente de él.
—Nada, Edward —dijo, rápidamente—. Sólo estaba bromeando.
Las campanillas de la puerta volvieron a sonar. Por el rabillo del ojo, Edward captó un parca azul y una bufanda roja. Bella y Eddie. El alivio que sintió al verla no relajó su estómago.
—¿Edward? —la sorpresa que reveló el tono de Bella no sirvió precisamente para disminuir las sospechas de Tanya. Edward sintió que lo escrutaba con la mirada.
«El playboy Cullen y la panadera». Aquellas palabras confirmarían a Bella todo lo que, de forma tan evidente, había tratado de hacerle ver la noche anterior.
Maldita Tanya. Conociéndola, y conociendo a los habitantes de aquel lugar, un comentario como aquel acabaría llegando a oídos de Bella. Sobre todo si la disolución de su matrimonio se producía de forma tan inmediata.
Alargó una mano y cubrió con ella la de Bella, que la tenía apoyada sobre la barra del cochecito del niño. La miró a los ojos un momento y luego le hizo alzar la barbilla con suavidad para besarla.
Luego se volvió de nuevo hacia Tanya.
—No me gusta bromear con nada relacionado con mi esposa —dijo—. Ni con nuestro matrimonio.
—¿Edward? —repitió Bella.
A él no le gustó el tono inseguro de su voz. Revelaba que no lo conocía lo suficiente, que no confiaba en él. Tanya lo captaría.
—Te estaba buscando. Teníamos una cita para comer, ¿recuerdas?
Sue salió de detrás del mostrador, toda seguridad donde Bella era todo confusión.
—Y yo prometí quedarme con Eddie —tomó el carrito de manos de Bella—. Vosotros tomaos todo el tiempo que queráis.
—Tenemos una reserva en Oscar’s —dijo Edward. No era cierto, pero sabía que Oscar les encontraría una mesa. Se inclinó para besar de nuevo a Bella.
En beneficio de Tanya, por supuesto.
—Si nos disculpáis —añadió, haciendo una inclinación de cabeza hacia Sue, hacia Tanya y hacia cualquiera que dudara de la solidez de su matrimonio. Después, salió de la panadería con su bella esposa tomada del brazo.
—No estoy adecuadamente vestida para este lugar —susurró Bella junto a Edward. Acercó su silla aún más a la mesa, esperando que los demás clientes del elegante restaurante creyeran que llevaba una falda en lugar de sus gastados vaqueros.
—Nadie te está mirando —dijo Edward, tomando el menú.
Bella hizo una mueca.
—Sí, claro. Como no me miraba nadie en la panadería.
Edward dejó bruscamente el menú sobre la mesa.
—¿Te ha dicho alguien algo? —preguntó con brusquedad.
Bella parpadeó.
—No han tenido oportunidad; me has sacado de allí en menos de treinta segundos —lo cierto era que todos la habían mirado cuando entró por la puerta. Y había notado que algo estaba pasando entre Tanya Denali, la dueña de la librería, y Edward. Su corazón se encogió.
Edward volvió a tomar el menú y lo abrió con forzada despreocupación.
—Entonces, ¿nadie te ha dicho nada sobre… nada?
¿Qué temía que le hubieran dicho? ¿Sería algo relacionado con Tanya? Era una mujer mayor que Edward pero seguía siendo muy atractiva.
—¿Quieres decirme algo? —preguntó con suavidad. ¿Sería Tanya la mujer que deseaba Edward?
—¿Y tú? —replicó él—. ¿Estás enferma? ¿Está malo Eddie?
Bella parpadeó.
—¿Malo?
—He ido a casa a verte y he visto tu nota. ¿Tenías una cita con el médico hoy?
Las mejillas de Bella se acaloraron.
—Nunca habías venido a casa a la hora de comer —¿qué habría hecho interrumpir sus ocupaciones a Edward?
El camarero se acercó a su mesa para tomar nota de lo que querían. Pocos minutos después, Bella comenzó a tomar la ensalada de pollo que había pedido.
—¿Por qué has venido a casa más temprano hoy? —se animó a preguntar finalmente.
Edward mantuvo la mirada fija en su plato.
—Quería hablar contigo.
Bella apretó con fuerza exagerada el tenedor que sostenía en la mano. Recordó la evidente tensión que había captado entre Edward y Tanya en la panadería. ¿Quería confesarle que tenía una amante?
—¿Sobre Tanya?
—¿Tanya? —Edward alzó la cabeza y entrecerró los ojos con suspicacia—. ¿Qué pasa con Tanya?
El corazón de Bella latió con fuerza en su pecho.
—He pensado que… que tal vez querías decirme que estabas viéndola.
Edward frunció el ceño.
—¿Viéndola? —repitió.
Bella tragó con esfuerzo.
—Ella parecía… muy interesada en ti en la panadería.
—¿Tanya? —Edward rió brevemente—. Tanya sólo está interesada en dos cosas: en crear problemas y en James. Y no necesariamente por ese orden.
La voz de Edward se tensó al mencionar a su hermano. Bella se obligó a tomar otro bocado de su ensalada. Él consumió de un trago el resto de su agua fría.
La inmediata aparición de un camarero para rellenarle el vaso no hizo que se disipara la tensión.
Bella dejó su tenedor en la mesa.
—¿Es eso lo que hace que te sientas enfadado con James? —tuvo que preguntar—. ¿Que Tanya estuviera interesado en él?
Edward la miró un momento sin decir nada.
—No entiendo por qué estamos hablando de Tanya.
—Porque parecías disgustado mientras hablabas con ella. He pensado que tal vez…
Edward alzó las cejas.
—¿Tal vez…?
—Que tal vez te casaste conmigo por despecho. Que es a Tanya a quien quieres.
Edward gimió y se pasó una mano por el rostro.
—Bella…
—Dime, Edward.
—No dejo de complicar las cosas.
—¿Por qué dices eso? —preguntó ella con suavidad.
—No… —Edward se interrumpió.
—La sinceridad es la mejor política. Anne siempre decía eso, y tenía razón.
Edward volvió a gemir.
—Anne, y bendito sea su cariñoso corazón, nunca tuvo una esposa a la que liberar.
Bella sintió que se le ponía carne de gallina.
—Anne nunca se casó —dijo, sólo para demostrarse que aún podía mover la boca.
—No me sorprende.
Bella dio un sorbo de agua para humedecer su seca boca.
—¿Qué quieres Edward? Dímelo.
Edward alzó la mirada de su plato. Bella sintió que el anillo de boda le quemaba en el dedo. Lo acarició con el pulgar.
—Quería liberarte de la carga de este matrimonio.
Bella presionó el anillo.
—¿Por qué?
—Que se vayan al diablo el abuelo, el fideicomiso y Oil Works —dijo Edward entre dientes.
Bella cerró los ojos. Le habría gustado retirar lo que había dicho sobre la sinceridad. Quería que Edward le mintiera. Por alguna loca razón quería seguir casada con él. Y también quería que él lo quisiera así.
—Pero no voy a dejarte ir —añadió Edward.
Bella abrió los ojos.
—Al menos, todavía —él alargó un brazo para tomarla de la mano.
Bella trató de mantener los dedos quietos, pero éstos se estrecharon cálidamente en torno a la mano de Edward. Debería preguntarle por qué había cambiado de opinión. En lugar de ello, dijo:
—Tenemos un trato.
Él asintió.
—Exacto. Tenemos un acuerdo matrimonial.
—Eso es.
—¿Estás segura? —el pulgar de Edward trazó un erótico círculo sobre el dorso de la mano de Bella—. ¿Puedes esperar un poco más a conseguir tu libertad?
«La sinceridad es la mejor política».
—No quiero recuperar la libertad —contestó Bella, aún sabiendo que lo contrario sería lo más seguro.
—Todavía —añadió él.
—Todavía.
—El problema es que la casa del rancho es muy pequeña.
Bella supo a qué se refería Edward. Si seguían viviendo juntos en aquel reducido espacio… respiró profundamente y tomó una decisión.
—Sí —dijo.
Edward le estrechó la mano con más fuerza.
—Emmett puede presentarse cada tarde, ya sabes. Pero seguro que esta noche no viene. Está enfadado conmigo.
—Sí —susurró Bella. En realidad no había nada más que decir. Siempre se habían dirigido hacia aquel punto, por mucho que lo negaran o por muchas diferencias que hubiera entre ellos.
—Dios, Bella… Es tan frustrante tocarte y no…
—Hoy he ido a ver al doctor —un intenso rubor cubrió el rostro de Bella—. Estoy… bien.
Edward cerró los ojos.
—Quieres decir que…
—Sí —Bella tuvo que sonreír. Quería sentirse feliz en aquel momento, pasara lo que pasara después—. Edward…
El centró la mirada en su sensual boca.
—Me gusta lo que veo —sonrió y acarició con el pulgar el carnoso labio inferior de Bella—. ¿Podemos?
Ella asintió.
—El doctor ha dicho que estoy lista para…
—Para mí —dijo Edward con total seguridad. Pero la sonrisa desapareció de sus labios enseguida—. ¿Estás segura, querida?
Por supuesto, no se refería a si Bella estaba segura de que el doctor tuviera razón. Le estaba preguntando si estaba dispuesta a acostarse con él sin más compromiso entre ellos que el de un matrimonio temporal.
Cuando Bella había creído que Edward deseaba a Tanya se había sentido dolida.
Cuando pensó que quería terminar su matrimonio, sintió miedo.
—Sí, Edward.
Diez días después de aquella noche en el sofá, Bella sabía que había hecho lo correcto. Pero habían sido diez días compartiendo una pequeña casa con un hombre que dejaba atrás cada mañana su aroma en la ducha, su taza de café en la encimera… y una mirada hambrienta grabada en su memoria cada vez que se iba.
Y diez días habían supuesto diez noches como aquella, sentados en torno a la pequeña mesa de la cocina.
Estaba consiguiendo que las cosas marcharan más o menos bien, pero lo cierto era que cada vez le costaba más recordar lo inteligente que había sido apartarse de Edward cuando lo hizo. Debía evitar a toda costa la tentación de su encanto, de sus caricias. Porque lo contrario podría conducirla al desastre.
Emmett, el mejor amigo de Edward, estaba ayudando. Edward también debía estar tenso, porque ambos habían recibido a su amigo con una especie de desesperado entusiasmo, como si su mera presencia pudiera cortar el tenso ambiente que había entre ellos, como ella estaba cortando la tarta que había hecho ese día.
—¿Chocolate? —bramó Emmett—. Mi favorita.
Bella se volvió hacia él con el plato en la mano a la vez que lo hacía Edward. Chocaron involuntariamente.
Bella sintió que todas sus terminaciones nerviosas echaban chispas.
El mismo calor brilló en los ojos de Edward.
¿Qué tendría de malo acariciarlo?
Edward respiró profundamente y su pecho se expandió contra los senos de Bella.
¿A quién haría daño si cediera a su deseo de acariciarlo?
En respuesta, Eddie empezó a lloriquear. Ruborizada, Bella rodeó a Edward y dejó el plato de Emmett ante éste. El paseo por el pasillo y cambiar de pañales a su bebé le dio tiempo para recuperar el control. Tenía alguien más en quien pensar aparte de sí misma. Edward no quería saber nada de ataduras familiares, y eso eran Eddie y ella, una familia.
Debía olvidar el seductor poder de las caricias de Edward y recordar las insalvables diferencias que había entre ellos.
Cuando volvió a la cocina con Eddie en brazos encontró a los dos hombres recordando pasadas celebraciones del día de San Valentín, al parecer, una tradición familiar de los Cullen.
—Las galletas de Evelyn —estaba diciendo Emmett—. Y el armario de los besos. ¿No es así como lo llamábamos? Recuerdo que te atrapé allí con la chica que había llevado a la fiesta, cuando teníamos quince años.
Edward rió.
—Sólo porque tú habías mandado a mi chica una de esas cursis tarjetas de San Valentín con encajes.
Bella se sentó en la silla que había entre ambos hombres y tomó su tenedor. Eddie empezó a lloriquear de nuevo y apenas pudo escuchar lo que decían. Pero no le importó. Las celebraciones de las fiestas no eran uno de sus temas favoritos. En el orfanato en que se crió sólo se celebraba el día de Acción de Gracias y la navidad.
—¿Cómo celebrabas tú el día de San Valentín, Bella? —preguntó Emmett, alzando la voz por encima de los lloriqueos del bebé—. ¿Jugando a las prendas con los chicos?
Bella negó con la cabeza.
—No sé cómo jugar a ese juego —¡qué grande era el abismo que la separaba de aquellos hombres! Mientras ellos compartían galletas y besos con chicas vestidas de «frou frou», ella compartía un dormitorio y un armario con otras cinco huérfanas.
De pronto, Edward se inclinó hacia ella y tomó al bebé de sus brazos. Eddie dejó de lloriquear al instante, distraído por el nuevo rostro.
—¿No jugabais a las prendas? —dijo, sonriendo al bebé—. Tal vez deberíamos hacer algo al respecto, Bella.
El tono burlón de su voz produjo un intenso cosquilleo a lo largo de la espalda de Bella. Casi pudo imaginarse a sí misma con quince años y el corazón latiéndole locamente mientras Edward se acercaba a ella para besarla.
—Entonces supongo que jugaríais a las postales —dijo Emmett, sonriendo—. Recuerdo que una vez jugamos nosotros. Montones de postales de San Valentín. Los chicos tomaban una del montón de las chicas y ellas del de los chicos.
Bella se imaginó a sí misma tomando una tarjeta con mano esperanzada y temblorosa… Que tonta fantasía. Movió la cabeza para alejarla.
—No —dijo—. Tampoco jugábamos a las postales.
Emmett frunció el ceño.
—Eres de California, ¿no? Supongo que allí tienen alguna tradición aparte de la de los cupidos.
Emmett no podía saber lo diferentes que habían sido las tradiciones de Bella a las suyas. Pero era bueno que ella las recordara. Que recordara de dónde venía y lo lejos que se encontraba socialmente de Edward.
—Crecí en un hogar para huérfanas en Los Ángeles.
Emmett se puso pálido.
—Oh. Lo siento…
Bella sonrió.
—No tiene importancia —era bueno que Edward oyera aquello, que ella misma recordara lo alejado que estaba de su alcance—. No recuerdo haber celebrado nunca el día de San Valentín.
Edward se movió junto a ella y la presionó con uno de sus duros muslos. Bella se apartó un poco pero él la siguió.
—¿Tampoco celebrabais el día de San Valentín en el colegio? —Edward acarició distraídamente la mejilla del bebé.
Bella negó con la cabeza.
—No estábamos en un buen barrio de la ciudad. El orfanato estaba junto a un refugio para familias sin hogar. Recibíamos las clases en un edificio propiedad del refugio.
Emmett hizo una mueca.
—Supongo que no era precisamente una juerga.
Bella se encogió de hombros.
—No —lo peor nunca fue la austeridad con que vivió su infancia, sino la sensación de… vacío.
—Evelyn tenía una fijación especial por el día de San Valentín —dijo Edward—. Solía empezar a planear la fiesta con semanas de antelación.
Bella sonrió al imaginar a la seria ama de llaves de pelo cano como una romántica.
—Solía llenar la casa de adornos color rosa con corazones rojos. James se escapaba en cuanto podía a jugar al fútbol, pero Alice se quedaba a ayudarla, escribiendo tarjeta tras tarjeta para sus amigas y profesoras.
—Me acuerdo de eso —dijo Emmett—. Solía esmerarme preparando la de mi madre, que lloraba todos los años cuando la abría.
Bella miró a Edward.
«¿Lo ves? ¿Ves cuántas cosas nos separan?», pensó. El niño privilegiado al que ofrecían galletas en bandeja de plata y que recibía tarjetas de San Valentín con encajes. La huérfana criada en un barrio pobre de Los Ángeles, no falta de cuidados, pero sí de cariño.
Sus mundos eran tan distintos… Pero era difícil mantener aquel pensamiento mientras Edward la miraba con sus oscuros ojos, con el bebé dormido contra su fuerte pecho, con el muslo firmemente presionado contra el de ella…
—No —susurró Bella.
Edward ni siquiera parpadeó.
—¿No qué, querida?
Acunó con una mano la cabeza del bebé y Bella sintió la caricia como si se la hubiera hecho a ella misma.
—Nunca hice ninguna tarjeta de San Valentin. Ni siquiera una vez, ¿comprendes? —Edward debía asumir lo poco que tenían en común.
De pronto, él deslizó una mano bajo la mesa y entrelazó sus dedos con los de Bella.
—Yo tampoco hice tarjetas de San Valentín, querida —dijo, arrastrando la voz con el característico acento de Seattle—. Bueno, sólo una al año, aunque nunca llegaba a mandarla —Bella contuvo el aliento. Edward no estaba captando lo que trataba de hacerle ver. Era evidente que no quería luchar contra lo que había entre ellos. ¿Por qué se empeñaba en no reconocer lo distantes que estaban el uno del otro?
Los hombres eran criaturas difíciles de entender.
—¿No quieres saber para quién hacía mi tarjeta de San Valentín? —insistió él con suavidad.
Bella negó con la cabeza. No quería saberlo. Sólo quería que le soltara la mano y luego reconociera que no tenían nada en común. Nada.
De todos modos, Edward continuó.
—Hacía la tarjeta para mis padres. Padres que, como te sucedió a ti con los tuyos, nunca llegué a conocer.
Edward la dejó ir entonces. La pasada noche, Bella tomó a su bebé en brazos y fue rápidamente a su habitación, como una potranca asustadiza y sin experiencia que hubiera olfateado a un semental.
Emmett alzó una interrogante ceja.
—¿Vas a hacerle daño?
Aquello enfadó a Edward.
—¡Claro que no!
—¿Estás seguro de que todo va bien?
—No te pongas en plan vaquero conmigo, Emmett.
Emmett alzó la otra ceja.
—No tiene nada de vaquero querer proteger a una mujer.
Edward apretó los puños.
—Lleva mi apellido.
—Por una razón —dijo Emmett con calma—. No por un precio.
Edward suspiró mientras entraba en la casa. Había vuelto para comer porque recordar las palabras de Emmett le había hecho sentirse culpable, y porque Bella ni siquiera había sido capaz de mirarlo aquella mañana.
—¡Bella! —le ofrecería de vuelta su libertad, si eso era lo que quería. Tal vez incluso insistiría en que su matrimonio concluyera cuanto antes.
No había nadie en casa. Por un instante, el pánico se apoderó de él. ¿Habría huido ya Bella? Pero no. La sillita del bebé estaba en su lugar en la cocina. La cesta con sus juguetes también seguía allí.
En la encimera había una nota. Doctor Scudder. Once y media.
¿Habría enfermado ella? ¿O el bebé?
Pocos minutos después, Edward estaba de vuelta en la ciudad. Encontró la consulta del doctor Scudder cerrada. Habían salido a comer.
Maldición.
El momentáneo pánico que sintió se transformó en enfado tras llamar al hospital y averiguar que ni Bella ni el bebé estaban allí.
—No quiero sentirme así —murmuró. No se había casado para sentirse responsable de nadie.
Había llegado el momento de acabar con aquello.
Dos bloques más allá encontró el coche de Bella, pero ella no estaba. Dos bloques más y tuvo que hacer un esfuerzo para no echar a correr. ¿Dónde estaba? Quería encontrarla y poner en marcha las ruedas para acabar con aquel matrimonio.
La panadería.
Caminó rápidamente, seguro de encontrarla allí. A través de los ventanales vio que había bastante gente dentro.
Las campanillas que había sobre la puerta tintinearon cuando pasó al interior. Deslizó la mirada por el lugar. Bella no se encontraba entre los clientes.
Maldición. Apretó los dientes. Tal vez, las dueñas, Sue y Leah, sabrían decirle dónde encontrarla. Respiró profundamente y el delicioso aroma a pan y bollos recién hechos invadió sus pulmones, recordándole el día de su proposición de matrimonio. El rostro sorprendido de Bella, su delicada piel, rodeada de olor a pan recién hecho.
No era de extrañar que el recuerdo resultara tan agradable.
Tras el mostrador, Leah, Sue y otra mujer atendían a los clientes. Edward podría haber formulado directamente su pregunta, pero, por alguna extraña razón, no quería que la gente supiera que estaba buscando a su esposa.
O que le había perdido la pista.
No pasaron más de unos segundos antes de que lo reconocieran en la tienda. Dos empleadas en Cullen Oil pasaron junto a él. Ambas se detuvieron para preguntarle por el rancho, por su matrimonio y si echaba de menos Cullen Oil.
Muy bien, muy bien y en absoluto.
El sonido de su voz hizo que Tanya Denali, que se hallaba un poco más adelante en la cola de clientes, se volviera hacia él.
—Edward —dijo, con el coqueto acento que siempre utilizaba y una sonrisa que parecía decir que llevaba todo el día esperando encontrarse con él.
—Tanya —Edward asintió secamente. Normalmente, los ojos muy abiertos de Tanya y su postura, exageradamente erguida, le hacían sonreír, pero hoy le parecieron especialmente falsas.
Tanya dejó avanzar a las personas que tenía detrás y se acercó a Edward hasta casi tocarlo.
—¿Tienes un mal día? Pareces un poco enfurruñado.
—Estoy bien —Edward trató de sonreír y dio un paso atrás.
Tanya apoyó una mano en su antebrazo.
—No pareces el Edward de siempre. ¿Dónde está tu sonrisa? ¿Dónde está la diversión?
Edward trató de alzar más las comisuras de sus labios.
—No sé qué quieres decir —por encima del sofisticado peinado de Tanya, observó la actividad en el mostrador. Si al menos fueran más rápido… Necesitaba hablar con Bella «ahora», cuando terminar con aquella farsa de matrimonio parecía lo más adecuado.
—Estás enfurruñado —dijo Tanya, asintiendo lentamente—. Hace tiempo que deberías saber que no estás hecho para el matrimonio. En mi librería hacen apuestas sobre cuánto durará —chasqueó la lengua—. El playboy Cullen y la panadera.
Edward la miró fijamente.
—Demasiado bonito —continuó Tanya, alzando las cejas—. Demasiado increíble.
Edward sintió que se le encogía el estómago. Frunció el ceño.
—¿Increíble? ¿Por qué increíble?
Varios clientes se volvieron a mirarlo.
Tanya se apartó ligeramente de él.
—Nada, Edward —dijo, rápidamente—. Sólo estaba bromeando.
Las campanillas de la puerta volvieron a sonar. Por el rabillo del ojo, Edward captó un parca azul y una bufanda roja. Bella y Eddie. El alivio que sintió al verla no relajó su estómago.
—¿Edward? —la sorpresa que reveló el tono de Bella no sirvió precisamente para disminuir las sospechas de Tanya. Edward sintió que lo escrutaba con la mirada.
«El playboy Cullen y la panadera». Aquellas palabras confirmarían a Bella todo lo que, de forma tan evidente, había tratado de hacerle ver la noche anterior.
Maldita Tanya. Conociéndola, y conociendo a los habitantes de aquel lugar, un comentario como aquel acabaría llegando a oídos de Bella. Sobre todo si la disolución de su matrimonio se producía de forma tan inmediata.
Alargó una mano y cubrió con ella la de Bella, que la tenía apoyada sobre la barra del cochecito del niño. La miró a los ojos un momento y luego le hizo alzar la barbilla con suavidad para besarla.
Luego se volvió de nuevo hacia Tanya.
—No me gusta bromear con nada relacionado con mi esposa —dijo—. Ni con nuestro matrimonio.
—¿Edward? —repitió Bella.
A él no le gustó el tono inseguro de su voz. Revelaba que no lo conocía lo suficiente, que no confiaba en él. Tanya lo captaría.
—Te estaba buscando. Teníamos una cita para comer, ¿recuerdas?
Sue salió de detrás del mostrador, toda seguridad donde Bella era todo confusión.
—Y yo prometí quedarme con Eddie —tomó el carrito de manos de Bella—. Vosotros tomaos todo el tiempo que queráis.
—Tenemos una reserva en Oscar’s —dijo Edward. No era cierto, pero sabía que Oscar les encontraría una mesa. Se inclinó para besar de nuevo a Bella.
En beneficio de Tanya, por supuesto.
—Si nos disculpáis —añadió, haciendo una inclinación de cabeza hacia Sue, hacia Tanya y hacia cualquiera que dudara de la solidez de su matrimonio. Después, salió de la panadería con su bella esposa tomada del brazo.
—No estoy adecuadamente vestida para este lugar —susurró Bella junto a Edward. Acercó su silla aún más a la mesa, esperando que los demás clientes del elegante restaurante creyeran que llevaba una falda en lugar de sus gastados vaqueros.
—Nadie te está mirando —dijo Edward, tomando el menú.
Bella hizo una mueca.
—Sí, claro. Como no me miraba nadie en la panadería.
Edward dejó bruscamente el menú sobre la mesa.
—¿Te ha dicho alguien algo? —preguntó con brusquedad.
Bella parpadeó.
—No han tenido oportunidad; me has sacado de allí en menos de treinta segundos —lo cierto era que todos la habían mirado cuando entró por la puerta. Y había notado que algo estaba pasando entre Tanya Denali, la dueña de la librería, y Edward. Su corazón se encogió.
Edward volvió a tomar el menú y lo abrió con forzada despreocupación.
—Entonces, ¿nadie te ha dicho nada sobre… nada?
¿Qué temía que le hubieran dicho? ¿Sería algo relacionado con Tanya? Era una mujer mayor que Edward pero seguía siendo muy atractiva.
—¿Quieres decirme algo? —preguntó con suavidad. ¿Sería Tanya la mujer que deseaba Edward?
—¿Y tú? —replicó él—. ¿Estás enferma? ¿Está malo Eddie?
Bella parpadeó.
—¿Malo?
—He ido a casa a verte y he visto tu nota. ¿Tenías una cita con el médico hoy?
Las mejillas de Bella se acaloraron.
—Nunca habías venido a casa a la hora de comer —¿qué habría hecho interrumpir sus ocupaciones a Edward?
El camarero se acercó a su mesa para tomar nota de lo que querían. Pocos minutos después, Bella comenzó a tomar la ensalada de pollo que había pedido.
—¿Por qué has venido a casa más temprano hoy? —se animó a preguntar finalmente.
Edward mantuvo la mirada fija en su plato.
—Quería hablar contigo.
Bella apretó con fuerza exagerada el tenedor que sostenía en la mano. Recordó la evidente tensión que había captado entre Edward y Tanya en la panadería. ¿Quería confesarle que tenía una amante?
—¿Sobre Tanya?
—¿Tanya? —Edward alzó la cabeza y entrecerró los ojos con suspicacia—. ¿Qué pasa con Tanya?
El corazón de Bella latió con fuerza en su pecho.
—He pensado que… que tal vez querías decirme que estabas viéndola.
Edward frunció el ceño.
—¿Viéndola? —repitió.
Bella tragó con esfuerzo.
—Ella parecía… muy interesada en ti en la panadería.
—¿Tanya? —Edward rió brevemente—. Tanya sólo está interesada en dos cosas: en crear problemas y en James. Y no necesariamente por ese orden.
La voz de Edward se tensó al mencionar a su hermano. Bella se obligó a tomar otro bocado de su ensalada. Él consumió de un trago el resto de su agua fría.
La inmediata aparición de un camarero para rellenarle el vaso no hizo que se disipara la tensión.
Bella dejó su tenedor en la mesa.
—¿Es eso lo que hace que te sientas enfadado con James? —tuvo que preguntar—. ¿Que Tanya estuviera interesado en él?
Edward la miró un momento sin decir nada.
—No entiendo por qué estamos hablando de Tanya.
—Porque parecías disgustado mientras hablabas con ella. He pensado que tal vez…
Edward alzó las cejas.
—¿Tal vez…?
—Que tal vez te casaste conmigo por despecho. Que es a Tanya a quien quieres.
Edward gimió y se pasó una mano por el rostro.
—Bella…
—Dime, Edward.
—No dejo de complicar las cosas.
—¿Por qué dices eso? —preguntó ella con suavidad.
—No… —Edward se interrumpió.
—La sinceridad es la mejor política. Anne siempre decía eso, y tenía razón.
Edward volvió a gemir.
—Anne, y bendito sea su cariñoso corazón, nunca tuvo una esposa a la que liberar.
Bella sintió que se le ponía carne de gallina.
—Anne nunca se casó —dijo, sólo para demostrarse que aún podía mover la boca.
—No me sorprende.
Bella dio un sorbo de agua para humedecer su seca boca.
—¿Qué quieres Edward? Dímelo.
Edward alzó la mirada de su plato. Bella sintió que el anillo de boda le quemaba en el dedo. Lo acarició con el pulgar.
—Quería liberarte de la carga de este matrimonio.
Bella presionó el anillo.
—¿Por qué?
—Que se vayan al diablo el abuelo, el fideicomiso y Oil Works —dijo Edward entre dientes.
Bella cerró los ojos. Le habría gustado retirar lo que había dicho sobre la sinceridad. Quería que Edward le mintiera. Por alguna loca razón quería seguir casada con él. Y también quería que él lo quisiera así.
—Pero no voy a dejarte ir —añadió Edward.
Bella abrió los ojos.
—Al menos, todavía —él alargó un brazo para tomarla de la mano.
Bella trató de mantener los dedos quietos, pero éstos se estrecharon cálidamente en torno a la mano de Edward. Debería preguntarle por qué había cambiado de opinión. En lugar de ello, dijo:
—Tenemos un trato.
Él asintió.
—Exacto. Tenemos un acuerdo matrimonial.
—Eso es.
—¿Estás segura? —el pulgar de Edward trazó un erótico círculo sobre el dorso de la mano de Bella—. ¿Puedes esperar un poco más a conseguir tu libertad?
«La sinceridad es la mejor política».
—No quiero recuperar la libertad —contestó Bella, aún sabiendo que lo contrario sería lo más seguro.
—Todavía —añadió él.
—Todavía.
—El problema es que la casa del rancho es muy pequeña.
Bella supo a qué se refería Edward. Si seguían viviendo juntos en aquel reducido espacio… respiró profundamente y tomó una decisión.
—Sí —dijo.
Edward le estrechó la mano con más fuerza.
—Emmett puede presentarse cada tarde, ya sabes. Pero seguro que esta noche no viene. Está enfadado conmigo.
—Sí —susurró Bella. En realidad no había nada más que decir. Siempre se habían dirigido hacia aquel punto, por mucho que lo negaran o por muchas diferencias que hubiera entre ellos.
—Dios, Bella… Es tan frustrante tocarte y no…
—Hoy he ido a ver al doctor —un intenso rubor cubrió el rostro de Bella—. Estoy… bien.
Edward cerró los ojos.
—Quieres decir que…
—Sí —Bella tuvo que sonreír. Quería sentirse feliz en aquel momento, pasara lo que pasara después—. Edward…
El centró la mirada en su sensual boca.
—Me gusta lo que veo —sonrió y acarició con el pulgar el carnoso labio inferior de Bella—. ¿Podemos?
Ella asintió.
—El doctor ha dicho que estoy lista para…
—Para mí —dijo Edward con total seguridad. Pero la sonrisa desapareció de sus labios enseguida—. ¿Estás segura, querida?
Por supuesto, no se refería a si Bella estaba segura de que el doctor tuviera razón. Le estaba preguntando si estaba dispuesta a acostarse con él sin más compromiso entre ellos que el de un matrimonio temporal.
Cuando Bella había creído que Edward deseaba a Tanya se había sentido dolida.
Cuando pensó que quería terminar su matrimonio, sintió miedo.
—Sí, Edward.
sábado, 10 de diciembre de 2011
EPBDA - Capítulo 6
Capítulo 6
Edward pensó en llamar a Emmett. Su mejor amigo había sido un buen futbolista en la universidad, y él necesitaba que alguien le pateara el trasero.
Bella no merecía estar casada con un zafio, con un bruto como él. Había vuelto al rancho tras un duro día de trabajo dividido entre Oil Works y el rancho de Emmett, pensando que estaría lo suficientemente cansado como para no reaccionar ante Bella.
No había servido para nada.
Una mirada a sus brillantes ojos y tentadora boca había bastado para mandar su endurecido cuerpo a tomar una ducha de agua fría. Dos cervezas tampoco habían bastado para conseguir el efecto deseado.
Empezar la tercera con el ronroneo de fondo de la calefacción del todoterreno y la música de George Strait sonando por la radio tampoco le estaba sirviendo de nada. Excepto para recordarle que el matrimonio había sido idea suya y que era Bella la que estaba pagando por su mal humor e incontrolable lujuria.
Porque era pura lujuria lo que hacía que la piel le cosquilleara y todos sus músculos se tensaran cada vez que estaba cerca de ella. Pero Bella no merecía eso.
—Soy un canalla —murmuró. Terminó de un trago la tercera cerveza y abrió la siguiente—. ¿Me oyes, George? —preguntó, mirando la radio—. Soy un canalla y un miserable.
En ese momento se oyeron unos golpes en la puerta. Se volvió, sorprendido, y vio a Bella a través de la ventanilla. Inclinándose en el asiento, abrió la puerta. Bella pasó al interior con su gastada parca puesta.
Edward decidió al instante comprarle un nuevo abrigo a la primera oportunidad. Pero entonces aspiró su aroma y supo que, antes que nada, debía devolver su cálido y tentador cuerpo a la casa.
Sin saber muy bien a qué se enfrentaba, alzó una mano para encender la luz interior del todoterreno. Bella tenía las mejillas coloradas, probablemente a causa del frío, y respiraba pesadamente.
Apagó enseguida la luz y trató de pensar en algo diferente… la fría temperatura reinante, sus próximos compromisos de trabajo… para apartar su mente de la carnosa y tentadora boca de Bella.
Mirando por la ventanilla del vehículo hacia la oscura noche, respiró profundamente y preparó una vaga disculpa. Unas palabras que sirvieran para hacer salir a Bella del coche.
Podía decir que combinar los dos trabajos le estaba causando muchos quebraderos de cabeza. Cualquier cosa antes que la verdad para explicar su rudeza y enviarla de vuelta a casa.
Pero fue ella la primera en hablar.
—Siento que no puedas ni mirarme —dijo.
Edward se quedó tan sorprendido que se volvió a mirarla.
—¿Qué?
—Por si te interesa saberlo, me estoy esmerando todo lo posible.
Edward parpadeó.
—Por supuesto.
—Tal vez esperabas una esposa más guapa, más refinada… Pero me tienes a mí.
¿Acaso creía que se avergonzaba de ella?
—No te he traído aquí porque deseara que fueras otra persona.
—Entonces, ¿por qué me has traído?
Edward pensó que debería haber imaginado que le iba a hacer esa pregunta.
—¿Eh? —murmuró, para dilatar su respuesta.
—Oh, no te molestes en contestar —dijo Bella, evidentemente disgustada—. Anoche me pegué a ti como una lapa.
—¿Como una lapa? —repitió Edward, estúpidamente.
—Sé que no me ves así. Lo supe desde el principio. Sólo he sido un medio para ti, no una mujer, y lo comprendo —Bella hizo una pausa—. ¡Pero podías haberte comido el asado!
El estómago de Edward gruñó y él lo aceptó como uno de sus castigos.
—¿A qué «así» te refieres?
Un suave gruñido sonó a su lado. De pronto, Edward comprendió por qué parecía tan hinchada la parca de Bella. Ésta bajó la cremallera de la prenda y dejó expuesto a Eddie, al que había llevado consigo envuelto en una mantita.
A continuación, Bella hizo unos sorprendentes movimientos de torsión que Edward no supo interpretar en la semi oscuridad reinante. Se oyó una especie de suave palmada y Eddie quedó repentinamente silencioso.
Edward tuvo un mal presentimiento respecto a lo que estaba pasando.
—Um… —se aclaró la garganta—. ¿No quieres algo de intimidad?
Bella se volvió ligeramente hacia él.
—¿Qué más da?
—¿No preferirías… amamantar al bebé a solas?
—Sólo me llevará unos minutos. Está a punto de quedarse dormido. Supongo que no te molesta que le dé de mamar aquí.
Edward no supo qué decir. No le estaba «molestando» exactamente. Pero Bella tenía un pecho descubierto… debía tenerlo, ¿no?… a muy poca distancia de él, y eso le estaba… molestando mucho.
—Tal vez deberías volver a la casa —dijo.
—No antes de que te diga lo que he venido a decir —Bella hizo un rápido movimiento en dirección a Eddie.
¿Era el destello de un seno lo que había visto? Edward trató de no pensar en ello. Enero. Heladas.
—… siento —concluyó Bella.
Edward tragó con esfuerzo.
—Disculpa. No he oído eso.
Bella dejó escapar un prolongado suspiro.
—Estaba murmurando. No se me da especialmente bien esto.
—Suéltalo de una vez, Bella —¿lo habría descubierto? ¿Iba a sermonearlo por sus inadecuados «calentones»?
—Siento lo que pasó anoche —dijo ella, rápidamente—. Siento que… que me gustara compartir la cama contigo. Ya sé que no soy tu tipo. Lo sé con certeza. Así que no te preocupes, porque no volverá a suceder. Mantendré la relación exclusivamente amistosa. No tienes por qué preocuparte en ningún otro sentido.
Edward tardó unos momentos en entender.
—¿No eres mi tipo?
—Lo sé —dijo Bella—. Has dejado muy claro que no me ves como… como una mujer.
La temperatura del todoterreno había subido. Si Edward no hubiera estado conmocionado, habría apagado la calefacción. En lugar de ello se limitó a seguir mirando a Bella, que hizo otros repentinos movimientos. En la penumbra, Edward vio que Eddie estaba ahora apartado de ella y dormido.
Repasó mentalmente sus palabras y comprendió que Bella acababa de dejarle la salvación en bandeja. De algún modo, le había dado la impresión de que no estaba interesado en ella. Si no lo negaba, ella misma se encargaría de distanciarse.
Volvería a la casa, dejándole a él el todoterreno, la cerveza y a George.
Continuarían con un cortés y distante matrimonio y, en algún momento cercano, él se liberaría de sus ataduras con Cullen Oil y con ella. No podía pedir más.
Bella alzó al bebé dormido sobre su hombro y empezó a darle suaves palmaditas en la espalda.
Edward presionó con dos dedos el puente de su nariz, donde solían empezar sus dolores de cabeza. Si seguía en silencio, Bella volvería a la casa, y unos meses después saldría definitivamente de su vida. Sencillo. Sin complicaciones.
Rompiendo el tenso silencio, Eddie eructó como un jugador profesional de billar tras consumir medio litro de cerveza.
Bella rió.
Y eso fue suficiente para Edward.
—Ah, cariño —dijo. La ternura maternal, la risa casi infantil…—. No sabes lo equivocada que estás —no podía dejar que Bella pensara que no era toda una mujer a sus ojos.
Ella se quedó muy quieta. Dejó de sonreír.
—¿En qué estoy equivocada?
—Te deseo desde… no sé. Lo cierto es que te he traído aquí para no tocarte. Otra noche en mi cama y las cosas se nos habrían ido de las manos. Al menos a mí.
—No… no entiendo.
—No quería que lo hicieras. No quería que supieras el efecto que me produces, ¿de acuerdo? —Edward también se lo estaba explicando a sí mismo.
—¿No te… molesto?
Edward rió.
—Oh, sí, claro que me molestas, Bella. Tus ojos. Tu risa. Tu boca sexy, que me hace desear lamerla cada vez que la miro. Quiero acariciarte, olerte, frotarme contra ti hasta que Enero en Seattle nos parezca Agosto en Acapulco.
No sabía qué diría Bella.
No dijo nada. Dejando escapar una apagada exclamación, volvió a proteger a Eddie bajo su parca y salió del vehículo. Tan rápido, que Edward ni siquiera tuvo tiempo de captar su expresión.
Edward escuchó otro par de canciones antes de salir del todoterreno.
Entró en la casa con el firme propósito de ir a buscar a Bella, que probablemente se habría encerrado con llave en su dormitorio, para disculparse… cosa que debería haber hecho desde el principio, callándose todo lo demás. Luego se encerraría en su dormitorio durante el resto del matrimonio.
Bella estaba sentada en el sofá del cuarto de estar. No había encendido las luces.
Edward se quedó paralizado. Al parecer, no la había asustado lo suficiente como para hacer que se encerrara en su habitación. ¿Estaría llorando? No le gustaría nada que así fuera.
«Discúlpate, Cullen. Discúlpate y luego déjala en paz».
—¿Bella?
Ella subió las piernas al sofá, llevó las rodillas hasta su pecho y se abrazó a ellas.
—Quiero…
—No digas nada más.
—Te lo debo —insistió Edward, acercándose—. Te debo…
—¿Crees que soy una mala madre?
—¿Qué? —la sorprendente pregunta llevó a Edward dos pasos más cerca del sofá—. Eres una madre estupenda.
Bella apoyó la cabeza contra sus rodillas.
—No creo que una madre debiera sentirse así —su voz sonó apagada, confusa.
Edward se sentó en el brazo del sofá.
—¿Así, cómo, Bella? —estaba deseando acariciarla, consolarla—. Esto es por algo que he hecho. Necesito…
—No —Bella negó con la cabeza y su aroma llegó hasta Edward, que lo aspiró con fruición.
«Discúlpate, Cullen. Discúlpate y luego enciérrate en tu dormitorio».
—No creo que una madre debiera… —dijo Bella, adelantándose a él.
—Yo no debería haberte dicho que te deseo.
Bella permaneció un momento en silencio.
—Yo también te deseo —susurró, finalmente.
Edward sintió que el corazón se le subía a la garganta.
—Supongo que una madre no debería sentir algo así —añadió ella con suavidad—. Debería estar centrada en Eddie. Pero te miro a ti y…
—Sé que has dicho que te gustó compartir la cama conmigo, Bella, pero creo que eso se debe a que estás sol…
—No lo digas —interrumpió ella con vehemencia—. No tiene nada que ver con eso.
—¿Qué tratas de decirme, Bella? —Edward trató de contenerse, pero no pudo evitar acariciarle el pelo.
Bella no se apartó.
—No sé. Supongo que la verdad. No puedo olvidar aquel primer beso.
Eso bastó.
Edward se deslizó del brazo del sofá, la sentó sobre su regazo y, lentamente, inclinó la cabeza hasta que sus labios se encontraron.
Su sabor le explotó en la lengua. Incapaz de contenerse, invadió su cálida boca. Bella la abrió para él y lo rodeó con sus brazos.
El pulso de Edward latió casi con violencia en todos los rincones adecuados. Deslizó la lengua por el cuello de Bella, que dejó escapar un sensual gemido a la vez que frotaba su trasero contra él.
Edward saboreó sus orejas, sus sienes, dejó que el calor del deseo dictara el siguiente lugar a explorar, hasta que Bella lo tomó por las mejillas con sus pequeñas manos para que volviera a besarla.
La penetró con su lengua una y otra vez, anunciando lo que le haría con otra parte del cuerpo más adelante. Pronto.
Sin dejar de besarla, alzó lentamente una mano de su cintura a su corazón y la dejó apoyada sobre uno de sus palpitantes pechos. El contacto hizo que todo su cuerpo se pusiera rígido. Bajo la blusa y el sujetador, notó cómo se endurecía el pezón.
—¿Edward?
Él ignoró la pregunta porque el deseo había enronquecido la voz de Bella y él sabía lo que le pedía. Frotó el pezón con el pulgar y ella se arqueó, apartándose momentáneamente de su regazo para volver a caer de inmediato contra su dureza.
Casi sin aliento, Edward dejó que su mano buscara el camino bajo la camisa de Bella. Su piel estaba caliente y volvió a alzarse sobre su regazo cuando él encontró el sujetador. Con dedos casi temblorosos, Edward tiró de la prenda hacia abajo, exponiendo un pecho y su endurecido pezón a sus caricias.
El ronco sonido que escapó de la garganta de Bella hizo que la sangre le ardiera en las venas.
La intensidad de su deseo por ella hizo que la cabeza empezara a darle vueltas.
—Bella —susurró contra sus labios, mientras le frotaba el pezón con el dedo pulgar—, ven a la cama conmigo. Te quiero desnuda. Quiero hacerte mía.
Ella abrió los ojos. Incluso en la penumbra reinante, Edward pudo ver su labio inferior, húmedo por el último beso.
—Edward…
El tono de Bella adquirió un matiz de realidad. Se movió un poco y Edward supo que la había sacado de la bruma del deseo.
Una multitud de sensaciones subieron de su cuerpo a su cerebro, como advirtiéndole de que tenía poco tiempo. El peso de Bella contra la dureza en su regazo. Su suave pelo acariciándole la piel del cuello. El pezón henchido bajo sus dedos.
—Te quiero desnuda en mi cama —dijo de nuevo, temiendo que ella dijera no.
—No, Edward.
Él cerró los ojos. No quería que Bella se moviera. Pero lo hizo y se apartó de su regazo.
—Lo siento —añadió ella.
Edward apretó los dientes.
—Se supone que soy yo el que debería decir eso.
—No pretendía incitarte a…
—No te estoy culpando.
Bella se pasó las manos por el pelo, revolviéndolo aún más de lo que lo había hecho Edward.
—Es evidente que hay… algo entre nosotros —dijo, insegura—, aunque no sé con certeza qué está bien o mal al respecto. Pero, sobre lo de acostarnos…
La sangre de Edward volvió a arder al oír aquellas palabras en labios de Bella. Deseaba tenerla en la cama cuanto antes.
—Dime que no he oído ese «pero» —murmuró.
Ella sonrió.
—«Pero» no tengo permiso del doctor para hacer nada físico… todavía.
—Oh.
—Ya sabes, después de tener el bebé…
—Entiendo —su cerebro entendía, pero el resto de su cuerpo no. Edward se movió en el sofá para ponerse más cómodo—. ¿Pero puedo decirle a mi cerebro que si no fuera así…?
—Oh, Edward —Bella rió con seductora suavidad—. Puedes decirle a tu ego que tus besos y tus caricias son… maravillosos.
Edward sintió de nuevo el rugido de la sangre en sus venas.
—Así que es posible que mi ego y yo volvamos a ser invitados alguna vez… —sugirió, esperanzado.
—Oh, Edward —Bella no rió en esa ocasión, y él supo lo que se avecinaba—. Hacerlo no sería muy inteligente, ¿no te parece?
¿Teniendo en cuenta que aquel sólo era un matrimonio temporal, de conveniencia? No.
¿Teniendo en cuenta que aquel «algo» que había entre ellos despertaba tan rápida y ardientemente?
No.
Edward pensó en llamar a Emmett. Su mejor amigo había sido un buen futbolista en la universidad, y él necesitaba que alguien le pateara el trasero.
Bella no merecía estar casada con un zafio, con un bruto como él. Había vuelto al rancho tras un duro día de trabajo dividido entre Oil Works y el rancho de Emmett, pensando que estaría lo suficientemente cansado como para no reaccionar ante Bella.
No había servido para nada.
Una mirada a sus brillantes ojos y tentadora boca había bastado para mandar su endurecido cuerpo a tomar una ducha de agua fría. Dos cervezas tampoco habían bastado para conseguir el efecto deseado.
Empezar la tercera con el ronroneo de fondo de la calefacción del todoterreno y la música de George Strait sonando por la radio tampoco le estaba sirviendo de nada. Excepto para recordarle que el matrimonio había sido idea suya y que era Bella la que estaba pagando por su mal humor e incontrolable lujuria.
Porque era pura lujuria lo que hacía que la piel le cosquilleara y todos sus músculos se tensaran cada vez que estaba cerca de ella. Pero Bella no merecía eso.
—Soy un canalla —murmuró. Terminó de un trago la tercera cerveza y abrió la siguiente—. ¿Me oyes, George? —preguntó, mirando la radio—. Soy un canalla y un miserable.
En ese momento se oyeron unos golpes en la puerta. Se volvió, sorprendido, y vio a Bella a través de la ventanilla. Inclinándose en el asiento, abrió la puerta. Bella pasó al interior con su gastada parca puesta.
Edward decidió al instante comprarle un nuevo abrigo a la primera oportunidad. Pero entonces aspiró su aroma y supo que, antes que nada, debía devolver su cálido y tentador cuerpo a la casa.
Sin saber muy bien a qué se enfrentaba, alzó una mano para encender la luz interior del todoterreno. Bella tenía las mejillas coloradas, probablemente a causa del frío, y respiraba pesadamente.
Apagó enseguida la luz y trató de pensar en algo diferente… la fría temperatura reinante, sus próximos compromisos de trabajo… para apartar su mente de la carnosa y tentadora boca de Bella.
Mirando por la ventanilla del vehículo hacia la oscura noche, respiró profundamente y preparó una vaga disculpa. Unas palabras que sirvieran para hacer salir a Bella del coche.
Podía decir que combinar los dos trabajos le estaba causando muchos quebraderos de cabeza. Cualquier cosa antes que la verdad para explicar su rudeza y enviarla de vuelta a casa.
Pero fue ella la primera en hablar.
—Siento que no puedas ni mirarme —dijo.
Edward se quedó tan sorprendido que se volvió a mirarla.
—¿Qué?
—Por si te interesa saberlo, me estoy esmerando todo lo posible.
Edward parpadeó.
—Por supuesto.
—Tal vez esperabas una esposa más guapa, más refinada… Pero me tienes a mí.
¿Acaso creía que se avergonzaba de ella?
—No te he traído aquí porque deseara que fueras otra persona.
—Entonces, ¿por qué me has traído?
Edward pensó que debería haber imaginado que le iba a hacer esa pregunta.
—¿Eh? —murmuró, para dilatar su respuesta.
—Oh, no te molestes en contestar —dijo Bella, evidentemente disgustada—. Anoche me pegué a ti como una lapa.
—¿Como una lapa? —repitió Edward, estúpidamente.
—Sé que no me ves así. Lo supe desde el principio. Sólo he sido un medio para ti, no una mujer, y lo comprendo —Bella hizo una pausa—. ¡Pero podías haberte comido el asado!
El estómago de Edward gruñó y él lo aceptó como uno de sus castigos.
—¿A qué «así» te refieres?
Un suave gruñido sonó a su lado. De pronto, Edward comprendió por qué parecía tan hinchada la parca de Bella. Ésta bajó la cremallera de la prenda y dejó expuesto a Eddie, al que había llevado consigo envuelto en una mantita.
A continuación, Bella hizo unos sorprendentes movimientos de torsión que Edward no supo interpretar en la semi oscuridad reinante. Se oyó una especie de suave palmada y Eddie quedó repentinamente silencioso.
Edward tuvo un mal presentimiento respecto a lo que estaba pasando.
—Um… —se aclaró la garganta—. ¿No quieres algo de intimidad?
Bella se volvió ligeramente hacia él.
—¿Qué más da?
—¿No preferirías… amamantar al bebé a solas?
—Sólo me llevará unos minutos. Está a punto de quedarse dormido. Supongo que no te molesta que le dé de mamar aquí.
Edward no supo qué decir. No le estaba «molestando» exactamente. Pero Bella tenía un pecho descubierto… debía tenerlo, ¿no?… a muy poca distancia de él, y eso le estaba… molestando mucho.
—Tal vez deberías volver a la casa —dijo.
—No antes de que te diga lo que he venido a decir —Bella hizo un rápido movimiento en dirección a Eddie.
¿Era el destello de un seno lo que había visto? Edward trató de no pensar en ello. Enero. Heladas.
—… siento —concluyó Bella.
Edward tragó con esfuerzo.
—Disculpa. No he oído eso.
Bella dejó escapar un prolongado suspiro.
—Estaba murmurando. No se me da especialmente bien esto.
—Suéltalo de una vez, Bella —¿lo habría descubierto? ¿Iba a sermonearlo por sus inadecuados «calentones»?
—Siento lo que pasó anoche —dijo ella, rápidamente—. Siento que… que me gustara compartir la cama contigo. Ya sé que no soy tu tipo. Lo sé con certeza. Así que no te preocupes, porque no volverá a suceder. Mantendré la relación exclusivamente amistosa. No tienes por qué preocuparte en ningún otro sentido.
Edward tardó unos momentos en entender.
—¿No eres mi tipo?
—Lo sé —dijo Bella—. Has dejado muy claro que no me ves como… como una mujer.
La temperatura del todoterreno había subido. Si Edward no hubiera estado conmocionado, habría apagado la calefacción. En lugar de ello se limitó a seguir mirando a Bella, que hizo otros repentinos movimientos. En la penumbra, Edward vio que Eddie estaba ahora apartado de ella y dormido.
Repasó mentalmente sus palabras y comprendió que Bella acababa de dejarle la salvación en bandeja. De algún modo, le había dado la impresión de que no estaba interesado en ella. Si no lo negaba, ella misma se encargaría de distanciarse.
Volvería a la casa, dejándole a él el todoterreno, la cerveza y a George.
Continuarían con un cortés y distante matrimonio y, en algún momento cercano, él se liberaría de sus ataduras con Cullen Oil y con ella. No podía pedir más.
Bella alzó al bebé dormido sobre su hombro y empezó a darle suaves palmaditas en la espalda.
Edward presionó con dos dedos el puente de su nariz, donde solían empezar sus dolores de cabeza. Si seguía en silencio, Bella volvería a la casa, y unos meses después saldría definitivamente de su vida. Sencillo. Sin complicaciones.
Rompiendo el tenso silencio, Eddie eructó como un jugador profesional de billar tras consumir medio litro de cerveza.
Bella rió.
Y eso fue suficiente para Edward.
—Ah, cariño —dijo. La ternura maternal, la risa casi infantil…—. No sabes lo equivocada que estás —no podía dejar que Bella pensara que no era toda una mujer a sus ojos.
Ella se quedó muy quieta. Dejó de sonreír.
—¿En qué estoy equivocada?
—Te deseo desde… no sé. Lo cierto es que te he traído aquí para no tocarte. Otra noche en mi cama y las cosas se nos habrían ido de las manos. Al menos a mí.
—No… no entiendo.
—No quería que lo hicieras. No quería que supieras el efecto que me produces, ¿de acuerdo? —Edward también se lo estaba explicando a sí mismo.
—¿No te… molesto?
Edward rió.
—Oh, sí, claro que me molestas, Bella. Tus ojos. Tu risa. Tu boca sexy, que me hace desear lamerla cada vez que la miro. Quiero acariciarte, olerte, frotarme contra ti hasta que Enero en Seattle nos parezca Agosto en Acapulco.
No sabía qué diría Bella.
No dijo nada. Dejando escapar una apagada exclamación, volvió a proteger a Eddie bajo su parca y salió del vehículo. Tan rápido, que Edward ni siquiera tuvo tiempo de captar su expresión.
Edward escuchó otro par de canciones antes de salir del todoterreno.
Entró en la casa con el firme propósito de ir a buscar a Bella, que probablemente se habría encerrado con llave en su dormitorio, para disculparse… cosa que debería haber hecho desde el principio, callándose todo lo demás. Luego se encerraría en su dormitorio durante el resto del matrimonio.
Bella estaba sentada en el sofá del cuarto de estar. No había encendido las luces.
Edward se quedó paralizado. Al parecer, no la había asustado lo suficiente como para hacer que se encerrara en su habitación. ¿Estaría llorando? No le gustaría nada que así fuera.
«Discúlpate, Cullen. Discúlpate y luego déjala en paz».
—¿Bella?
Ella subió las piernas al sofá, llevó las rodillas hasta su pecho y se abrazó a ellas.
—Quiero…
—No digas nada más.
—Te lo debo —insistió Edward, acercándose—. Te debo…
—¿Crees que soy una mala madre?
—¿Qué? —la sorprendente pregunta llevó a Edward dos pasos más cerca del sofá—. Eres una madre estupenda.
Bella apoyó la cabeza contra sus rodillas.
—No creo que una madre debiera sentirse así —su voz sonó apagada, confusa.
Edward se sentó en el brazo del sofá.
—¿Así, cómo, Bella? —estaba deseando acariciarla, consolarla—. Esto es por algo que he hecho. Necesito…
—No —Bella negó con la cabeza y su aroma llegó hasta Edward, que lo aspiró con fruición.
«Discúlpate, Cullen. Discúlpate y luego enciérrate en tu dormitorio».
—No creo que una madre debiera… —dijo Bella, adelantándose a él.
—Yo no debería haberte dicho que te deseo.
Bella permaneció un momento en silencio.
—Yo también te deseo —susurró, finalmente.
Edward sintió que el corazón se le subía a la garganta.
—Supongo que una madre no debería sentir algo así —añadió ella con suavidad—. Debería estar centrada en Eddie. Pero te miro a ti y…
—Sé que has dicho que te gustó compartir la cama conmigo, Bella, pero creo que eso se debe a que estás sol…
—No lo digas —interrumpió ella con vehemencia—. No tiene nada que ver con eso.
—¿Qué tratas de decirme, Bella? —Edward trató de contenerse, pero no pudo evitar acariciarle el pelo.
Bella no se apartó.
—No sé. Supongo que la verdad. No puedo olvidar aquel primer beso.
Eso bastó.
Edward se deslizó del brazo del sofá, la sentó sobre su regazo y, lentamente, inclinó la cabeza hasta que sus labios se encontraron.
Su sabor le explotó en la lengua. Incapaz de contenerse, invadió su cálida boca. Bella la abrió para él y lo rodeó con sus brazos.
El pulso de Edward latió casi con violencia en todos los rincones adecuados. Deslizó la lengua por el cuello de Bella, que dejó escapar un sensual gemido a la vez que frotaba su trasero contra él.
Edward saboreó sus orejas, sus sienes, dejó que el calor del deseo dictara el siguiente lugar a explorar, hasta que Bella lo tomó por las mejillas con sus pequeñas manos para que volviera a besarla.
La penetró con su lengua una y otra vez, anunciando lo que le haría con otra parte del cuerpo más adelante. Pronto.
Sin dejar de besarla, alzó lentamente una mano de su cintura a su corazón y la dejó apoyada sobre uno de sus palpitantes pechos. El contacto hizo que todo su cuerpo se pusiera rígido. Bajo la blusa y el sujetador, notó cómo se endurecía el pezón.
—¿Edward?
Él ignoró la pregunta porque el deseo había enronquecido la voz de Bella y él sabía lo que le pedía. Frotó el pezón con el pulgar y ella se arqueó, apartándose momentáneamente de su regazo para volver a caer de inmediato contra su dureza.
Casi sin aliento, Edward dejó que su mano buscara el camino bajo la camisa de Bella. Su piel estaba caliente y volvió a alzarse sobre su regazo cuando él encontró el sujetador. Con dedos casi temblorosos, Edward tiró de la prenda hacia abajo, exponiendo un pecho y su endurecido pezón a sus caricias.
El ronco sonido que escapó de la garganta de Bella hizo que la sangre le ardiera en las venas.
La intensidad de su deseo por ella hizo que la cabeza empezara a darle vueltas.
—Bella —susurró contra sus labios, mientras le frotaba el pezón con el dedo pulgar—, ven a la cama conmigo. Te quiero desnuda. Quiero hacerte mía.
Ella abrió los ojos. Incluso en la penumbra reinante, Edward pudo ver su labio inferior, húmedo por el último beso.
—Edward…
El tono de Bella adquirió un matiz de realidad. Se movió un poco y Edward supo que la había sacado de la bruma del deseo.
Una multitud de sensaciones subieron de su cuerpo a su cerebro, como advirtiéndole de que tenía poco tiempo. El peso de Bella contra la dureza en su regazo. Su suave pelo acariciándole la piel del cuello. El pezón henchido bajo sus dedos.
—Te quiero desnuda en mi cama —dijo de nuevo, temiendo que ella dijera no.
—No, Edward.
Él cerró los ojos. No quería que Bella se moviera. Pero lo hizo y se apartó de su regazo.
—Lo siento —añadió ella.
Edward apretó los dientes.
—Se supone que soy yo el que debería decir eso.
—No pretendía incitarte a…
—No te estoy culpando.
Bella se pasó las manos por el pelo, revolviéndolo aún más de lo que lo había hecho Edward.
—Es evidente que hay… algo entre nosotros —dijo, insegura—, aunque no sé con certeza qué está bien o mal al respecto. Pero, sobre lo de acostarnos…
La sangre de Edward volvió a arder al oír aquellas palabras en labios de Bella. Deseaba tenerla en la cama cuanto antes.
—Dime que no he oído ese «pero» —murmuró.
Ella sonrió.
—«Pero» no tengo permiso del doctor para hacer nada físico… todavía.
—Oh.
—Ya sabes, después de tener el bebé…
—Entiendo —su cerebro entendía, pero el resto de su cuerpo no. Edward se movió en el sofá para ponerse más cómodo—. ¿Pero puedo decirle a mi cerebro que si no fuera así…?
—Oh, Edward —Bella rió con seductora suavidad—. Puedes decirle a tu ego que tus besos y tus caricias son… maravillosos.
Edward sintió de nuevo el rugido de la sangre en sus venas.
—Así que es posible que mi ego y yo volvamos a ser invitados alguna vez… —sugirió, esperanzado.
—Oh, Edward —Bella no rió en esa ocasión, y él supo lo que se avecinaba—. Hacerlo no sería muy inteligente, ¿no te parece?
¿Teniendo en cuenta que aquel sólo era un matrimonio temporal, de conveniencia? No.
¿Teniendo en cuenta que aquel «algo» que había entre ellos despertaba tan rápida y ardientemente?
No.
sábado, 3 de diciembre de 2011
EPBDA - Capítulo 5
Capítulo 5
Bella miró a Edward, anonadada.
—Supongo que estás bromeando.
Él alzó las cejas.
—¿Qué otra cosa podemos hacer? ¿Decirle a Evelyn que vamos a dormir en habitaciones distintas? Puede que nos hayamos salido con la nuestra una noche, pero los criados hablarán si seguimos durmiendo separados.
Bella se pasó una mano por el pelo. Sin duda, resultaría muy extraño que no compartieran el dormitorio, sobre todo después del «comunicativo» paseo por el pueblo.
—El cotilleo llegaría a oídos del abuelo antes de que se abriera la bolsa mañana por la mañana —dijo Edward, como si hubiera leído su mente.
—Se suponía que éste iba a ser un matrimonio de conveniencia —replicó Bella.
Edward se encogió de hombros y metió las manos en los bolsillos de su pantalón.
—¿Sería tan «inconveniente» compartir la cama?
Su despreocupada actitud había vuelto. Sin corbata y con el cuello de la camisa abierto, Bella pudo percibir el tranquilo latir de su pulso en su garganta. Tenía un cuello fuerte, y sería el fuerte cuerpo de un hombre el que tendría a su lado si se acostaba con él.
—Vamos, Bella —insistió Edward, sonriendo—. Sin duda podemos compartir la cama sin tocarnos. Somos dos personas adultas.
«Eso es lo que temo», pensó Bella.
Estaba acostumbrada a compartir el dormitorio con otras chicas. Con su bebé. Pero no estaba acostumbrada a compartir la cama con un hombre. Mike nunca se había quedado a pasar toda la noche con ella.
Ese detalle debería haber sido más revelador.
—No ronco —continuó Edward.
Bella no lo dudaba. Un hombre como Edward no roncaba. Un hombre como Edward calentaba la cama, calentaba los corazones, alejaba la terrible sole…
Se había prometido no volver a pensar en aquella palabra.
—No me parece buena idea, Edward. Puedo dormir en el suelo, o…
—¿Te asusta la idea, Bella?
—No me asusto de nada —replicó ella automáticamente. Aquello era algo que se aprendía en el orfanato. Se aprendía a no admitir nunca que te asustaba la oscuridad, o no tener padres, o no ser capaz de criar a su bebé a solas…
—Entonces, estamos de acuerdo —Edward se volvió para regresar a su despacho.
—¡No! —exclamó Bella automáticamente. Los huérfanos desarrollaban especialmente el instinto de conservación desde la cuna, y algo le decía que debía cuidarse de acercarse demasiado a Edward.
Él se volvió a mirarla.
—No muerdo.
«¿Y si yo quisiera que lo hicieras?» El inesperado pensamiento hizo que las mejillas de Bella se tiñeran de rubor.
Edward entrecerró los ojos mientras alargaba una mano para acariciarle la mejilla.
—Tienes miedo.
«¡Niégalo!». El pulso de Bella redobló sus latidos. Tener miedo significaba que te podían hacer daño. Y ella no iba a volver a permitir que un hombre se le acercara lo suficiente como para hacerle daño. Tenía callos para evitarlo.
Y Edward parecía tan cómodo con la idea… como si acostarse con ella no fuera a resultarle más inquietante que compartir la cama con un gato.
—Bella… —dijo, sin apartar la mano de su mejilla—. Si no quieres…
—Tonterías —interrumpió ella, tratando de ignorar el cosquilleo que recorría su piel—. Estoy deseando que llegue la hora de acostarnos.
Edward rió y apartó la mano.
—Yo también.
«Bella no tiene nada de especial».
Unos minutos después de las once, Edward se hallaba sentado en un sillón frente a la chimenea de su dormitorio, tratando de creerse aquel pensamiento. A través de la puerta del baño llegaba el sonido del agua corriendo.
Bella estaría limpiándose los dientes. Lavándose la cara. Todo lo que hacía una mujer antes de meterse en la cama… sencillo, normal.
Nada que justificara la tensión de sus músculos y la sensación de que la sangre corría más veloz por sus venas.
«Bella no tiene nada de especial».
Porque así era como iba a superar la noche. Todo el matrimonio. Con calma, relajado. Interpretarían sus papeles ante Evelyn y el resto de los criados para convencer al abuelo de que estaban realmente casados.
Para convencerle de que debía retomar las riendas de Oil Works.
Para liberarse de las responsabilidades familiares.
Para ofrecer a Eddie y a Bella la seguridad que merecían.
La puerta del baño se abrió y Bella salió vestida con una fina bata rosa. Por el cuello asomaba la blanca franela de un camisón.
Nueve negligés y había elegido un camisón de franela. «Gracias a Dios», pensó Edward.
Bella lo miró, nerviosa.
—Bien —dijo, dedicándole la forzada sonrisa que él recordaba de su primer encuentro.
—Bien —replicó Edward. No había nada especial en Bella. No tenía ningún motivo para imaginar cómo sería su piel bajo la franela.
—Voy a ver cómo está Eddie —dijo ella.
Edward no le recordó que uno de los regalos del abuelo había sido un monitor para bebés. El receptor estaba en la mesilla de noche y podía captar el sonido de una pluma cayendo en la habitación del niño.
El olor a jabón y pasta de dientes volvió a despertar la imaginación de Edward.
Para hacer que aquello funcionara, para asegurarse un «matrimonio» tranquilo, debía mantenerse tan distante y controlado como le fuera posible.
Bella dejó abierta la puerta del dormitorio, y también la del de Eddie. Viéndola inclinada sobre la cuna, Edward pensó que más parecía un ángel maternal que una mujer.
Le gustó pensar en ella de aquella manera. Angelical en lugar de excitante. Halos en lugar de hormonas. Por primera vez desde que había visto los negligés sobre la cama, su estado de ánimo se aligeró. Podía hacerlo. Podía acostarse con su mujer sin tocarla.
—Edward —un susurro cargado de sensualidad llegó a oídos de Edward—. Edward.
Tardó unos segundos en darse cuenta de que la voz había surgido del monitor.
En respuesta a la llamada, se levantó y fue a la habitación del bebé. Bella lo miró y le dedicó una cálida sonrisa. Edward no pudo evitar acercarse hasta ella para aspirar su fragancia.
—Sólo estaba comprobando si funcionaba —susurró Bella, evidentemente aliviada—. Quería asegurarme —alargó una mano hacia el bebé y acarició con delicadeza su frente. Luego, como si no fuera capaz de apartarse de él, retocó la manta que lo cubría.
Algo atenazó la garganta de Edward. Trató de tragar pero no pudo. Tosió ligeramente, apartándose de la cuna.
—¿Estás bien? —preguntó Bella, apoyando una mano en su espalda.
Edward volvió a toser y se apartó ligeramente para evitar el contacto, nada especial, de aquella mano.
—Estoy perfectamente —dijo, dispuesto a salir disparado a la relativa seguridad de su dormitorio.
Bella lo detuvo con una mano. Señaló con la cabeza el caballito balancín que se hallaba en un rincón de la habitación.
—Me encanta el caballo. ¿Cómo se llama?
Edward se relajó. El caballo era un tema de conversación seguro y el dormitorio de Eddie era más seguro que el suyo.
—James lo llamó Challenger. Alice, Sueuty. Cuando lo heredé yo le puse Blackie.
—¿Fue un regalo de tu abuelo?
Edward negó con la cabeza.
—De nuestros padres. Se lo regalaron a James, pero lo fuimos heredando por turnos. Era un buen caballo de rodeo.
Bella rió con suavidad.
—Lo imagino. ¿Cómo sobrellevaba tu madre vuestras travesuras?
—No tuvo que hacerlo. Ella y mi padre murieron cuando yo era sólo un bebé.
Bella apoyó una mano en la de Edward.
—Lo siento —dijo.
Él apartó la mano con suavidad.
—No lo sientas. Tenía a mi abuelo. Y a Alice. Y a James.
Un momento de silencio.
—¿Cómo te sientes respecto a su pérdida? —preguntó Bella—. Me refiero a la de James.
Edward se enfrió de inmediato. No quería pensar en James. En cuánto lo echaba de menos. El abuelo sufría por toda la familia.
—Estoy furioso con él.
Lamentó de inmediato haber dicho aquello. No porque no fuera cierto, sino porque hablar de ello no servía de nada. Él era el experto en mantener un tono desenfadado para todo, y le gustaba que fuera así.
—¿Por qué estás furioso con él?
Edward había sabido que Bella insistiría. Era la clase de persona capaz de hacerle pensar en cosas que prefería olvidar.
—No quiero hablar sobre ello —dijo con frialdad, alejándose hacia la puerta—. Me voy a la cama.
—Yo también —contestó Bella, siguiéndolo.
Edward fue directamente al baño. Cuando salió, Bella había apagado la luz. Distinguió el bulto que hacía bajo las mantas. Se quitó los vaqueros y la camiseta y se metió en la cama con los calzoncillos, tratando de mantenerse lo más alejado de ella que pudo.
Ablandó la almohada y se tumbó de espaldas. Bella permaneció tan silenciosa y rígida como un maniquí.
La irritación de Edward con ella no se había ido por el desagüe junto con la pasta de dientes. Y la evidente incomodidad que le producía estar junto a él en la cama lo enfadó aún más.
—No voy a atacarte, maldita sea.
—No es eso lo que me preocupa —dijo ella, con calma—. Anne siempre decía que uno no debía acostarse enfadado. Y te debo una disculpa, Edward.
—¿Quién es esa Anne? —preguntó él, irritado.
—Una de las mujeres que nos cuidaba en el orfanato Thurston. Ella habría opinado que no era asunto mío preguntarte sobre lo que sentías por la muerte de tu hermano. Y habría tenido razón. Discúlpame, Edward. Lo que sientas no es asunto mío.
—Eres mi esposa —Edward no supo por qué había dicho eso, por qué no se había limitado a asentir. Alimentar su rabia habría sido una respuesta mucho más segura y distanciadora.
—Temporalmente —dijo Bella—. Es sólo que…
—Adelante —Edward había notado que Bella se estaba relajando al hablar, y sabía que no sería capaz de dormir teniéndola al lado rígida como una tabla de planchar.
—Yo también he perdido a personas queridas, Edward. Puede que no conociera a mis padres como tú conociste a James, pero me he sentido triste. Y enfadada. He pensado que tal vez te apetecería hablar de ello.
Lo que le habría apetecido a Edward habría sido evitar por completo el tema. Suspiró.
—Me he comportado como un estúpido —dijo—. Soy yo el que debería disculparse.
—Acepto tus disculpas si tú aceptas las mías.
—Hecho.
Edward volvió a suspirar.
Con el enfado desvaneciéndose, sólo percibió en el dormitorio la tranquila respiración de Bella y el aroma de su cuerpo. Cerró los ojos y trató de pensar en los últimos detalles de su retirada de Cullen Oil. Desde el día siguiente empezaría a trabajar sólo media jornada para dedicar el resto de la tarde al rancho con Emmett.
La calidez del cuerpo de Bella invadía poco a poco su lado de la cama.
No tenía nada de especial.
—¿Crees que oiré a Eddie si me necesita? —susurró ella, y su aliento acarició la piel del hombro de Edward.
Éste tragó con esfuerzo.
—Yo te he oído perfectamente.
Bella suspiró.
—Sí.
Unos segundos después estaba profundamente dormida.
Unas horas después Edward seguía despierto. Incluso después de que Bella se levantara para amamantar al bebé y luego volviera a la cama, durmiéndose de inmediato. El calor de su cuerpo parecía buscarlo por muchas vueltas que diera.
Finalmente se adormeció.
Y cuando despertó volvió a encontrarse rodeado del calor de Bella. Con los ojos aún cerrados, flexionó los brazos y descubrió que los tenía en torno a ella. Su trasero estaba firmemente pegado a su entrepierna.
Gruñó suavemente y abrió los ojos.
De pronto, Bella se volvió y se apartó de sus brazos. Estaban en su lado de la cama, mirándose a los ojos.
—¿Y bien? —dijo Bella.
Edward quiso decir algo. Prometer que no volvería a suceder. Hacer algún comentario gracioso para neutralizar el momento. Cualquier cosa que no convirtiera en algo especial despertar con ella entre sus brazos.
El aroma de Bella se había prendido a su piel. Eso le gustaba.
Ella se humedeció los labios. Eso también le gustó.
—Nos vamos hoy mismo de aquí —dijo, de repente.
Bella parpadeó.
—Hay una pequeña casa ranchera en mi propiedad —continuó Edward—. La gente que me vendió la tierra dejó allí casi todo lo necesario —Bella y él podrían estar allí a solas. Separados.
—Pero tu abuelo… los criados…
—No les parecerá extraño que queramos estar solos. Resultará incluso más convincente.
Un intenso rubor cubrió las mejillas de Bella, rodeando sus orejas de un irresistible color rosado.
Edward apretó los puños. No podía volver a dormir con ella si pretendía que no sufriera. «Trasládate cuanto antes al rancho», se dijo. Allí podría mantener las distancias.
En la habitación que había elegido para sí y para Eddie, Bella terminó de ordenar la ropa del bebé en la recién limpiada cómoda.
Ella y Edward habían llevado sus cosas por la mañana temprano. Evelyn protestó cuando supo que se iban, pero luego sonrió comprensivamente y les ayudó a hacer el equipaje.
El ama de llaves quiso enviar con ellos a una de las criadas para que les ayudara a limpiar la casa, pero Bella dijo que no. Sin embargo, aceptó una caja llena de lo necesario para hacer una buena limpieza. Había dejado la pequeña casa de dos dormitorios reluciente, esperando mientras lo hacía que su sensación de vergüenza desapareciera.
Era evidente que Edward había decidido trasladarse para evitar otra noche con ella en su cama.
Y era culpa de ella.
No habiendo pasado nunca una noche entera con un hombre, había experimentado el sueño más inquieto de su vida. La presencia de Edward, sus brazos, acabaron ofreciéndole consuelo y paz. No era de extrañar que el pobre hombre hubiera huido asustado… y sin otra elección que llevarla consigo al rancho.
¿Pensaría que empezaba a sentirse demasiado cómoda con él? Primero, había tratado de inmiscuirse en algo tan personal como las emociones que despertaba en él la muerte de su hermano y luego se había dejado abrazar complacientemente.
Esperaba que Edward no lo viera así.
Pero Edward se mostraba siempre tan tranquilo y controlado, tan rápido en sus respuestas, que su repentina decisión de huir al rancho la había sorprendido. Pero sabía que había sido una reacción impulsiva provocada por la noche que habían pasado juntos.
En su cuna, Eddie protestó por la falta de atención de su madre. Sonriendo, Bella lo tomó en brazos y acarició su cabecita con la mejilla. Su dulce olor siempre suavizaba los pesares de su corazón.
Pero ahora no la reconfortó.
El amor que sentía por su bebé era tan intenso como siempre, pero aún sentía algo, una especie de vértigo, relacionado con Edward. Vergüenza. Culpabilidad por haberle hecho salir de su propia casa.
Sí, eso era.
—¿Cómo vamos a compensarle? —preguntó en alto a Eddie.
El bebé la miró solemnemente.
—¿Qué tal si hacemos algo para mejorar esta casa? —aunque ya estaba limpia, la pequeña casa ranchera tenía el ambiente impersonal y utilitario de las barracas. Tal vez no fuera la verdadera esposa de Edward, pero podía hacer el esfuerzo de convertir aquello en un verdadero hogar para él.
Bella llevó su talonario a la ciudad, pero, al parecer, todos los dependientes de las tiendas de Freemont Springs estaban al tanto de su reciente condición de casada. Todo lo que compró fue automáticamente cargado a la cuenta Cullen.
Para las seis de la tarde tenía una fuente burbujeando en el horno, la ensalada preparada y cerveza en la nevera. Sonrió satisfecha mientras miraba a su alrededor. Sabía que Edward agradecería su esfuerzo.
Aparte de la comida, había añadido algunos detalles para hacer más cálida la casa. Había cubierto el gastado sofá del cuarto de estar con una colcha hecha a mano que había encontrado en una tienda local.
En un local de artículos de segunda mano había encontrado un par de grabados enmarcados que, colgados de la pared, añadieron cierto color a la habitación.
Un recipiente con brillantes manzanas verdes y rojas servía de centro en la mesa de la cocina. Colocó su vieja televisión en blanco y negro en un extremo del cuarto de estar, sobre un cajón de embalaje que cubrió con una colorida bufanda. Sonrió de nuevo. La casa resultaba mucho más acogedora así. Tal vez a su manera, no a la de un Cullen, pero estaba segura de que él se daría cuenta de cómo se había esforzado por adecentar y decorar el lugar.
Se pasó las manos por la blusa, ajustándola en la cintura de sus vaqueros. También se había acicalado un poco. Sólo para que Edward no creyera que era totalmente dejada. Se había abultado un poco el pelo revolviéndolo con las manos y había logrado que su rostro se animara a base de un poco de maquillaje y un ligero toque de pintalabios.
Eddie, recién bañado, parecía satisfecho mirando la cocina desde su sillita.
El sonido de gravilla pisada llamó la atención del bebé, y también la de Bella. Edward había llegado a casa.
Y no precisamente de buen humor. Cuando entró, miró a Bella largamente y respondió con un apagado monosílabo a su animado saludo.
No miró a su alrededor. No olfateó el olor a comida apreciativamente. Acarició distraídamente la barbilla de Eddie y luego desapareció en su dormitorio.
Bella oyó el sonido de la ducha. Apagó el horno y preparó la mesa. Edward volvió al cabo de unos minutos, le dedicó otra de aquellas largas miradas, se fijó en la mesa preparada para dos… y volvió a desaparecer. Después de tomar una cerveza de la nevera.
Sin hacer ningún comentario sobre la casa o la comida.
Bella se sirvió en su plato y habló con Eddie mientras comía. Estaba a medias cuando Edward entró de nuevo en la cocina para tomar otra cerveza. En esa ocasión desapareció con las cinco que quedaban en el pack.
Bella miró a Eddie. Éste le devolvió la mirada.
Oyó el sonido de la puerta del todoterreno abriéndose y luego cerrándose. A pesar de que el motor se puso en marcha, el vehículo siguió donde estaba.
—¿Qué estará haciendo? —se preguntó en voz alta.
Al parecer, Eddie tampoco lo sabía.
Bella limpió su plato, devolvió la ensalada a la nevera y la fuente al horno. Luego pensó en todo lo que había pasado durante el día.
Mirando a Eddie, que parecía a punto de dormirse, dijo:
—Edward no va a quedarse solo sentado en ese todoterreno.
Bella miró a Edward, anonadada.
—Supongo que estás bromeando.
Él alzó las cejas.
—¿Qué otra cosa podemos hacer? ¿Decirle a Evelyn que vamos a dormir en habitaciones distintas? Puede que nos hayamos salido con la nuestra una noche, pero los criados hablarán si seguimos durmiendo separados.
Bella se pasó una mano por el pelo. Sin duda, resultaría muy extraño que no compartieran el dormitorio, sobre todo después del «comunicativo» paseo por el pueblo.
—El cotilleo llegaría a oídos del abuelo antes de que se abriera la bolsa mañana por la mañana —dijo Edward, como si hubiera leído su mente.
—Se suponía que éste iba a ser un matrimonio de conveniencia —replicó Bella.
Edward se encogió de hombros y metió las manos en los bolsillos de su pantalón.
—¿Sería tan «inconveniente» compartir la cama?
Su despreocupada actitud había vuelto. Sin corbata y con el cuello de la camisa abierto, Bella pudo percibir el tranquilo latir de su pulso en su garganta. Tenía un cuello fuerte, y sería el fuerte cuerpo de un hombre el que tendría a su lado si se acostaba con él.
—Vamos, Bella —insistió Edward, sonriendo—. Sin duda podemos compartir la cama sin tocarnos. Somos dos personas adultas.
«Eso es lo que temo», pensó Bella.
Estaba acostumbrada a compartir el dormitorio con otras chicas. Con su bebé. Pero no estaba acostumbrada a compartir la cama con un hombre. Mike nunca se había quedado a pasar toda la noche con ella.
Ese detalle debería haber sido más revelador.
—No ronco —continuó Edward.
Bella no lo dudaba. Un hombre como Edward no roncaba. Un hombre como Edward calentaba la cama, calentaba los corazones, alejaba la terrible sole…
Se había prometido no volver a pensar en aquella palabra.
—No me parece buena idea, Edward. Puedo dormir en el suelo, o…
—¿Te asusta la idea, Bella?
—No me asusto de nada —replicó ella automáticamente. Aquello era algo que se aprendía en el orfanato. Se aprendía a no admitir nunca que te asustaba la oscuridad, o no tener padres, o no ser capaz de criar a su bebé a solas…
—Entonces, estamos de acuerdo —Edward se volvió para regresar a su despacho.
—¡No! —exclamó Bella automáticamente. Los huérfanos desarrollaban especialmente el instinto de conservación desde la cuna, y algo le decía que debía cuidarse de acercarse demasiado a Edward.
Él se volvió a mirarla.
—No muerdo.
«¿Y si yo quisiera que lo hicieras?» El inesperado pensamiento hizo que las mejillas de Bella se tiñeran de rubor.
Edward entrecerró los ojos mientras alargaba una mano para acariciarle la mejilla.
—Tienes miedo.
«¡Niégalo!». El pulso de Bella redobló sus latidos. Tener miedo significaba que te podían hacer daño. Y ella no iba a volver a permitir que un hombre se le acercara lo suficiente como para hacerle daño. Tenía callos para evitarlo.
Y Edward parecía tan cómodo con la idea… como si acostarse con ella no fuera a resultarle más inquietante que compartir la cama con un gato.
—Bella… —dijo, sin apartar la mano de su mejilla—. Si no quieres…
—Tonterías —interrumpió ella, tratando de ignorar el cosquilleo que recorría su piel—. Estoy deseando que llegue la hora de acostarnos.
Edward rió y apartó la mano.
—Yo también.
«Bella no tiene nada de especial».
Unos minutos después de las once, Edward se hallaba sentado en un sillón frente a la chimenea de su dormitorio, tratando de creerse aquel pensamiento. A través de la puerta del baño llegaba el sonido del agua corriendo.
Bella estaría limpiándose los dientes. Lavándose la cara. Todo lo que hacía una mujer antes de meterse en la cama… sencillo, normal.
Nada que justificara la tensión de sus músculos y la sensación de que la sangre corría más veloz por sus venas.
«Bella no tiene nada de especial».
Porque así era como iba a superar la noche. Todo el matrimonio. Con calma, relajado. Interpretarían sus papeles ante Evelyn y el resto de los criados para convencer al abuelo de que estaban realmente casados.
Para convencerle de que debía retomar las riendas de Oil Works.
Para liberarse de las responsabilidades familiares.
Para ofrecer a Eddie y a Bella la seguridad que merecían.
La puerta del baño se abrió y Bella salió vestida con una fina bata rosa. Por el cuello asomaba la blanca franela de un camisón.
Nueve negligés y había elegido un camisón de franela. «Gracias a Dios», pensó Edward.
Bella lo miró, nerviosa.
—Bien —dijo, dedicándole la forzada sonrisa que él recordaba de su primer encuentro.
—Bien —replicó Edward. No había nada especial en Bella. No tenía ningún motivo para imaginar cómo sería su piel bajo la franela.
—Voy a ver cómo está Eddie —dijo ella.
Edward no le recordó que uno de los regalos del abuelo había sido un monitor para bebés. El receptor estaba en la mesilla de noche y podía captar el sonido de una pluma cayendo en la habitación del niño.
El olor a jabón y pasta de dientes volvió a despertar la imaginación de Edward.
Para hacer que aquello funcionara, para asegurarse un «matrimonio» tranquilo, debía mantenerse tan distante y controlado como le fuera posible.
Bella dejó abierta la puerta del dormitorio, y también la del de Eddie. Viéndola inclinada sobre la cuna, Edward pensó que más parecía un ángel maternal que una mujer.
Le gustó pensar en ella de aquella manera. Angelical en lugar de excitante. Halos en lugar de hormonas. Por primera vez desde que había visto los negligés sobre la cama, su estado de ánimo se aligeró. Podía hacerlo. Podía acostarse con su mujer sin tocarla.
—Edward —un susurro cargado de sensualidad llegó a oídos de Edward—. Edward.
Tardó unos segundos en darse cuenta de que la voz había surgido del monitor.
En respuesta a la llamada, se levantó y fue a la habitación del bebé. Bella lo miró y le dedicó una cálida sonrisa. Edward no pudo evitar acercarse hasta ella para aspirar su fragancia.
—Sólo estaba comprobando si funcionaba —susurró Bella, evidentemente aliviada—. Quería asegurarme —alargó una mano hacia el bebé y acarició con delicadeza su frente. Luego, como si no fuera capaz de apartarse de él, retocó la manta que lo cubría.
Algo atenazó la garganta de Edward. Trató de tragar pero no pudo. Tosió ligeramente, apartándose de la cuna.
—¿Estás bien? —preguntó Bella, apoyando una mano en su espalda.
Edward volvió a toser y se apartó ligeramente para evitar el contacto, nada especial, de aquella mano.
—Estoy perfectamente —dijo, dispuesto a salir disparado a la relativa seguridad de su dormitorio.
Bella lo detuvo con una mano. Señaló con la cabeza el caballito balancín que se hallaba en un rincón de la habitación.
—Me encanta el caballo. ¿Cómo se llama?
Edward se relajó. El caballo era un tema de conversación seguro y el dormitorio de Eddie era más seguro que el suyo.
—James lo llamó Challenger. Alice, Sueuty. Cuando lo heredé yo le puse Blackie.
—¿Fue un regalo de tu abuelo?
Edward negó con la cabeza.
—De nuestros padres. Se lo regalaron a James, pero lo fuimos heredando por turnos. Era un buen caballo de rodeo.
Bella rió con suavidad.
—Lo imagino. ¿Cómo sobrellevaba tu madre vuestras travesuras?
—No tuvo que hacerlo. Ella y mi padre murieron cuando yo era sólo un bebé.
Bella apoyó una mano en la de Edward.
—Lo siento —dijo.
Él apartó la mano con suavidad.
—No lo sientas. Tenía a mi abuelo. Y a Alice. Y a James.
Un momento de silencio.
—¿Cómo te sientes respecto a su pérdida? —preguntó Bella—. Me refiero a la de James.
Edward se enfrió de inmediato. No quería pensar en James. En cuánto lo echaba de menos. El abuelo sufría por toda la familia.
—Estoy furioso con él.
Lamentó de inmediato haber dicho aquello. No porque no fuera cierto, sino porque hablar de ello no servía de nada. Él era el experto en mantener un tono desenfadado para todo, y le gustaba que fuera así.
—¿Por qué estás furioso con él?
Edward había sabido que Bella insistiría. Era la clase de persona capaz de hacerle pensar en cosas que prefería olvidar.
—No quiero hablar sobre ello —dijo con frialdad, alejándose hacia la puerta—. Me voy a la cama.
—Yo también —contestó Bella, siguiéndolo.
Edward fue directamente al baño. Cuando salió, Bella había apagado la luz. Distinguió el bulto que hacía bajo las mantas. Se quitó los vaqueros y la camiseta y se metió en la cama con los calzoncillos, tratando de mantenerse lo más alejado de ella que pudo.
Ablandó la almohada y se tumbó de espaldas. Bella permaneció tan silenciosa y rígida como un maniquí.
La irritación de Edward con ella no se había ido por el desagüe junto con la pasta de dientes. Y la evidente incomodidad que le producía estar junto a él en la cama lo enfadó aún más.
—No voy a atacarte, maldita sea.
—No es eso lo que me preocupa —dijo ella, con calma—. Anne siempre decía que uno no debía acostarse enfadado. Y te debo una disculpa, Edward.
—¿Quién es esa Anne? —preguntó él, irritado.
—Una de las mujeres que nos cuidaba en el orfanato Thurston. Ella habría opinado que no era asunto mío preguntarte sobre lo que sentías por la muerte de tu hermano. Y habría tenido razón. Discúlpame, Edward. Lo que sientas no es asunto mío.
—Eres mi esposa —Edward no supo por qué había dicho eso, por qué no se había limitado a asentir. Alimentar su rabia habría sido una respuesta mucho más segura y distanciadora.
—Temporalmente —dijo Bella—. Es sólo que…
—Adelante —Edward había notado que Bella se estaba relajando al hablar, y sabía que no sería capaz de dormir teniéndola al lado rígida como una tabla de planchar.
—Yo también he perdido a personas queridas, Edward. Puede que no conociera a mis padres como tú conociste a James, pero me he sentido triste. Y enfadada. He pensado que tal vez te apetecería hablar de ello.
Lo que le habría apetecido a Edward habría sido evitar por completo el tema. Suspiró.
—Me he comportado como un estúpido —dijo—. Soy yo el que debería disculparse.
—Acepto tus disculpas si tú aceptas las mías.
—Hecho.
Edward volvió a suspirar.
Con el enfado desvaneciéndose, sólo percibió en el dormitorio la tranquila respiración de Bella y el aroma de su cuerpo. Cerró los ojos y trató de pensar en los últimos detalles de su retirada de Cullen Oil. Desde el día siguiente empezaría a trabajar sólo media jornada para dedicar el resto de la tarde al rancho con Emmett.
La calidez del cuerpo de Bella invadía poco a poco su lado de la cama.
No tenía nada de especial.
—¿Crees que oiré a Eddie si me necesita? —susurró ella, y su aliento acarició la piel del hombro de Edward.
Éste tragó con esfuerzo.
—Yo te he oído perfectamente.
Bella suspiró.
—Sí.
Unos segundos después estaba profundamente dormida.
Unas horas después Edward seguía despierto. Incluso después de que Bella se levantara para amamantar al bebé y luego volviera a la cama, durmiéndose de inmediato. El calor de su cuerpo parecía buscarlo por muchas vueltas que diera.
Finalmente se adormeció.
Y cuando despertó volvió a encontrarse rodeado del calor de Bella. Con los ojos aún cerrados, flexionó los brazos y descubrió que los tenía en torno a ella. Su trasero estaba firmemente pegado a su entrepierna.
Gruñó suavemente y abrió los ojos.
De pronto, Bella se volvió y se apartó de sus brazos. Estaban en su lado de la cama, mirándose a los ojos.
—¿Y bien? —dijo Bella.
Edward quiso decir algo. Prometer que no volvería a suceder. Hacer algún comentario gracioso para neutralizar el momento. Cualquier cosa que no convirtiera en algo especial despertar con ella entre sus brazos.
El aroma de Bella se había prendido a su piel. Eso le gustaba.
Ella se humedeció los labios. Eso también le gustó.
—Nos vamos hoy mismo de aquí —dijo, de repente.
Bella parpadeó.
—Hay una pequeña casa ranchera en mi propiedad —continuó Edward—. La gente que me vendió la tierra dejó allí casi todo lo necesario —Bella y él podrían estar allí a solas. Separados.
—Pero tu abuelo… los criados…
—No les parecerá extraño que queramos estar solos. Resultará incluso más convincente.
Un intenso rubor cubrió las mejillas de Bella, rodeando sus orejas de un irresistible color rosado.
Edward apretó los puños. No podía volver a dormir con ella si pretendía que no sufriera. «Trasládate cuanto antes al rancho», se dijo. Allí podría mantener las distancias.
En la habitación que había elegido para sí y para Eddie, Bella terminó de ordenar la ropa del bebé en la recién limpiada cómoda.
Ella y Edward habían llevado sus cosas por la mañana temprano. Evelyn protestó cuando supo que se iban, pero luego sonrió comprensivamente y les ayudó a hacer el equipaje.
El ama de llaves quiso enviar con ellos a una de las criadas para que les ayudara a limpiar la casa, pero Bella dijo que no. Sin embargo, aceptó una caja llena de lo necesario para hacer una buena limpieza. Había dejado la pequeña casa de dos dormitorios reluciente, esperando mientras lo hacía que su sensación de vergüenza desapareciera.
Era evidente que Edward había decidido trasladarse para evitar otra noche con ella en su cama.
Y era culpa de ella.
No habiendo pasado nunca una noche entera con un hombre, había experimentado el sueño más inquieto de su vida. La presencia de Edward, sus brazos, acabaron ofreciéndole consuelo y paz. No era de extrañar que el pobre hombre hubiera huido asustado… y sin otra elección que llevarla consigo al rancho.
¿Pensaría que empezaba a sentirse demasiado cómoda con él? Primero, había tratado de inmiscuirse en algo tan personal como las emociones que despertaba en él la muerte de su hermano y luego se había dejado abrazar complacientemente.
Esperaba que Edward no lo viera así.
Pero Edward se mostraba siempre tan tranquilo y controlado, tan rápido en sus respuestas, que su repentina decisión de huir al rancho la había sorprendido. Pero sabía que había sido una reacción impulsiva provocada por la noche que habían pasado juntos.
En su cuna, Eddie protestó por la falta de atención de su madre. Sonriendo, Bella lo tomó en brazos y acarició su cabecita con la mejilla. Su dulce olor siempre suavizaba los pesares de su corazón.
Pero ahora no la reconfortó.
El amor que sentía por su bebé era tan intenso como siempre, pero aún sentía algo, una especie de vértigo, relacionado con Edward. Vergüenza. Culpabilidad por haberle hecho salir de su propia casa.
Sí, eso era.
—¿Cómo vamos a compensarle? —preguntó en alto a Eddie.
El bebé la miró solemnemente.
—¿Qué tal si hacemos algo para mejorar esta casa? —aunque ya estaba limpia, la pequeña casa ranchera tenía el ambiente impersonal y utilitario de las barracas. Tal vez no fuera la verdadera esposa de Edward, pero podía hacer el esfuerzo de convertir aquello en un verdadero hogar para él.
Bella llevó su talonario a la ciudad, pero, al parecer, todos los dependientes de las tiendas de Freemont Springs estaban al tanto de su reciente condición de casada. Todo lo que compró fue automáticamente cargado a la cuenta Cullen.
Para las seis de la tarde tenía una fuente burbujeando en el horno, la ensalada preparada y cerveza en la nevera. Sonrió satisfecha mientras miraba a su alrededor. Sabía que Edward agradecería su esfuerzo.
Aparte de la comida, había añadido algunos detalles para hacer más cálida la casa. Había cubierto el gastado sofá del cuarto de estar con una colcha hecha a mano que había encontrado en una tienda local.
En un local de artículos de segunda mano había encontrado un par de grabados enmarcados que, colgados de la pared, añadieron cierto color a la habitación.
Un recipiente con brillantes manzanas verdes y rojas servía de centro en la mesa de la cocina. Colocó su vieja televisión en blanco y negro en un extremo del cuarto de estar, sobre un cajón de embalaje que cubrió con una colorida bufanda. Sonrió de nuevo. La casa resultaba mucho más acogedora así. Tal vez a su manera, no a la de un Cullen, pero estaba segura de que él se daría cuenta de cómo se había esforzado por adecentar y decorar el lugar.
Se pasó las manos por la blusa, ajustándola en la cintura de sus vaqueros. También se había acicalado un poco. Sólo para que Edward no creyera que era totalmente dejada. Se había abultado un poco el pelo revolviéndolo con las manos y había logrado que su rostro se animara a base de un poco de maquillaje y un ligero toque de pintalabios.
Eddie, recién bañado, parecía satisfecho mirando la cocina desde su sillita.
El sonido de gravilla pisada llamó la atención del bebé, y también la de Bella. Edward había llegado a casa.
Y no precisamente de buen humor. Cuando entró, miró a Bella largamente y respondió con un apagado monosílabo a su animado saludo.
No miró a su alrededor. No olfateó el olor a comida apreciativamente. Acarició distraídamente la barbilla de Eddie y luego desapareció en su dormitorio.
Bella oyó el sonido de la ducha. Apagó el horno y preparó la mesa. Edward volvió al cabo de unos minutos, le dedicó otra de aquellas largas miradas, se fijó en la mesa preparada para dos… y volvió a desaparecer. Después de tomar una cerveza de la nevera.
Sin hacer ningún comentario sobre la casa o la comida.
Bella se sirvió en su plato y habló con Eddie mientras comía. Estaba a medias cuando Edward entró de nuevo en la cocina para tomar otra cerveza. En esa ocasión desapareció con las cinco que quedaban en el pack.
Bella miró a Eddie. Éste le devolvió la mirada.
Oyó el sonido de la puerta del todoterreno abriéndose y luego cerrándose. A pesar de que el motor se puso en marcha, el vehículo siguió donde estaba.
—¿Qué estará haciendo? —se preguntó en voz alta.
Al parecer, Eddie tampoco lo sabía.
Bella limpió su plato, devolvió la ensalada a la nevera y la fuente al horno. Luego pensó en todo lo que había pasado durante el día.
Mirando a Eddie, que parecía a punto de dormirse, dijo:
—Edward no va a quedarse solo sentado en ese todoterreno.
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