Capítulo 6
Edward pensó en llamar a Emmett. Su mejor amigo había sido un buen futbolista en la universidad, y él necesitaba que alguien le pateara el trasero.
Bella no merecía estar casada con un zafio, con un bruto como él. Había vuelto al rancho tras un duro día de trabajo dividido entre Oil Works y el rancho de Emmett, pensando que estaría lo suficientemente cansado como para no reaccionar ante Bella.
No había servido para nada.
Una mirada a sus brillantes ojos y tentadora boca había bastado para mandar su endurecido cuerpo a tomar una ducha de agua fría. Dos cervezas tampoco habían bastado para conseguir el efecto deseado.
Empezar la tercera con el ronroneo de fondo de la calefacción del todoterreno y la música de George Strait sonando por la radio tampoco le estaba sirviendo de nada. Excepto para recordarle que el matrimonio había sido idea suya y que era Bella la que estaba pagando por su mal humor e incontrolable lujuria.
Porque era pura lujuria lo que hacía que la piel le cosquilleara y todos sus músculos se tensaran cada vez que estaba cerca de ella. Pero Bella no merecía eso.
—Soy un canalla —murmuró. Terminó de un trago la tercera cerveza y abrió la siguiente—. ¿Me oyes, George? —preguntó, mirando la radio—. Soy un canalla y un miserable.
En ese momento se oyeron unos golpes en la puerta. Se volvió, sorprendido, y vio a Bella a través de la ventanilla. Inclinándose en el asiento, abrió la puerta. Bella pasó al interior con su gastada parca puesta.
Edward decidió al instante comprarle un nuevo abrigo a la primera oportunidad. Pero entonces aspiró su aroma y supo que, antes que nada, debía devolver su cálido y tentador cuerpo a la casa.
Sin saber muy bien a qué se enfrentaba, alzó una mano para encender la luz interior del todoterreno. Bella tenía las mejillas coloradas, probablemente a causa del frío, y respiraba pesadamente.
Apagó enseguida la luz y trató de pensar en algo diferente… la fría temperatura reinante, sus próximos compromisos de trabajo… para apartar su mente de la carnosa y tentadora boca de Bella.
Mirando por la ventanilla del vehículo hacia la oscura noche, respiró profundamente y preparó una vaga disculpa. Unas palabras que sirvieran para hacer salir a Bella del coche.
Podía decir que combinar los dos trabajos le estaba causando muchos quebraderos de cabeza. Cualquier cosa antes que la verdad para explicar su rudeza y enviarla de vuelta a casa.
Pero fue ella la primera en hablar.
—Siento que no puedas ni mirarme —dijo.
Edward se quedó tan sorprendido que se volvió a mirarla.
—¿Qué?
—Por si te interesa saberlo, me estoy esmerando todo lo posible.
Edward parpadeó.
—Por supuesto.
—Tal vez esperabas una esposa más guapa, más refinada… Pero me tienes a mí.
¿Acaso creía que se avergonzaba de ella?
—No te he traído aquí porque deseara que fueras otra persona.
—Entonces, ¿por qué me has traído?
Edward pensó que debería haber imaginado que le iba a hacer esa pregunta.
—¿Eh? —murmuró, para dilatar su respuesta.
—Oh, no te molestes en contestar —dijo Bella, evidentemente disgustada—. Anoche me pegué a ti como una lapa.
—¿Como una lapa? —repitió Edward, estúpidamente.
—Sé que no me ves así. Lo supe desde el principio. Sólo he sido un medio para ti, no una mujer, y lo comprendo —Bella hizo una pausa—. ¡Pero podías haberte comido el asado!
El estómago de Edward gruñó y él lo aceptó como uno de sus castigos.
—¿A qué «así» te refieres?
Un suave gruñido sonó a su lado. De pronto, Edward comprendió por qué parecía tan hinchada la parca de Bella. Ésta bajó la cremallera de la prenda y dejó expuesto a Eddie, al que había llevado consigo envuelto en una mantita.
A continuación, Bella hizo unos sorprendentes movimientos de torsión que Edward no supo interpretar en la semi oscuridad reinante. Se oyó una especie de suave palmada y Eddie quedó repentinamente silencioso.
Edward tuvo un mal presentimiento respecto a lo que estaba pasando.
—Um… —se aclaró la garganta—. ¿No quieres algo de intimidad?
Bella se volvió ligeramente hacia él.
—¿Qué más da?
—¿No preferirías… amamantar al bebé a solas?
—Sólo me llevará unos minutos. Está a punto de quedarse dormido. Supongo que no te molesta que le dé de mamar aquí.
Edward no supo qué decir. No le estaba «molestando» exactamente. Pero Bella tenía un pecho descubierto… debía tenerlo, ¿no?… a muy poca distancia de él, y eso le estaba… molestando mucho.
—Tal vez deberías volver a la casa —dijo.
—No antes de que te diga lo que he venido a decir —Bella hizo un rápido movimiento en dirección a Eddie.
¿Era el destello de un seno lo que había visto? Edward trató de no pensar en ello. Enero. Heladas.
—… siento —concluyó Bella.
Edward tragó con esfuerzo.
—Disculpa. No he oído eso.
Bella dejó escapar un prolongado suspiro.
—Estaba murmurando. No se me da especialmente bien esto.
—Suéltalo de una vez, Bella —¿lo habría descubierto? ¿Iba a sermonearlo por sus inadecuados «calentones»?
—Siento lo que pasó anoche —dijo ella, rápidamente—. Siento que… que me gustara compartir la cama contigo. Ya sé que no soy tu tipo. Lo sé con certeza. Así que no te preocupes, porque no volverá a suceder. Mantendré la relación exclusivamente amistosa. No tienes por qué preocuparte en ningún otro sentido.
Edward tardó unos momentos en entender.
—¿No eres mi tipo?
—Lo sé —dijo Bella—. Has dejado muy claro que no me ves como… como una mujer.
La temperatura del todoterreno había subido. Si Edward no hubiera estado conmocionado, habría apagado la calefacción. En lugar de ello se limitó a seguir mirando a Bella, que hizo otros repentinos movimientos. En la penumbra, Edward vio que Eddie estaba ahora apartado de ella y dormido.
Repasó mentalmente sus palabras y comprendió que Bella acababa de dejarle la salvación en bandeja. De algún modo, le había dado la impresión de que no estaba interesado en ella. Si no lo negaba, ella misma se encargaría de distanciarse.
Volvería a la casa, dejándole a él el todoterreno, la cerveza y a George.
Continuarían con un cortés y distante matrimonio y, en algún momento cercano, él se liberaría de sus ataduras con Cullen Oil y con ella. No podía pedir más.
Bella alzó al bebé dormido sobre su hombro y empezó a darle suaves palmaditas en la espalda.
Edward presionó con dos dedos el puente de su nariz, donde solían empezar sus dolores de cabeza. Si seguía en silencio, Bella volvería a la casa, y unos meses después saldría definitivamente de su vida. Sencillo. Sin complicaciones.
Rompiendo el tenso silencio, Eddie eructó como un jugador profesional de billar tras consumir medio litro de cerveza.
Bella rió.
Y eso fue suficiente para Edward.
—Ah, cariño —dijo. La ternura maternal, la risa casi infantil…—. No sabes lo equivocada que estás —no podía dejar que Bella pensara que no era toda una mujer a sus ojos.
Ella se quedó muy quieta. Dejó de sonreír.
—¿En qué estoy equivocada?
—Te deseo desde… no sé. Lo cierto es que te he traído aquí para no tocarte. Otra noche en mi cama y las cosas se nos habrían ido de las manos. Al menos a mí.
—No… no entiendo.
—No quería que lo hicieras. No quería que supieras el efecto que me produces, ¿de acuerdo? —Edward también se lo estaba explicando a sí mismo.
—¿No te… molesto?
Edward rió.
—Oh, sí, claro que me molestas, Bella. Tus ojos. Tu risa. Tu boca sexy, que me hace desear lamerla cada vez que la miro. Quiero acariciarte, olerte, frotarme contra ti hasta que Enero en Seattle nos parezca Agosto en Acapulco.
No sabía qué diría Bella.
No dijo nada. Dejando escapar una apagada exclamación, volvió a proteger a Eddie bajo su parca y salió del vehículo. Tan rápido, que Edward ni siquiera tuvo tiempo de captar su expresión.
Edward escuchó otro par de canciones antes de salir del todoterreno.
Entró en la casa con el firme propósito de ir a buscar a Bella, que probablemente se habría encerrado con llave en su dormitorio, para disculparse… cosa que debería haber hecho desde el principio, callándose todo lo demás. Luego se encerraría en su dormitorio durante el resto del matrimonio.
Bella estaba sentada en el sofá del cuarto de estar. No había encendido las luces.
Edward se quedó paralizado. Al parecer, no la había asustado lo suficiente como para hacer que se encerrara en su habitación. ¿Estaría llorando? No le gustaría nada que así fuera.
«Discúlpate, Cullen. Discúlpate y luego déjala en paz».
—¿Bella?
Ella subió las piernas al sofá, llevó las rodillas hasta su pecho y se abrazó a ellas.
—Quiero…
—No digas nada más.
—Te lo debo —insistió Edward, acercándose—. Te debo…
—¿Crees que soy una mala madre?
—¿Qué? —la sorprendente pregunta llevó a Edward dos pasos más cerca del sofá—. Eres una madre estupenda.
Bella apoyó la cabeza contra sus rodillas.
—No creo que una madre debiera sentirse así —su voz sonó apagada, confusa.
Edward se sentó en el brazo del sofá.
—¿Así, cómo, Bella? —estaba deseando acariciarla, consolarla—. Esto es por algo que he hecho. Necesito…
—No —Bella negó con la cabeza y su aroma llegó hasta Edward, que lo aspiró con fruición.
«Discúlpate, Cullen. Discúlpate y luego enciérrate en tu dormitorio».
—No creo que una madre debiera… —dijo Bella, adelantándose a él.
—Yo no debería haberte dicho que te deseo.
Bella permaneció un momento en silencio.
—Yo también te deseo —susurró, finalmente.
Edward sintió que el corazón se le subía a la garganta.
—Supongo que una madre no debería sentir algo así —añadió ella con suavidad—. Debería estar centrada en Eddie. Pero te miro a ti y…
—Sé que has dicho que te gustó compartir la cama conmigo, Bella, pero creo que eso se debe a que estás sol…
—No lo digas —interrumpió ella con vehemencia—. No tiene nada que ver con eso.
—¿Qué tratas de decirme, Bella? —Edward trató de contenerse, pero no pudo evitar acariciarle el pelo.
Bella no se apartó.
—No sé. Supongo que la verdad. No puedo olvidar aquel primer beso.
Eso bastó.
Edward se deslizó del brazo del sofá, la sentó sobre su regazo y, lentamente, inclinó la cabeza hasta que sus labios se encontraron.
Su sabor le explotó en la lengua. Incapaz de contenerse, invadió su cálida boca. Bella la abrió para él y lo rodeó con sus brazos.
El pulso de Edward latió casi con violencia en todos los rincones adecuados. Deslizó la lengua por el cuello de Bella, que dejó escapar un sensual gemido a la vez que frotaba su trasero contra él.
Edward saboreó sus orejas, sus sienes, dejó que el calor del deseo dictara el siguiente lugar a explorar, hasta que Bella lo tomó por las mejillas con sus pequeñas manos para que volviera a besarla.
La penetró con su lengua una y otra vez, anunciando lo que le haría con otra parte del cuerpo más adelante. Pronto.
Sin dejar de besarla, alzó lentamente una mano de su cintura a su corazón y la dejó apoyada sobre uno de sus palpitantes pechos. El contacto hizo que todo su cuerpo se pusiera rígido. Bajo la blusa y el sujetador, notó cómo se endurecía el pezón.
—¿Edward?
Él ignoró la pregunta porque el deseo había enronquecido la voz de Bella y él sabía lo que le pedía. Frotó el pezón con el pulgar y ella se arqueó, apartándose momentáneamente de su regazo para volver a caer de inmediato contra su dureza.
Casi sin aliento, Edward dejó que su mano buscara el camino bajo la camisa de Bella. Su piel estaba caliente y volvió a alzarse sobre su regazo cuando él encontró el sujetador. Con dedos casi temblorosos, Edward tiró de la prenda hacia abajo, exponiendo un pecho y su endurecido pezón a sus caricias.
El ronco sonido que escapó de la garganta de Bella hizo que la sangre le ardiera en las venas.
La intensidad de su deseo por ella hizo que la cabeza empezara a darle vueltas.
—Bella —susurró contra sus labios, mientras le frotaba el pezón con el dedo pulgar—, ven a la cama conmigo. Te quiero desnuda. Quiero hacerte mía.
Ella abrió los ojos. Incluso en la penumbra reinante, Edward pudo ver su labio inferior, húmedo por el último beso.
—Edward…
El tono de Bella adquirió un matiz de realidad. Se movió un poco y Edward supo que la había sacado de la bruma del deseo.
Una multitud de sensaciones subieron de su cuerpo a su cerebro, como advirtiéndole de que tenía poco tiempo. El peso de Bella contra la dureza en su regazo. Su suave pelo acariciándole la piel del cuello. El pezón henchido bajo sus dedos.
—Te quiero desnuda en mi cama —dijo de nuevo, temiendo que ella dijera no.
—No, Edward.
Él cerró los ojos. No quería que Bella se moviera. Pero lo hizo y se apartó de su regazo.
—Lo siento —añadió ella.
Edward apretó los dientes.
—Se supone que soy yo el que debería decir eso.
—No pretendía incitarte a…
—No te estoy culpando.
Bella se pasó las manos por el pelo, revolviéndolo aún más de lo que lo había hecho Edward.
—Es evidente que hay… algo entre nosotros —dijo, insegura—, aunque no sé con certeza qué está bien o mal al respecto. Pero, sobre lo de acostarnos…
La sangre de Edward volvió a arder al oír aquellas palabras en labios de Bella. Deseaba tenerla en la cama cuanto antes.
—Dime que no he oído ese «pero» —murmuró.
Ella sonrió.
—«Pero» no tengo permiso del doctor para hacer nada físico… todavía.
—Oh.
—Ya sabes, después de tener el bebé…
—Entiendo —su cerebro entendía, pero el resto de su cuerpo no. Edward se movió en el sofá para ponerse más cómodo—. ¿Pero puedo decirle a mi cerebro que si no fuera así…?
—Oh, Edward —Bella rió con seductora suavidad—. Puedes decirle a tu ego que tus besos y tus caricias son… maravillosos.
Edward sintió de nuevo el rugido de la sangre en sus venas.
—Así que es posible que mi ego y yo volvamos a ser invitados alguna vez… —sugirió, esperanzado.
—Oh, Edward —Bella no rió en esa ocasión, y él supo lo que se avecinaba—. Hacerlo no sería muy inteligente, ¿no te parece?
¿Teniendo en cuenta que aquel sólo era un matrimonio temporal, de conveniencia? No.
¿Teniendo en cuenta que aquel «algo» que había entre ellos despertaba tan rápida y ardientemente?
No.
sábado, 10 de diciembre de 2011
sábado, 3 de diciembre de 2011
EPBDA - Capítulo 5
Capítulo 5
Bella miró a Edward, anonadada.
—Supongo que estás bromeando.
Él alzó las cejas.
—¿Qué otra cosa podemos hacer? ¿Decirle a Evelyn que vamos a dormir en habitaciones distintas? Puede que nos hayamos salido con la nuestra una noche, pero los criados hablarán si seguimos durmiendo separados.
Bella se pasó una mano por el pelo. Sin duda, resultaría muy extraño que no compartieran el dormitorio, sobre todo después del «comunicativo» paseo por el pueblo.
—El cotilleo llegaría a oídos del abuelo antes de que se abriera la bolsa mañana por la mañana —dijo Edward, como si hubiera leído su mente.
—Se suponía que éste iba a ser un matrimonio de conveniencia —replicó Bella.
Edward se encogió de hombros y metió las manos en los bolsillos de su pantalón.
—¿Sería tan «inconveniente» compartir la cama?
Su despreocupada actitud había vuelto. Sin corbata y con el cuello de la camisa abierto, Bella pudo percibir el tranquilo latir de su pulso en su garganta. Tenía un cuello fuerte, y sería el fuerte cuerpo de un hombre el que tendría a su lado si se acostaba con él.
—Vamos, Bella —insistió Edward, sonriendo—. Sin duda podemos compartir la cama sin tocarnos. Somos dos personas adultas.
«Eso es lo que temo», pensó Bella.
Estaba acostumbrada a compartir el dormitorio con otras chicas. Con su bebé. Pero no estaba acostumbrada a compartir la cama con un hombre. Mike nunca se había quedado a pasar toda la noche con ella.
Ese detalle debería haber sido más revelador.
—No ronco —continuó Edward.
Bella no lo dudaba. Un hombre como Edward no roncaba. Un hombre como Edward calentaba la cama, calentaba los corazones, alejaba la terrible sole…
Se había prometido no volver a pensar en aquella palabra.
—No me parece buena idea, Edward. Puedo dormir en el suelo, o…
—¿Te asusta la idea, Bella?
—No me asusto de nada —replicó ella automáticamente. Aquello era algo que se aprendía en el orfanato. Se aprendía a no admitir nunca que te asustaba la oscuridad, o no tener padres, o no ser capaz de criar a su bebé a solas…
—Entonces, estamos de acuerdo —Edward se volvió para regresar a su despacho.
—¡No! —exclamó Bella automáticamente. Los huérfanos desarrollaban especialmente el instinto de conservación desde la cuna, y algo le decía que debía cuidarse de acercarse demasiado a Edward.
Él se volvió a mirarla.
—No muerdo.
«¿Y si yo quisiera que lo hicieras?» El inesperado pensamiento hizo que las mejillas de Bella se tiñeran de rubor.
Edward entrecerró los ojos mientras alargaba una mano para acariciarle la mejilla.
—Tienes miedo.
«¡Niégalo!». El pulso de Bella redobló sus latidos. Tener miedo significaba que te podían hacer daño. Y ella no iba a volver a permitir que un hombre se le acercara lo suficiente como para hacerle daño. Tenía callos para evitarlo.
Y Edward parecía tan cómodo con la idea… como si acostarse con ella no fuera a resultarle más inquietante que compartir la cama con un gato.
—Bella… —dijo, sin apartar la mano de su mejilla—. Si no quieres…
—Tonterías —interrumpió ella, tratando de ignorar el cosquilleo que recorría su piel—. Estoy deseando que llegue la hora de acostarnos.
Edward rió y apartó la mano.
—Yo también.
«Bella no tiene nada de especial».
Unos minutos después de las once, Edward se hallaba sentado en un sillón frente a la chimenea de su dormitorio, tratando de creerse aquel pensamiento. A través de la puerta del baño llegaba el sonido del agua corriendo.
Bella estaría limpiándose los dientes. Lavándose la cara. Todo lo que hacía una mujer antes de meterse en la cama… sencillo, normal.
Nada que justificara la tensión de sus músculos y la sensación de que la sangre corría más veloz por sus venas.
«Bella no tiene nada de especial».
Porque así era como iba a superar la noche. Todo el matrimonio. Con calma, relajado. Interpretarían sus papeles ante Evelyn y el resto de los criados para convencer al abuelo de que estaban realmente casados.
Para convencerle de que debía retomar las riendas de Oil Works.
Para liberarse de las responsabilidades familiares.
Para ofrecer a Eddie y a Bella la seguridad que merecían.
La puerta del baño se abrió y Bella salió vestida con una fina bata rosa. Por el cuello asomaba la blanca franela de un camisón.
Nueve negligés y había elegido un camisón de franela. «Gracias a Dios», pensó Edward.
Bella lo miró, nerviosa.
—Bien —dijo, dedicándole la forzada sonrisa que él recordaba de su primer encuentro.
—Bien —replicó Edward. No había nada especial en Bella. No tenía ningún motivo para imaginar cómo sería su piel bajo la franela.
—Voy a ver cómo está Eddie —dijo ella.
Edward no le recordó que uno de los regalos del abuelo había sido un monitor para bebés. El receptor estaba en la mesilla de noche y podía captar el sonido de una pluma cayendo en la habitación del niño.
El olor a jabón y pasta de dientes volvió a despertar la imaginación de Edward.
Para hacer que aquello funcionara, para asegurarse un «matrimonio» tranquilo, debía mantenerse tan distante y controlado como le fuera posible.
Bella dejó abierta la puerta del dormitorio, y también la del de Eddie. Viéndola inclinada sobre la cuna, Edward pensó que más parecía un ángel maternal que una mujer.
Le gustó pensar en ella de aquella manera. Angelical en lugar de excitante. Halos en lugar de hormonas. Por primera vez desde que había visto los negligés sobre la cama, su estado de ánimo se aligeró. Podía hacerlo. Podía acostarse con su mujer sin tocarla.
—Edward —un susurro cargado de sensualidad llegó a oídos de Edward—. Edward.
Tardó unos segundos en darse cuenta de que la voz había surgido del monitor.
En respuesta a la llamada, se levantó y fue a la habitación del bebé. Bella lo miró y le dedicó una cálida sonrisa. Edward no pudo evitar acercarse hasta ella para aspirar su fragancia.
—Sólo estaba comprobando si funcionaba —susurró Bella, evidentemente aliviada—. Quería asegurarme —alargó una mano hacia el bebé y acarició con delicadeza su frente. Luego, como si no fuera capaz de apartarse de él, retocó la manta que lo cubría.
Algo atenazó la garganta de Edward. Trató de tragar pero no pudo. Tosió ligeramente, apartándose de la cuna.
—¿Estás bien? —preguntó Bella, apoyando una mano en su espalda.
Edward volvió a toser y se apartó ligeramente para evitar el contacto, nada especial, de aquella mano.
—Estoy perfectamente —dijo, dispuesto a salir disparado a la relativa seguridad de su dormitorio.
Bella lo detuvo con una mano. Señaló con la cabeza el caballito balancín que se hallaba en un rincón de la habitación.
—Me encanta el caballo. ¿Cómo se llama?
Edward se relajó. El caballo era un tema de conversación seguro y el dormitorio de Eddie era más seguro que el suyo.
—James lo llamó Challenger. Alice, Sueuty. Cuando lo heredé yo le puse Blackie.
—¿Fue un regalo de tu abuelo?
Edward negó con la cabeza.
—De nuestros padres. Se lo regalaron a James, pero lo fuimos heredando por turnos. Era un buen caballo de rodeo.
Bella rió con suavidad.
—Lo imagino. ¿Cómo sobrellevaba tu madre vuestras travesuras?
—No tuvo que hacerlo. Ella y mi padre murieron cuando yo era sólo un bebé.
Bella apoyó una mano en la de Edward.
—Lo siento —dijo.
Él apartó la mano con suavidad.
—No lo sientas. Tenía a mi abuelo. Y a Alice. Y a James.
Un momento de silencio.
—¿Cómo te sientes respecto a su pérdida? —preguntó Bella—. Me refiero a la de James.
Edward se enfrió de inmediato. No quería pensar en James. En cuánto lo echaba de menos. El abuelo sufría por toda la familia.
—Estoy furioso con él.
Lamentó de inmediato haber dicho aquello. No porque no fuera cierto, sino porque hablar de ello no servía de nada. Él era el experto en mantener un tono desenfadado para todo, y le gustaba que fuera así.
—¿Por qué estás furioso con él?
Edward había sabido que Bella insistiría. Era la clase de persona capaz de hacerle pensar en cosas que prefería olvidar.
—No quiero hablar sobre ello —dijo con frialdad, alejándose hacia la puerta—. Me voy a la cama.
—Yo también —contestó Bella, siguiéndolo.
Edward fue directamente al baño. Cuando salió, Bella había apagado la luz. Distinguió el bulto que hacía bajo las mantas. Se quitó los vaqueros y la camiseta y se metió en la cama con los calzoncillos, tratando de mantenerse lo más alejado de ella que pudo.
Ablandó la almohada y se tumbó de espaldas. Bella permaneció tan silenciosa y rígida como un maniquí.
La irritación de Edward con ella no se había ido por el desagüe junto con la pasta de dientes. Y la evidente incomodidad que le producía estar junto a él en la cama lo enfadó aún más.
—No voy a atacarte, maldita sea.
—No es eso lo que me preocupa —dijo ella, con calma—. Anne siempre decía que uno no debía acostarse enfadado. Y te debo una disculpa, Edward.
—¿Quién es esa Anne? —preguntó él, irritado.
—Una de las mujeres que nos cuidaba en el orfanato Thurston. Ella habría opinado que no era asunto mío preguntarte sobre lo que sentías por la muerte de tu hermano. Y habría tenido razón. Discúlpame, Edward. Lo que sientas no es asunto mío.
—Eres mi esposa —Edward no supo por qué había dicho eso, por qué no se había limitado a asentir. Alimentar su rabia habría sido una respuesta mucho más segura y distanciadora.
—Temporalmente —dijo Bella—. Es sólo que…
—Adelante —Edward había notado que Bella se estaba relajando al hablar, y sabía que no sería capaz de dormir teniéndola al lado rígida como una tabla de planchar.
—Yo también he perdido a personas queridas, Edward. Puede que no conociera a mis padres como tú conociste a James, pero me he sentido triste. Y enfadada. He pensado que tal vez te apetecería hablar de ello.
Lo que le habría apetecido a Edward habría sido evitar por completo el tema. Suspiró.
—Me he comportado como un estúpido —dijo—. Soy yo el que debería disculparse.
—Acepto tus disculpas si tú aceptas las mías.
—Hecho.
Edward volvió a suspirar.
Con el enfado desvaneciéndose, sólo percibió en el dormitorio la tranquila respiración de Bella y el aroma de su cuerpo. Cerró los ojos y trató de pensar en los últimos detalles de su retirada de Cullen Oil. Desde el día siguiente empezaría a trabajar sólo media jornada para dedicar el resto de la tarde al rancho con Emmett.
La calidez del cuerpo de Bella invadía poco a poco su lado de la cama.
No tenía nada de especial.
—¿Crees que oiré a Eddie si me necesita? —susurró ella, y su aliento acarició la piel del hombro de Edward.
Éste tragó con esfuerzo.
—Yo te he oído perfectamente.
Bella suspiró.
—Sí.
Unos segundos después estaba profundamente dormida.
Unas horas después Edward seguía despierto. Incluso después de que Bella se levantara para amamantar al bebé y luego volviera a la cama, durmiéndose de inmediato. El calor de su cuerpo parecía buscarlo por muchas vueltas que diera.
Finalmente se adormeció.
Y cuando despertó volvió a encontrarse rodeado del calor de Bella. Con los ojos aún cerrados, flexionó los brazos y descubrió que los tenía en torno a ella. Su trasero estaba firmemente pegado a su entrepierna.
Gruñó suavemente y abrió los ojos.
De pronto, Bella se volvió y se apartó de sus brazos. Estaban en su lado de la cama, mirándose a los ojos.
—¿Y bien? —dijo Bella.
Edward quiso decir algo. Prometer que no volvería a suceder. Hacer algún comentario gracioso para neutralizar el momento. Cualquier cosa que no convirtiera en algo especial despertar con ella entre sus brazos.
El aroma de Bella se había prendido a su piel. Eso le gustaba.
Ella se humedeció los labios. Eso también le gustó.
—Nos vamos hoy mismo de aquí —dijo, de repente.
Bella parpadeó.
—Hay una pequeña casa ranchera en mi propiedad —continuó Edward—. La gente que me vendió la tierra dejó allí casi todo lo necesario —Bella y él podrían estar allí a solas. Separados.
—Pero tu abuelo… los criados…
—No les parecerá extraño que queramos estar solos. Resultará incluso más convincente.
Un intenso rubor cubrió las mejillas de Bella, rodeando sus orejas de un irresistible color rosado.
Edward apretó los puños. No podía volver a dormir con ella si pretendía que no sufriera. «Trasládate cuanto antes al rancho», se dijo. Allí podría mantener las distancias.
En la habitación que había elegido para sí y para Eddie, Bella terminó de ordenar la ropa del bebé en la recién limpiada cómoda.
Ella y Edward habían llevado sus cosas por la mañana temprano. Evelyn protestó cuando supo que se iban, pero luego sonrió comprensivamente y les ayudó a hacer el equipaje.
El ama de llaves quiso enviar con ellos a una de las criadas para que les ayudara a limpiar la casa, pero Bella dijo que no. Sin embargo, aceptó una caja llena de lo necesario para hacer una buena limpieza. Había dejado la pequeña casa de dos dormitorios reluciente, esperando mientras lo hacía que su sensación de vergüenza desapareciera.
Era evidente que Edward había decidido trasladarse para evitar otra noche con ella en su cama.
Y era culpa de ella.
No habiendo pasado nunca una noche entera con un hombre, había experimentado el sueño más inquieto de su vida. La presencia de Edward, sus brazos, acabaron ofreciéndole consuelo y paz. No era de extrañar que el pobre hombre hubiera huido asustado… y sin otra elección que llevarla consigo al rancho.
¿Pensaría que empezaba a sentirse demasiado cómoda con él? Primero, había tratado de inmiscuirse en algo tan personal como las emociones que despertaba en él la muerte de su hermano y luego se había dejado abrazar complacientemente.
Esperaba que Edward no lo viera así.
Pero Edward se mostraba siempre tan tranquilo y controlado, tan rápido en sus respuestas, que su repentina decisión de huir al rancho la había sorprendido. Pero sabía que había sido una reacción impulsiva provocada por la noche que habían pasado juntos.
En su cuna, Eddie protestó por la falta de atención de su madre. Sonriendo, Bella lo tomó en brazos y acarició su cabecita con la mejilla. Su dulce olor siempre suavizaba los pesares de su corazón.
Pero ahora no la reconfortó.
El amor que sentía por su bebé era tan intenso como siempre, pero aún sentía algo, una especie de vértigo, relacionado con Edward. Vergüenza. Culpabilidad por haberle hecho salir de su propia casa.
Sí, eso era.
—¿Cómo vamos a compensarle? —preguntó en alto a Eddie.
El bebé la miró solemnemente.
—¿Qué tal si hacemos algo para mejorar esta casa? —aunque ya estaba limpia, la pequeña casa ranchera tenía el ambiente impersonal y utilitario de las barracas. Tal vez no fuera la verdadera esposa de Edward, pero podía hacer el esfuerzo de convertir aquello en un verdadero hogar para él.
Bella llevó su talonario a la ciudad, pero, al parecer, todos los dependientes de las tiendas de Freemont Springs estaban al tanto de su reciente condición de casada. Todo lo que compró fue automáticamente cargado a la cuenta Cullen.
Para las seis de la tarde tenía una fuente burbujeando en el horno, la ensalada preparada y cerveza en la nevera. Sonrió satisfecha mientras miraba a su alrededor. Sabía que Edward agradecería su esfuerzo.
Aparte de la comida, había añadido algunos detalles para hacer más cálida la casa. Había cubierto el gastado sofá del cuarto de estar con una colcha hecha a mano que había encontrado en una tienda local.
En un local de artículos de segunda mano había encontrado un par de grabados enmarcados que, colgados de la pared, añadieron cierto color a la habitación.
Un recipiente con brillantes manzanas verdes y rojas servía de centro en la mesa de la cocina. Colocó su vieja televisión en blanco y negro en un extremo del cuarto de estar, sobre un cajón de embalaje que cubrió con una colorida bufanda. Sonrió de nuevo. La casa resultaba mucho más acogedora así. Tal vez a su manera, no a la de un Cullen, pero estaba segura de que él se daría cuenta de cómo se había esforzado por adecentar y decorar el lugar.
Se pasó las manos por la blusa, ajustándola en la cintura de sus vaqueros. También se había acicalado un poco. Sólo para que Edward no creyera que era totalmente dejada. Se había abultado un poco el pelo revolviéndolo con las manos y había logrado que su rostro se animara a base de un poco de maquillaje y un ligero toque de pintalabios.
Eddie, recién bañado, parecía satisfecho mirando la cocina desde su sillita.
El sonido de gravilla pisada llamó la atención del bebé, y también la de Bella. Edward había llegado a casa.
Y no precisamente de buen humor. Cuando entró, miró a Bella largamente y respondió con un apagado monosílabo a su animado saludo.
No miró a su alrededor. No olfateó el olor a comida apreciativamente. Acarició distraídamente la barbilla de Eddie y luego desapareció en su dormitorio.
Bella oyó el sonido de la ducha. Apagó el horno y preparó la mesa. Edward volvió al cabo de unos minutos, le dedicó otra de aquellas largas miradas, se fijó en la mesa preparada para dos… y volvió a desaparecer. Después de tomar una cerveza de la nevera.
Sin hacer ningún comentario sobre la casa o la comida.
Bella se sirvió en su plato y habló con Eddie mientras comía. Estaba a medias cuando Edward entró de nuevo en la cocina para tomar otra cerveza. En esa ocasión desapareció con las cinco que quedaban en el pack.
Bella miró a Eddie. Éste le devolvió la mirada.
Oyó el sonido de la puerta del todoterreno abriéndose y luego cerrándose. A pesar de que el motor se puso en marcha, el vehículo siguió donde estaba.
—¿Qué estará haciendo? —se preguntó en voz alta.
Al parecer, Eddie tampoco lo sabía.
Bella limpió su plato, devolvió la ensalada a la nevera y la fuente al horno. Luego pensó en todo lo que había pasado durante el día.
Mirando a Eddie, que parecía a punto de dormirse, dijo:
—Edward no va a quedarse solo sentado en ese todoterreno.
Bella miró a Edward, anonadada.
—Supongo que estás bromeando.
Él alzó las cejas.
—¿Qué otra cosa podemos hacer? ¿Decirle a Evelyn que vamos a dormir en habitaciones distintas? Puede que nos hayamos salido con la nuestra una noche, pero los criados hablarán si seguimos durmiendo separados.
Bella se pasó una mano por el pelo. Sin duda, resultaría muy extraño que no compartieran el dormitorio, sobre todo después del «comunicativo» paseo por el pueblo.
—El cotilleo llegaría a oídos del abuelo antes de que se abriera la bolsa mañana por la mañana —dijo Edward, como si hubiera leído su mente.
—Se suponía que éste iba a ser un matrimonio de conveniencia —replicó Bella.
Edward se encogió de hombros y metió las manos en los bolsillos de su pantalón.
—¿Sería tan «inconveniente» compartir la cama?
Su despreocupada actitud había vuelto. Sin corbata y con el cuello de la camisa abierto, Bella pudo percibir el tranquilo latir de su pulso en su garganta. Tenía un cuello fuerte, y sería el fuerte cuerpo de un hombre el que tendría a su lado si se acostaba con él.
—Vamos, Bella —insistió Edward, sonriendo—. Sin duda podemos compartir la cama sin tocarnos. Somos dos personas adultas.
«Eso es lo que temo», pensó Bella.
Estaba acostumbrada a compartir el dormitorio con otras chicas. Con su bebé. Pero no estaba acostumbrada a compartir la cama con un hombre. Mike nunca se había quedado a pasar toda la noche con ella.
Ese detalle debería haber sido más revelador.
—No ronco —continuó Edward.
Bella no lo dudaba. Un hombre como Edward no roncaba. Un hombre como Edward calentaba la cama, calentaba los corazones, alejaba la terrible sole…
Se había prometido no volver a pensar en aquella palabra.
—No me parece buena idea, Edward. Puedo dormir en el suelo, o…
—¿Te asusta la idea, Bella?
—No me asusto de nada —replicó ella automáticamente. Aquello era algo que se aprendía en el orfanato. Se aprendía a no admitir nunca que te asustaba la oscuridad, o no tener padres, o no ser capaz de criar a su bebé a solas…
—Entonces, estamos de acuerdo —Edward se volvió para regresar a su despacho.
—¡No! —exclamó Bella automáticamente. Los huérfanos desarrollaban especialmente el instinto de conservación desde la cuna, y algo le decía que debía cuidarse de acercarse demasiado a Edward.
Él se volvió a mirarla.
—No muerdo.
«¿Y si yo quisiera que lo hicieras?» El inesperado pensamiento hizo que las mejillas de Bella se tiñeran de rubor.
Edward entrecerró los ojos mientras alargaba una mano para acariciarle la mejilla.
—Tienes miedo.
«¡Niégalo!». El pulso de Bella redobló sus latidos. Tener miedo significaba que te podían hacer daño. Y ella no iba a volver a permitir que un hombre se le acercara lo suficiente como para hacerle daño. Tenía callos para evitarlo.
Y Edward parecía tan cómodo con la idea… como si acostarse con ella no fuera a resultarle más inquietante que compartir la cama con un gato.
—Bella… —dijo, sin apartar la mano de su mejilla—. Si no quieres…
—Tonterías —interrumpió ella, tratando de ignorar el cosquilleo que recorría su piel—. Estoy deseando que llegue la hora de acostarnos.
Edward rió y apartó la mano.
—Yo también.
«Bella no tiene nada de especial».
Unos minutos después de las once, Edward se hallaba sentado en un sillón frente a la chimenea de su dormitorio, tratando de creerse aquel pensamiento. A través de la puerta del baño llegaba el sonido del agua corriendo.
Bella estaría limpiándose los dientes. Lavándose la cara. Todo lo que hacía una mujer antes de meterse en la cama… sencillo, normal.
Nada que justificara la tensión de sus músculos y la sensación de que la sangre corría más veloz por sus venas.
«Bella no tiene nada de especial».
Porque así era como iba a superar la noche. Todo el matrimonio. Con calma, relajado. Interpretarían sus papeles ante Evelyn y el resto de los criados para convencer al abuelo de que estaban realmente casados.
Para convencerle de que debía retomar las riendas de Oil Works.
Para liberarse de las responsabilidades familiares.
Para ofrecer a Eddie y a Bella la seguridad que merecían.
La puerta del baño se abrió y Bella salió vestida con una fina bata rosa. Por el cuello asomaba la blanca franela de un camisón.
Nueve negligés y había elegido un camisón de franela. «Gracias a Dios», pensó Edward.
Bella lo miró, nerviosa.
—Bien —dijo, dedicándole la forzada sonrisa que él recordaba de su primer encuentro.
—Bien —replicó Edward. No había nada especial en Bella. No tenía ningún motivo para imaginar cómo sería su piel bajo la franela.
—Voy a ver cómo está Eddie —dijo ella.
Edward no le recordó que uno de los regalos del abuelo había sido un monitor para bebés. El receptor estaba en la mesilla de noche y podía captar el sonido de una pluma cayendo en la habitación del niño.
El olor a jabón y pasta de dientes volvió a despertar la imaginación de Edward.
Para hacer que aquello funcionara, para asegurarse un «matrimonio» tranquilo, debía mantenerse tan distante y controlado como le fuera posible.
Bella dejó abierta la puerta del dormitorio, y también la del de Eddie. Viéndola inclinada sobre la cuna, Edward pensó que más parecía un ángel maternal que una mujer.
Le gustó pensar en ella de aquella manera. Angelical en lugar de excitante. Halos en lugar de hormonas. Por primera vez desde que había visto los negligés sobre la cama, su estado de ánimo se aligeró. Podía hacerlo. Podía acostarse con su mujer sin tocarla.
—Edward —un susurro cargado de sensualidad llegó a oídos de Edward—. Edward.
Tardó unos segundos en darse cuenta de que la voz había surgido del monitor.
En respuesta a la llamada, se levantó y fue a la habitación del bebé. Bella lo miró y le dedicó una cálida sonrisa. Edward no pudo evitar acercarse hasta ella para aspirar su fragancia.
—Sólo estaba comprobando si funcionaba —susurró Bella, evidentemente aliviada—. Quería asegurarme —alargó una mano hacia el bebé y acarició con delicadeza su frente. Luego, como si no fuera capaz de apartarse de él, retocó la manta que lo cubría.
Algo atenazó la garganta de Edward. Trató de tragar pero no pudo. Tosió ligeramente, apartándose de la cuna.
—¿Estás bien? —preguntó Bella, apoyando una mano en su espalda.
Edward volvió a toser y se apartó ligeramente para evitar el contacto, nada especial, de aquella mano.
—Estoy perfectamente —dijo, dispuesto a salir disparado a la relativa seguridad de su dormitorio.
Bella lo detuvo con una mano. Señaló con la cabeza el caballito balancín que se hallaba en un rincón de la habitación.
—Me encanta el caballo. ¿Cómo se llama?
Edward se relajó. El caballo era un tema de conversación seguro y el dormitorio de Eddie era más seguro que el suyo.
—James lo llamó Challenger. Alice, Sueuty. Cuando lo heredé yo le puse Blackie.
—¿Fue un regalo de tu abuelo?
Edward negó con la cabeza.
—De nuestros padres. Se lo regalaron a James, pero lo fuimos heredando por turnos. Era un buen caballo de rodeo.
Bella rió con suavidad.
—Lo imagino. ¿Cómo sobrellevaba tu madre vuestras travesuras?
—No tuvo que hacerlo. Ella y mi padre murieron cuando yo era sólo un bebé.
Bella apoyó una mano en la de Edward.
—Lo siento —dijo.
Él apartó la mano con suavidad.
—No lo sientas. Tenía a mi abuelo. Y a Alice. Y a James.
Un momento de silencio.
—¿Cómo te sientes respecto a su pérdida? —preguntó Bella—. Me refiero a la de James.
Edward se enfrió de inmediato. No quería pensar en James. En cuánto lo echaba de menos. El abuelo sufría por toda la familia.
—Estoy furioso con él.
Lamentó de inmediato haber dicho aquello. No porque no fuera cierto, sino porque hablar de ello no servía de nada. Él era el experto en mantener un tono desenfadado para todo, y le gustaba que fuera así.
—¿Por qué estás furioso con él?
Edward había sabido que Bella insistiría. Era la clase de persona capaz de hacerle pensar en cosas que prefería olvidar.
—No quiero hablar sobre ello —dijo con frialdad, alejándose hacia la puerta—. Me voy a la cama.
—Yo también —contestó Bella, siguiéndolo.
Edward fue directamente al baño. Cuando salió, Bella había apagado la luz. Distinguió el bulto que hacía bajo las mantas. Se quitó los vaqueros y la camiseta y se metió en la cama con los calzoncillos, tratando de mantenerse lo más alejado de ella que pudo.
Ablandó la almohada y se tumbó de espaldas. Bella permaneció tan silenciosa y rígida como un maniquí.
La irritación de Edward con ella no se había ido por el desagüe junto con la pasta de dientes. Y la evidente incomodidad que le producía estar junto a él en la cama lo enfadó aún más.
—No voy a atacarte, maldita sea.
—No es eso lo que me preocupa —dijo ella, con calma—. Anne siempre decía que uno no debía acostarse enfadado. Y te debo una disculpa, Edward.
—¿Quién es esa Anne? —preguntó él, irritado.
—Una de las mujeres que nos cuidaba en el orfanato Thurston. Ella habría opinado que no era asunto mío preguntarte sobre lo que sentías por la muerte de tu hermano. Y habría tenido razón. Discúlpame, Edward. Lo que sientas no es asunto mío.
—Eres mi esposa —Edward no supo por qué había dicho eso, por qué no se había limitado a asentir. Alimentar su rabia habría sido una respuesta mucho más segura y distanciadora.
—Temporalmente —dijo Bella—. Es sólo que…
—Adelante —Edward había notado que Bella se estaba relajando al hablar, y sabía que no sería capaz de dormir teniéndola al lado rígida como una tabla de planchar.
—Yo también he perdido a personas queridas, Edward. Puede que no conociera a mis padres como tú conociste a James, pero me he sentido triste. Y enfadada. He pensado que tal vez te apetecería hablar de ello.
Lo que le habría apetecido a Edward habría sido evitar por completo el tema. Suspiró.
—Me he comportado como un estúpido —dijo—. Soy yo el que debería disculparse.
—Acepto tus disculpas si tú aceptas las mías.
—Hecho.
Edward volvió a suspirar.
Con el enfado desvaneciéndose, sólo percibió en el dormitorio la tranquila respiración de Bella y el aroma de su cuerpo. Cerró los ojos y trató de pensar en los últimos detalles de su retirada de Cullen Oil. Desde el día siguiente empezaría a trabajar sólo media jornada para dedicar el resto de la tarde al rancho con Emmett.
La calidez del cuerpo de Bella invadía poco a poco su lado de la cama.
No tenía nada de especial.
—¿Crees que oiré a Eddie si me necesita? —susurró ella, y su aliento acarició la piel del hombro de Edward.
Éste tragó con esfuerzo.
—Yo te he oído perfectamente.
Bella suspiró.
—Sí.
Unos segundos después estaba profundamente dormida.
Unas horas después Edward seguía despierto. Incluso después de que Bella se levantara para amamantar al bebé y luego volviera a la cama, durmiéndose de inmediato. El calor de su cuerpo parecía buscarlo por muchas vueltas que diera.
Finalmente se adormeció.
Y cuando despertó volvió a encontrarse rodeado del calor de Bella. Con los ojos aún cerrados, flexionó los brazos y descubrió que los tenía en torno a ella. Su trasero estaba firmemente pegado a su entrepierna.
Gruñó suavemente y abrió los ojos.
De pronto, Bella se volvió y se apartó de sus brazos. Estaban en su lado de la cama, mirándose a los ojos.
—¿Y bien? —dijo Bella.
Edward quiso decir algo. Prometer que no volvería a suceder. Hacer algún comentario gracioso para neutralizar el momento. Cualquier cosa que no convirtiera en algo especial despertar con ella entre sus brazos.
El aroma de Bella se había prendido a su piel. Eso le gustaba.
Ella se humedeció los labios. Eso también le gustó.
—Nos vamos hoy mismo de aquí —dijo, de repente.
Bella parpadeó.
—Hay una pequeña casa ranchera en mi propiedad —continuó Edward—. La gente que me vendió la tierra dejó allí casi todo lo necesario —Bella y él podrían estar allí a solas. Separados.
—Pero tu abuelo… los criados…
—No les parecerá extraño que queramos estar solos. Resultará incluso más convincente.
Un intenso rubor cubrió las mejillas de Bella, rodeando sus orejas de un irresistible color rosado.
Edward apretó los puños. No podía volver a dormir con ella si pretendía que no sufriera. «Trasládate cuanto antes al rancho», se dijo. Allí podría mantener las distancias.
En la habitación que había elegido para sí y para Eddie, Bella terminó de ordenar la ropa del bebé en la recién limpiada cómoda.
Ella y Edward habían llevado sus cosas por la mañana temprano. Evelyn protestó cuando supo que se iban, pero luego sonrió comprensivamente y les ayudó a hacer el equipaje.
El ama de llaves quiso enviar con ellos a una de las criadas para que les ayudara a limpiar la casa, pero Bella dijo que no. Sin embargo, aceptó una caja llena de lo necesario para hacer una buena limpieza. Había dejado la pequeña casa de dos dormitorios reluciente, esperando mientras lo hacía que su sensación de vergüenza desapareciera.
Era evidente que Edward había decidido trasladarse para evitar otra noche con ella en su cama.
Y era culpa de ella.
No habiendo pasado nunca una noche entera con un hombre, había experimentado el sueño más inquieto de su vida. La presencia de Edward, sus brazos, acabaron ofreciéndole consuelo y paz. No era de extrañar que el pobre hombre hubiera huido asustado… y sin otra elección que llevarla consigo al rancho.
¿Pensaría que empezaba a sentirse demasiado cómoda con él? Primero, había tratado de inmiscuirse en algo tan personal como las emociones que despertaba en él la muerte de su hermano y luego se había dejado abrazar complacientemente.
Esperaba que Edward no lo viera así.
Pero Edward se mostraba siempre tan tranquilo y controlado, tan rápido en sus respuestas, que su repentina decisión de huir al rancho la había sorprendido. Pero sabía que había sido una reacción impulsiva provocada por la noche que habían pasado juntos.
En su cuna, Eddie protestó por la falta de atención de su madre. Sonriendo, Bella lo tomó en brazos y acarició su cabecita con la mejilla. Su dulce olor siempre suavizaba los pesares de su corazón.
Pero ahora no la reconfortó.
El amor que sentía por su bebé era tan intenso como siempre, pero aún sentía algo, una especie de vértigo, relacionado con Edward. Vergüenza. Culpabilidad por haberle hecho salir de su propia casa.
Sí, eso era.
—¿Cómo vamos a compensarle? —preguntó en alto a Eddie.
El bebé la miró solemnemente.
—¿Qué tal si hacemos algo para mejorar esta casa? —aunque ya estaba limpia, la pequeña casa ranchera tenía el ambiente impersonal y utilitario de las barracas. Tal vez no fuera la verdadera esposa de Edward, pero podía hacer el esfuerzo de convertir aquello en un verdadero hogar para él.
Bella llevó su talonario a la ciudad, pero, al parecer, todos los dependientes de las tiendas de Freemont Springs estaban al tanto de su reciente condición de casada. Todo lo que compró fue automáticamente cargado a la cuenta Cullen.
Para las seis de la tarde tenía una fuente burbujeando en el horno, la ensalada preparada y cerveza en la nevera. Sonrió satisfecha mientras miraba a su alrededor. Sabía que Edward agradecería su esfuerzo.
Aparte de la comida, había añadido algunos detalles para hacer más cálida la casa. Había cubierto el gastado sofá del cuarto de estar con una colcha hecha a mano que había encontrado en una tienda local.
En un local de artículos de segunda mano había encontrado un par de grabados enmarcados que, colgados de la pared, añadieron cierto color a la habitación.
Un recipiente con brillantes manzanas verdes y rojas servía de centro en la mesa de la cocina. Colocó su vieja televisión en blanco y negro en un extremo del cuarto de estar, sobre un cajón de embalaje que cubrió con una colorida bufanda. Sonrió de nuevo. La casa resultaba mucho más acogedora así. Tal vez a su manera, no a la de un Cullen, pero estaba segura de que él se daría cuenta de cómo se había esforzado por adecentar y decorar el lugar.
Se pasó las manos por la blusa, ajustándola en la cintura de sus vaqueros. También se había acicalado un poco. Sólo para que Edward no creyera que era totalmente dejada. Se había abultado un poco el pelo revolviéndolo con las manos y había logrado que su rostro se animara a base de un poco de maquillaje y un ligero toque de pintalabios.
Eddie, recién bañado, parecía satisfecho mirando la cocina desde su sillita.
El sonido de gravilla pisada llamó la atención del bebé, y también la de Bella. Edward había llegado a casa.
Y no precisamente de buen humor. Cuando entró, miró a Bella largamente y respondió con un apagado monosílabo a su animado saludo.
No miró a su alrededor. No olfateó el olor a comida apreciativamente. Acarició distraídamente la barbilla de Eddie y luego desapareció en su dormitorio.
Bella oyó el sonido de la ducha. Apagó el horno y preparó la mesa. Edward volvió al cabo de unos minutos, le dedicó otra de aquellas largas miradas, se fijó en la mesa preparada para dos… y volvió a desaparecer. Después de tomar una cerveza de la nevera.
Sin hacer ningún comentario sobre la casa o la comida.
Bella se sirvió en su plato y habló con Eddie mientras comía. Estaba a medias cuando Edward entró de nuevo en la cocina para tomar otra cerveza. En esa ocasión desapareció con las cinco que quedaban en el pack.
Bella miró a Eddie. Éste le devolvió la mirada.
Oyó el sonido de la puerta del todoterreno abriéndose y luego cerrándose. A pesar de que el motor se puso en marcha, el vehículo siguió donde estaba.
—¿Qué estará haciendo? —se preguntó en voz alta.
Al parecer, Eddie tampoco lo sabía.
Bella limpió su plato, devolvió la ensalada a la nevera y la fuente al horno. Luego pensó en todo lo que había pasado durante el día.
Mirando a Eddie, que parecía a punto de dormirse, dijo:
—Edward no va a quedarse solo sentado en ese todoterreno.
sábado, 26 de noviembre de 2011
EPBDA - Capítulo 4
Capítulo 4
«Cásate precipitadamente, arrepiéntete cuando te venga bien».
Anne, la mujer que se ocupaba de las niñas de la edad de Bella en el Thurstone Home, nunca había dicho aquel adagio en particular, pero, de todos modos, resonó en la mente de Bella. Tal vez porque ahora, cinco días después de la proposición de Edward y dos horas después de su boda, finalmente tenía tiempo para escuchar sus propios pensamientos.
Pensamientos que no eran precisamente alegres. En el dormitorio de la gran mansión Cullen designado para el bebé, Bella sacaba de una bolsa de papel las ropitas de Eddie. El ama de llaves de los Cullen, Evelyn, no había mostrado sorpresa al ver el «equipaje» de Bella, una gastada bolsa de viaje y dos bolsas de papel, ni tampoco cuando expresó su deseo de guardar personalmente la ropa del bebé. Bella no sólo no estaba acostumbrada a que le hicieran las cosas, sino que sentía la imperiosa necesidad de encerrarse a solas en algún rincón de aquella enorme casa para tranquilizar su corazón y recuperar el control.
¿Habría cometido un error tan grande como aquella mansión?
Miró a Eddie, que dormía profundamente en su familiar cuna. Había llevado aquello con ella, el único lujo que se había permitido, y lo cierto era que no desentonaba en aquella elegante habitación con paredes color melocotón, un gran ventanal con asiento y una alfombra oriental cubriendo el reluciente suelo de madera.
¿Pero encajaban ella y Eddie en aquel lugar?
Miró a su alrededor y detuvo la vista en la cama. Ésta le hizo pensar en Edward. Apretando los dientes, tomó un pequeño montón de mudas de Eddie y las metió en el cajón inferior de la cómoda. Había aceptado un matrimonio de conveniencia, temporal y sin sexo. Aquel primer pensamiento, el primer pensamiento inconsciente que tuvo cuando Edward le hizo la proposición, que estaría en su vida y en su cama para siempre, había muerto rápidamente, como cualquier otra de sus románticas ideas.
Ya debería estar acostumbrada a las decepciones.
Un año atrás tuvo que vérselas con su necesitado corazón. Completamente desprevenida, se coló por la primera cálida sonrisa que le ofrecieron. Pero su embarazo había refrenado cualquier urgencia que no fuera maternal.
De manera que no tenía por qué preocuparse. Había aceptado aquel acuerdo con Edward con los ojos bien abiertos. Por la futura seguridad de su hijo. Colocó con decisión el resto de las ropas de Eddie en la cómoda. Luego, con la bolsa de papel en las manos, lista para arrugarla y tirarla a la papelera, se quedó paralizada.
—Volveré a necesitarla —dijo en voz alta. Era cierto—. Pronto —cuidadosamente dobladas, las bolsas de papel fueron almacenadas junto a su bolsa de viaje en el armario.
¿Cómo iba a manejar la locura de aquella situación, de aquel matrimonio? ¿Cómo podía proteger sus barreras recién erigidas? No volvería a dejarse atrapar desprevenida.
Estaba cambiando a Eddie cuando alguien llamó a la puerta. Su corazón latió más deprisa. Aquella no era la llamada de Evelyn. Era la llamada de Edward.
La llamada de su marido.
Trató de aclarar su tensa garganta.
—Adelante.
Edward abrió la puerta y pasó al interior. Había dejado a Bella en la casa tras la breve boda, a la que no había asistido ningún Cullen, tan sólo dos amigos, pues decía que quería sorprender a la familia después del hecho, y luego fue directo a su despacho. Aún llevaba el traje oscuro de la ceremonia. El anillo con que lo había sorprendido Bella brillaba en su mano izquierda.
Estaba dando vueltas distraídamente a éste con el índice y el pulgar de la otra mano. Bella había tratado de no especular sobre su propio anillo, un ancho círculo de oro embellecido con una hilera de diminutas perlas y otra de topacios. Edward explicó que su elección fue inspirada por su cremosa piel y el brillo de sus ojos.
—¿Qué tal te las arreglas? —preguntó sin sonreír.
El corazón de Bella latió más fuerte que nunca.
—Bien, Eddie y yo estamos bien —desde que había ido a recogerla para la boda, el buen humor de Edward de los días anteriores se había evaporado.
Pero una sonrisa iluminó su rostro cuando miró a Eddie.
—¿Cómo está el pequeño esta tarde? —dijo, mientras se acercaba a la cama, donde el bebé se hallaba tumbado sobre una pequeña manta.
Bella también sonrió.
—No parece especialmente intimidado por su nueva habitación en la magnífica y enorme mansión Cullen.
Edward acarició con delicadeza la mejilla de Eddie, pero volvió los ojos hacia Bella.
—¿Y tú? ¿Te sientes intimidada?
«Por la casa, no. Por el hombre que está junto a mí, sí». Bella se encogió de hombros.
Edward volvió a mirar a Eddie y dejó que el pequeño tomara uno de sus dedos. Sonrió de nuevo.
—¿Has deshecho ya tu equipaje? —preguntó en tono despreocupado—. Evelyn ha dicho que querías hacerlo tú misma.
De pronto, Bella se dio cuenta de que Edward estaba demasiado cerca. A pesar de que habían acordado que su matrimonio sería temporal y carente de sexo, en aquellos momentos, con la puerta cerrada y teniéndolo tan cerca, su presencia resultaba intimidatoria.
—Respecto a… respecto a mi habitación… —pensaba aclarar de inmediato que planeaba dormir allí. Evelyn le había mostrado el dormitorio de Edward, que se hallaba al otro lado del pasillo, y ella había sonreído, pero se alejó de inmediato de aquel mobiliario masculino y de la seductora gran cama que se hallaba en el centro de la habitación. ¿Esperaría Edward que compartiera aquella cama con él? ¿«Temporalmente y sin sexo»?
«Aclara de inmediato que no piensas hacerlo».
—¿Qué es eso? —la voz de Edward la sobresaltó. Se había apartado de la cama y se hallaba junto a un pequeño escritorio. Sobre éste había un montón de revistas Business Week y encima de éstas la edición del día del Wall Street Journal.
Alegrándose de verse momentáneamente distraída de la discusión sobre los arreglos del dormitorio, Bella se sentó junto a Eddie en la cama y le acarició la cabecita.
—Material de lectura con el que tengo que ponerme al día.
—¿Estás suscrita a esta revista? —Edward frunció el ceño—. Supongo que no sé mucho sobre ti.
Ahora era un buen momento para decirle que todo lo que necesitaba saber sobre ella era que no iba a dormir con él. Punto. Incluso con la promesa de que no habría sexo.
—Asistí a una universidad estatal en Los Ángeles —dijo Bella, en lugar de lo que estaba pensando. Hasta que Mike, el padre de Eddie, uno de los estudiantes del departamento de economía, negó toda responsabilidad respecto al bebé. Al parecer, creía tanto en las estadísticas que no podía aceptar encontrarse en el pequeño rango de error de su método de control de natalidad—. Me faltan tres semestres para obtener el título de contable —aunque tal vez debería haber elegido la especialidad de cuentos de hadas, pensó Bella. Porque a pesar de sus solitaria infancia, o tal vez a causa de ella, había creído en los cuentos de hadas hasta el momento en que Mike dijo que en realidad no la amaba y luego la acusó de haber tratado de atraparlo. Menudo príncipe encantado…
Pero la amargura no era una emoción saludable para una madre soltera. Cuadrando los hombros, apartó de sus pensamientos a Mike y miró a Edward a los ojos con gran calma.
Lo cierto era que su estómago estaba bailando al ritmo de un boogie—boogie, pero no creía que él pudiera notar eso.
—Respecto a lo de dormir juntos… —¿de verdad había dicho eso? Por la sorprendida expresión de Edward, parecía que sí—. Me refiero a los arreglos para dormir.
Edward le prestó toda su atención. Bella no pudo evitar mirar su boca. La había besado, y el mero recuerdo de aquel beso hizo que un ardiente escalofrío recorriera su espalda. Pero la carga de pasión de aquel primer beso sólo había sido un síntoma del júbilo que le produjo a Edward haberle ganado por la mano a su abuelo. Sin embargo, el beso que le había dado tras la ceremonia había sido breve, frío, controlado.
A Bella no le había gustado nada.
—¿Los arreglos para dormir? —repitió Edward. Metió las manos en los bolsillos de su pantalón y se apoyó contra el escritorio, cruzando un pie sobre el otro. Tranquilo y controlando la situación.
Pero entonces Bella percibió un ligero tic en su mandíbula, como si se estuviera esforzando por adoptar aquella actitud despreocupada. Otro escalofrío recorrió su espalda.
«Dile que no piensas dormir con él».
—Voy a quedarme aquí —dijo, aferrando con la mano el cabecero metálico de la cama—. Aquí con Eddie.
El tic de la mandíbula de Edward se acentuó. Se apartó del escritorio y avanzó hacia ella. Bella agarró con más fuerza el cabecero.
Edward deslizó la mirada de su rostro a sus pechos, luego a sus vaqueros y a continuación de vuelta a su rostro. Bella contuvo el aliento.
—Será lo mejor —dijo, en un tono suave que contrastaba con la calidez de su mirada y la evidente tensión de sus hombros. Se acercó rápidamente a la puerta—. Por mi parte no hay problema.
Cerró al salir.
Bella soltó el cabecero. Se masajeó la rígida mano y miró el precioso anillo que adornaba su dedo.
Y trató de comprender por qué la despreocupada aceptación de Edward de su proclamación, que debería haber supuesto un tremendo alivio para ella, le parecía ahora una decepción más.
Si la mansión Cullen era un castillo, decidió Bella mientras bajaba la impresionante escalera a la mañana siguiente, entonces ella era la princesa que había soportado dormir aquella noche con un guisante bajo su colchón.
No había logrado pegar ojo más de un minuto seguido.
Bostezó, arrastrando su fatiga tras sí por el vestíbulo. Durante el desayuno evitaría el café y luego volvería al dormitorio con Eddie para tratar de echar un sueñecito.
La visión de Edward, totalmente despejado y recién duchado, le hizo tragarse su siguiente bostezo.
—Buenos días —saludó él desde detrás del periódico que leía.
—Buenos días —contestó Bella. Había esperado evitarlo bajando temprano a desayunar. Antes de que pudiera buscar una excusa para volver directamente a su dormitorio, Evelyn entró en el comedor con una humeante bandeja.
—Deje que me ocupe del bebé mientras usted desayuna, señora Cullen —el ama de llaves dejó la bandeja, apartó de la mesa la silla opuesta a la de Edward y tomó a Eddie en sus brazos.
¿Señora Cullen? Aturdida, Bella parpadeó y se sentó mientras Evelyn volvía a la cocina.
—¿Café, señora Cullen?
Bella dio un respingo. Una mujer mayor con un vestido liso y delantal surgió inesperadamente de un rincón con una brillante cafetera plateada en la mano. Tomando el silencio de Bella como una respuesta afirmativa, la mujer llenó su taza de café y a continuación se retiró.
Bella volvió a parpadear. ¿Señora Cullen? Miró el anillo en su dedo. Por supuesto, señora Cullen.
El periódico hizo un leve ruido.
—Pensabas que todo era un sueño, ¿no? —por encima del borde del periódico, la expresión de Edward no delató nada—. Pero al despertar has comprobado que eres realmente mi esposa.
Bella cerró la boca audiblemente. Su esposa. Sirvientes. Señora Cullen. Nada en el Thurston Home para chicas la había preparado para aquello.
—Esposa temporal —dijo, y un papel temporal que pensaba representar ocultándose todo el tiempo posible de los sirvientes y de Edward. Del mundo entero.
Después del desayuno se retiraría a su habitación a echar una siesta. De ahora en adelante comería en la cocina a horas poco habituales—. Esposa temporal —repitió con firmeza.
Edward deslizó la mirada hacia la cocina.
—No dejes que corra el rumor —dobló el periódico y lo dejó junto a su plato—. Sobre todo porque anoche hablé con mi abuelo.
—Creía que ya se lo habías dicho.
Edward sonrió irónicamente.
—Hasta ayer por la noche no pude hablar con él en persona.
Algo en su tono de voz llamó la atención de Bella.
—¿Y? ¿Cómo se tomó la noticia?
Edward se encogió de hombros.
—Si no supiera lo distraído que está tratando de averiguar con exactitud lo que le pasó a James, diría que sospechosamente bien.
La expresión de Edward se tensó visiblemente cuando mencionó a su hermano. Bella no pasó por alto aquel detalle. Con deliberado desenfado, tomó su taza de café y miró el negro contenido. Una auténtica esposa habría tratado de consolarlo. Una esposa de conveniencia mantendría la boca cerrada.
—¿Y tu renuncia al cargo? ¿También le dijiste que piensas dejar Oil Works?
Edward le dedicó una extraña mirada.
—¿Te preocupas por mí?
—Por mí misma —corrigió Bella rápidamente—. Ese era nuestro trato, ¿recuerdas? Tú te libras del negocio familiar y yo consigo seguridad para Eddie.
Edward volvió a encogerse de hombros.
—Eso también se lo tomó bien. Llevo meses diciéndole que Steve Donnolly puede hacer el trabajo y, por primera vez, mi abuelo estuvo de acuerdo conmigo.
—Así que ya está hecho —Bella se llevó el café a los labios. Ahora todo lo que le quedaba por hacer era llevarse a Eddie arriba para esperar a que acabara aquella farsa de matrimonio.
—Tal vez.
Bella dejó la taza en el platillo.
—¿Qué quieres decir con tal vez?
Edward tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—Si conozco bien al abuelo, y te aseguro que lo conozco, seguro que está poniéndose en contacto con cada soplón y detective del noreste de Seattle.
—Oh, estupendo —Bella se hundió contra el respaldo de su asiento—. ¿Y no crees que deberías haber pensado en eso antes de casarte con una mujer a la que apenas conoces?
—Tal vez.
Bella empezaba a cansarse de aquellas dos palabras.
—Pero después de haber salido con todas las mujeres solteras en un radio de cien millas —continuó Edward—, ¿resultaría más creíble que me casara de repente con una de ellas?
¿Había salido con cada soltera en un radio de cien kilómetros?
—Ese es tu problema —dijo, apartando su silla de la mesa—. Tú podrás manejarlo —de pronto se le había ido el apetito.
—«Nosotros» podremos manejarlo.
—¿Nosotros? —repitió Bella—. ¿Qué puedo hacer yo al respecto?
—Puedes ir de compras hoy mismo. Pasa por la panadería. Charla con las amigas. Ya sabes… sobre nuestro matrimonio.
—¿Sobre nuestro matrimonio? —¿qué matrimonio?, pensó Bella, frunciendo el ceño—. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Y de qué podría hablar?
—Todo lo que digas acabará llegando a oídos de mi abuelo. Costará convencerlo de que somos una auténtica pareja. En cuanto a lo que puedes decir… —Edward sonrió—… lo típico de los recién casados. Ya sabes, lo buen amante que soy y todo eso.
Bella no estaba dispuesta a tocar aquel tema.
—No sé por qué estás tan seguro de que lo que diga vaya a llegar a oídos de Edward Sr Cullen. No nos movemos exactamente en los mismos círculos.
—No subestimes a mi abuelo, Bella. Ha vivido toda su vida en Freemont Springs, y conoce gente en todas partes.
Justo cuando había planeado pasar aquella mañana y el resto de su vida de «casada» en el dormitorio, Bella se veía empujada a desfilar por Freemont Springs mostrando a todos su anillo de casada.
Edward se relajó contra el respaldo del asiento y le dedicó otra traviesa sonrisa.
—Y mientras hablas sobre nuestra vida de casados, asegúrate de no subestimarme. Tengo una reputación que mantener.
A Bella no le apeteció lo más mínimo devolverle la sonrisa. De hecho, le habría encantado esfumarse de la habitación. Tuvo que conformarse con pasar junto a Edward.
—¡Te estaría bien empleado que dijera que los he tenido mejores!
Edward la sujetó por la muñeca. Bella se detuvo y lo miró.
—No podría haber mejor pareja que tú y yo, te lo aseguro —murmuró él con voz ronca.
Sensaciones, respiración entrecortada, intensos latidos del corazón… Bella trató de superar todo aquello, de encontrar una fría y razonable respuesta. Liberó su muñeca de la mano de Edward. Alzó levemente la nariz, como si su contacto fuera más una molestia que una tentadora excitación.
—Supongo que Anne tenía razón —dijo, extrayendo un dicho de su recuerdo—. «Quien quiera huevos debe soportar el cacareo de las gallinas».
«No puede haber mejor pareja que tú y yo» ¿Qué había sido aquello? ¿Una promesa? ¿Una amenaza?
Bella no estaba más cerca de una respuesta ahora que casi había oscurecido y se sentía agotada tras haber pasado la tarde caminando y sonriendo, haciendo verdaderos esfuerzos por aparentar ser la viva imagen de una auténtica y feliz recién casada Cullen.
Sin energía para subir las escaleras que llevaban a su dormitorio, se dejó caer con Eddie en un sillón de cuero frente a la chimenea encendida de la biblioteca. El bebé dormía en su regazo.
¡Cuánto lo quería! Y a pesar de su cansancio, Bella reconocía que había disfrutado aquella tarde. Ella y Eddie habían visto a varios trabajadores del ayuntamiento quitando los adornos de navidad. Dos de los hombres, clientes habituales de la panadería, habían tomado a Eddie en brazos para jugar un rato con él.
Aquella era la belleza de las pequeñas poblaciones como Freemont Springs. El pueblo había encontrado un lugar en el corazón de Bella y ella lo había acogido gustosa. Era el lugar al que llegó cuando abandonó Los Ángeles. Era el lugar en que había dado a luz a su hijo.
Era el lugar en que se había casado.
Miró el fuego, sintiendo que las mejillas se le acaloraban al recordar las suaves bromas y sinceras felicitaciones que había recibido. Según Evelyn, Edward estaba en casa, trabajando en su despacho de la segunda planta. Cuando recuperara la energía subiría a informarle del éxito de su excursión.
Por alguna extraña razón, nadie había hecho la más mínima insinuación cuando había hablado sobre su marido y su nueva vida como señora de Cullen. Tal vez se debía a que Sue y Leah ya habían corrido la voz.
Bella dudaba que alguna de las personas con las que había hablado fueran informadores de Edward Sr Cullen, pero, de todos modos, se esforzó por interpretar bien su papel.
Suspiró. Después de informar a Edward, se retiraría directamente a su dormitorio para acostarse temprano.
Edward miró sin ver la pantalla del ordenador portátil. Debería estar satisfecho, incluso feliz después del paseo de Bella por Freemont Springs. Su abuelo ya debía estar convencido de que se había casado con Bella por las razones adecuadas.
¿Pero cuales eran las razones adecuadas?
No quería pensar en la respuesta a aquella pregunta.
Como tampoco quería pensar en el ruborizado rostro de Bella cuando la había tomado por la muñeca esa mañana o en su casi tímida mirada de unos minutos antes, cuando le había comunicado las felicitaciones que había recibido de los habitantes de Freemont Springs. Eddie había empezado a lloriquear entonces y Bella se había ido del despacho, dejando a Edward desconcertado, preocupado… y aburrido con el maldito informe que estaba elaborando para Donnolly.
Tal vez debería dedicarse a descifrar lo acontecido durante el desayuno, aquel críptico comentario sobre los huevos y las gallinas.
Cualquier cosa para evitar enfrentarse al hecho de que estaba casado. ¡Casado!
Se sentía terriblemente culpable al respecto. Y también extrañamente estimulado.
Las manos de Bella temblaron cuando repitió los votos. Edward se quedó helado entonces, como si lo hubieran despertado de repente con un cubo de agua fría. La ceremonia era auténtica, no una jugarreta de un niño travieso para engañar a su abuelo. Era un auténtico matrimonio con una mujer cuyo pelo castaño, nívea piel y ojos marrones le habían hecho ponerse a rebuscar entre las joyas que había heredado de su madre hasta encontrar lo que consideró el perfecto anillo.
Apagó el ordenador y se pasó las manos por el rostro. Tal vez debía zanjar aquello antes de que sucediera algo inesperado. Antes de que alguien resultara dañado.
La puerta del despacho se estremeció con una urgente llamada. Bella pasó al interior de inmediato, respirando agitadamente y ligeramente ruborizada.
—Edward…
Él saltó de su asiento.
—¿Qué? ¿Qué sucede? —preguntó—. ¿Eddie? ¿Está bien el bebé?
Bella asintió.
—Eddie está bien. Es… es… —Bella se interrumpió, tomó a Edward de la mano y lo arrastró fuera del despacho.
Sus dedos eran cálidos. Estando tan cerca, Edward pudo oler su perfume. Pero no, Bella no llevaría perfume. Su aroma procedía de algún champú floral. Y también había un toque más familiar. Ah. Jabón de menta y avena, el que se usaba en los baños de la casa.
El jabón que él deslizaba por su piel cada mañana.
No debería encontrar un jabón compartido tan excitante. Tan… casado.
Bella se detuvo en el pasillo, entre su propio dormitorio y el de Edward, cuyas puertas estaban abiertas. Soltó la mano de Edward.
Él echó de menos su contacto de inmediato.
—¡Mira! —dijo ella, señalando ambas habitaciones—. Evelyn ha dicho que son regalos de tu abuelo. Sorpresas que han llegado esta misma tarde.
La cama en que había dormido Bella, en el supuesto dormitorio del niño, había desaparecido. En su lugar había un enorme arcén de juguetes y un caballo balancín de madera con el que Edward había compartido durante su infancia más aventuras de las que podía recordar. Sonrió y dedicó un saludo con la mano a su viejo favorito. A Eddie le iba a encantar el viejo Blackie.
—¡No vas a salirte con la tuya! —murmuró Bella entre dientes. Apoyó una mano en el brazo de Edward y le hizo girar en dirección a su dormitorio.
Oh, oh.
Edward creyó percibir la mano de su hermana en aquello. Era posible que Edward Sr. Cullen hubiera ordenado retirar camas y desenterrar viejos juguetes, pero sólo Alice habría podido seleccionar aquella colorida variedad de negligés que se hallaban esparcidas sobre su cama.
Su cama.
La cama que su abuelo le estaba obligando sutilmente a compartir.
Edward casi pudo escuchar al viejo en su mente. «¿Quieres un matrimonio, muchacho? ¡Pues toma matrimonio!»
Por supuesto, el abuelo y Alice no podían saber que él y Bella nunca habían dormido juntos. No podían saber que en su noche de bodas la recién casada había dormido en la habitación del bebé en lugar de hacerlo entre sus brazos.
¿Sería muy feo contar las negligés?
—¿Qué vamos a hacer al respecto? —preguntó Bella con voz ronca.
Edward la miró. Aún respiraba agitadamente.
¿Qué iban a hacer al respecto?
Arrojar la toalla.
Era lo más seguro. Lo más fácil. Además, lo más probable era que el abuelo ya lo sospechara.
Una farsa de matrimonio. ¿En qué había estado pensando?
La verdad le costaría temporalmente la posibilidad de asociarse con el Rocking H, pero aún podría ocuparse de Bella y Eddie. Se volvió y abrió la boca para decírselo a Bella…
Y supo que ella no aceptaría su dinero. No después de un fracasado matrimonio de veinticuatro horas.
—¿Y bien? ¿Qué vamos a hacer al respecto? —preguntó Bella de nuevo. Sus ojos destellaron y el rubor aún no había abandonado su rostro.
Como el deseo que ardía en la sangre de Edward.
—Vamos a dormir juntos —dijo.
«Cásate precipitadamente, arrepiéntete cuando te venga bien».
Anne, la mujer que se ocupaba de las niñas de la edad de Bella en el Thurstone Home, nunca había dicho aquel adagio en particular, pero, de todos modos, resonó en la mente de Bella. Tal vez porque ahora, cinco días después de la proposición de Edward y dos horas después de su boda, finalmente tenía tiempo para escuchar sus propios pensamientos.
Pensamientos que no eran precisamente alegres. En el dormitorio de la gran mansión Cullen designado para el bebé, Bella sacaba de una bolsa de papel las ropitas de Eddie. El ama de llaves de los Cullen, Evelyn, no había mostrado sorpresa al ver el «equipaje» de Bella, una gastada bolsa de viaje y dos bolsas de papel, ni tampoco cuando expresó su deseo de guardar personalmente la ropa del bebé. Bella no sólo no estaba acostumbrada a que le hicieran las cosas, sino que sentía la imperiosa necesidad de encerrarse a solas en algún rincón de aquella enorme casa para tranquilizar su corazón y recuperar el control.
¿Habría cometido un error tan grande como aquella mansión?
Miró a Eddie, que dormía profundamente en su familiar cuna. Había llevado aquello con ella, el único lujo que se había permitido, y lo cierto era que no desentonaba en aquella elegante habitación con paredes color melocotón, un gran ventanal con asiento y una alfombra oriental cubriendo el reluciente suelo de madera.
¿Pero encajaban ella y Eddie en aquel lugar?
Miró a su alrededor y detuvo la vista en la cama. Ésta le hizo pensar en Edward. Apretando los dientes, tomó un pequeño montón de mudas de Eddie y las metió en el cajón inferior de la cómoda. Había aceptado un matrimonio de conveniencia, temporal y sin sexo. Aquel primer pensamiento, el primer pensamiento inconsciente que tuvo cuando Edward le hizo la proposición, que estaría en su vida y en su cama para siempre, había muerto rápidamente, como cualquier otra de sus románticas ideas.
Ya debería estar acostumbrada a las decepciones.
Un año atrás tuvo que vérselas con su necesitado corazón. Completamente desprevenida, se coló por la primera cálida sonrisa que le ofrecieron. Pero su embarazo había refrenado cualquier urgencia que no fuera maternal.
De manera que no tenía por qué preocuparse. Había aceptado aquel acuerdo con Edward con los ojos bien abiertos. Por la futura seguridad de su hijo. Colocó con decisión el resto de las ropas de Eddie en la cómoda. Luego, con la bolsa de papel en las manos, lista para arrugarla y tirarla a la papelera, se quedó paralizada.
—Volveré a necesitarla —dijo en voz alta. Era cierto—. Pronto —cuidadosamente dobladas, las bolsas de papel fueron almacenadas junto a su bolsa de viaje en el armario.
¿Cómo iba a manejar la locura de aquella situación, de aquel matrimonio? ¿Cómo podía proteger sus barreras recién erigidas? No volvería a dejarse atrapar desprevenida.
Estaba cambiando a Eddie cuando alguien llamó a la puerta. Su corazón latió más deprisa. Aquella no era la llamada de Evelyn. Era la llamada de Edward.
La llamada de su marido.
Trató de aclarar su tensa garganta.
—Adelante.
Edward abrió la puerta y pasó al interior. Había dejado a Bella en la casa tras la breve boda, a la que no había asistido ningún Cullen, tan sólo dos amigos, pues decía que quería sorprender a la familia después del hecho, y luego fue directo a su despacho. Aún llevaba el traje oscuro de la ceremonia. El anillo con que lo había sorprendido Bella brillaba en su mano izquierda.
Estaba dando vueltas distraídamente a éste con el índice y el pulgar de la otra mano. Bella había tratado de no especular sobre su propio anillo, un ancho círculo de oro embellecido con una hilera de diminutas perlas y otra de topacios. Edward explicó que su elección fue inspirada por su cremosa piel y el brillo de sus ojos.
—¿Qué tal te las arreglas? —preguntó sin sonreír.
El corazón de Bella latió más fuerte que nunca.
—Bien, Eddie y yo estamos bien —desde que había ido a recogerla para la boda, el buen humor de Edward de los días anteriores se había evaporado.
Pero una sonrisa iluminó su rostro cuando miró a Eddie.
—¿Cómo está el pequeño esta tarde? —dijo, mientras se acercaba a la cama, donde el bebé se hallaba tumbado sobre una pequeña manta.
Bella también sonrió.
—No parece especialmente intimidado por su nueva habitación en la magnífica y enorme mansión Cullen.
Edward acarició con delicadeza la mejilla de Eddie, pero volvió los ojos hacia Bella.
—¿Y tú? ¿Te sientes intimidada?
«Por la casa, no. Por el hombre que está junto a mí, sí». Bella se encogió de hombros.
Edward volvió a mirar a Eddie y dejó que el pequeño tomara uno de sus dedos. Sonrió de nuevo.
—¿Has deshecho ya tu equipaje? —preguntó en tono despreocupado—. Evelyn ha dicho que querías hacerlo tú misma.
De pronto, Bella se dio cuenta de que Edward estaba demasiado cerca. A pesar de que habían acordado que su matrimonio sería temporal y carente de sexo, en aquellos momentos, con la puerta cerrada y teniéndolo tan cerca, su presencia resultaba intimidatoria.
—Respecto a… respecto a mi habitación… —pensaba aclarar de inmediato que planeaba dormir allí. Evelyn le había mostrado el dormitorio de Edward, que se hallaba al otro lado del pasillo, y ella había sonreído, pero se alejó de inmediato de aquel mobiliario masculino y de la seductora gran cama que se hallaba en el centro de la habitación. ¿Esperaría Edward que compartiera aquella cama con él? ¿«Temporalmente y sin sexo»?
«Aclara de inmediato que no piensas hacerlo».
—¿Qué es eso? —la voz de Edward la sobresaltó. Se había apartado de la cama y se hallaba junto a un pequeño escritorio. Sobre éste había un montón de revistas Business Week y encima de éstas la edición del día del Wall Street Journal.
Alegrándose de verse momentáneamente distraída de la discusión sobre los arreglos del dormitorio, Bella se sentó junto a Eddie en la cama y le acarició la cabecita.
—Material de lectura con el que tengo que ponerme al día.
—¿Estás suscrita a esta revista? —Edward frunció el ceño—. Supongo que no sé mucho sobre ti.
Ahora era un buen momento para decirle que todo lo que necesitaba saber sobre ella era que no iba a dormir con él. Punto. Incluso con la promesa de que no habría sexo.
—Asistí a una universidad estatal en Los Ángeles —dijo Bella, en lugar de lo que estaba pensando. Hasta que Mike, el padre de Eddie, uno de los estudiantes del departamento de economía, negó toda responsabilidad respecto al bebé. Al parecer, creía tanto en las estadísticas que no podía aceptar encontrarse en el pequeño rango de error de su método de control de natalidad—. Me faltan tres semestres para obtener el título de contable —aunque tal vez debería haber elegido la especialidad de cuentos de hadas, pensó Bella. Porque a pesar de sus solitaria infancia, o tal vez a causa de ella, había creído en los cuentos de hadas hasta el momento en que Mike dijo que en realidad no la amaba y luego la acusó de haber tratado de atraparlo. Menudo príncipe encantado…
Pero la amargura no era una emoción saludable para una madre soltera. Cuadrando los hombros, apartó de sus pensamientos a Mike y miró a Edward a los ojos con gran calma.
Lo cierto era que su estómago estaba bailando al ritmo de un boogie—boogie, pero no creía que él pudiera notar eso.
—Respecto a lo de dormir juntos… —¿de verdad había dicho eso? Por la sorprendida expresión de Edward, parecía que sí—. Me refiero a los arreglos para dormir.
Edward le prestó toda su atención. Bella no pudo evitar mirar su boca. La había besado, y el mero recuerdo de aquel beso hizo que un ardiente escalofrío recorriera su espalda. Pero la carga de pasión de aquel primer beso sólo había sido un síntoma del júbilo que le produjo a Edward haberle ganado por la mano a su abuelo. Sin embargo, el beso que le había dado tras la ceremonia había sido breve, frío, controlado.
A Bella no le había gustado nada.
—¿Los arreglos para dormir? —repitió Edward. Metió las manos en los bolsillos de su pantalón y se apoyó contra el escritorio, cruzando un pie sobre el otro. Tranquilo y controlando la situación.
Pero entonces Bella percibió un ligero tic en su mandíbula, como si se estuviera esforzando por adoptar aquella actitud despreocupada. Otro escalofrío recorrió su espalda.
«Dile que no piensas dormir con él».
—Voy a quedarme aquí —dijo, aferrando con la mano el cabecero metálico de la cama—. Aquí con Eddie.
El tic de la mandíbula de Edward se acentuó. Se apartó del escritorio y avanzó hacia ella. Bella agarró con más fuerza el cabecero.
Edward deslizó la mirada de su rostro a sus pechos, luego a sus vaqueros y a continuación de vuelta a su rostro. Bella contuvo el aliento.
—Será lo mejor —dijo, en un tono suave que contrastaba con la calidez de su mirada y la evidente tensión de sus hombros. Se acercó rápidamente a la puerta—. Por mi parte no hay problema.
Cerró al salir.
Bella soltó el cabecero. Se masajeó la rígida mano y miró el precioso anillo que adornaba su dedo.
Y trató de comprender por qué la despreocupada aceptación de Edward de su proclamación, que debería haber supuesto un tremendo alivio para ella, le parecía ahora una decepción más.
Si la mansión Cullen era un castillo, decidió Bella mientras bajaba la impresionante escalera a la mañana siguiente, entonces ella era la princesa que había soportado dormir aquella noche con un guisante bajo su colchón.
No había logrado pegar ojo más de un minuto seguido.
Bostezó, arrastrando su fatiga tras sí por el vestíbulo. Durante el desayuno evitaría el café y luego volvería al dormitorio con Eddie para tratar de echar un sueñecito.
La visión de Edward, totalmente despejado y recién duchado, le hizo tragarse su siguiente bostezo.
—Buenos días —saludó él desde detrás del periódico que leía.
—Buenos días —contestó Bella. Había esperado evitarlo bajando temprano a desayunar. Antes de que pudiera buscar una excusa para volver directamente a su dormitorio, Evelyn entró en el comedor con una humeante bandeja.
—Deje que me ocupe del bebé mientras usted desayuna, señora Cullen —el ama de llaves dejó la bandeja, apartó de la mesa la silla opuesta a la de Edward y tomó a Eddie en sus brazos.
¿Señora Cullen? Aturdida, Bella parpadeó y se sentó mientras Evelyn volvía a la cocina.
—¿Café, señora Cullen?
Bella dio un respingo. Una mujer mayor con un vestido liso y delantal surgió inesperadamente de un rincón con una brillante cafetera plateada en la mano. Tomando el silencio de Bella como una respuesta afirmativa, la mujer llenó su taza de café y a continuación se retiró.
Bella volvió a parpadear. ¿Señora Cullen? Miró el anillo en su dedo. Por supuesto, señora Cullen.
El periódico hizo un leve ruido.
—Pensabas que todo era un sueño, ¿no? —por encima del borde del periódico, la expresión de Edward no delató nada—. Pero al despertar has comprobado que eres realmente mi esposa.
Bella cerró la boca audiblemente. Su esposa. Sirvientes. Señora Cullen. Nada en el Thurston Home para chicas la había preparado para aquello.
—Esposa temporal —dijo, y un papel temporal que pensaba representar ocultándose todo el tiempo posible de los sirvientes y de Edward. Del mundo entero.
Después del desayuno se retiraría a su habitación a echar una siesta. De ahora en adelante comería en la cocina a horas poco habituales—. Esposa temporal —repitió con firmeza.
Edward deslizó la mirada hacia la cocina.
—No dejes que corra el rumor —dobló el periódico y lo dejó junto a su plato—. Sobre todo porque anoche hablé con mi abuelo.
—Creía que ya se lo habías dicho.
Edward sonrió irónicamente.
—Hasta ayer por la noche no pude hablar con él en persona.
Algo en su tono de voz llamó la atención de Bella.
—¿Y? ¿Cómo se tomó la noticia?
Edward se encogió de hombros.
—Si no supiera lo distraído que está tratando de averiguar con exactitud lo que le pasó a James, diría que sospechosamente bien.
La expresión de Edward se tensó visiblemente cuando mencionó a su hermano. Bella no pasó por alto aquel detalle. Con deliberado desenfado, tomó su taza de café y miró el negro contenido. Una auténtica esposa habría tratado de consolarlo. Una esposa de conveniencia mantendría la boca cerrada.
—¿Y tu renuncia al cargo? ¿También le dijiste que piensas dejar Oil Works?
Edward le dedicó una extraña mirada.
—¿Te preocupas por mí?
—Por mí misma —corrigió Bella rápidamente—. Ese era nuestro trato, ¿recuerdas? Tú te libras del negocio familiar y yo consigo seguridad para Eddie.
Edward volvió a encogerse de hombros.
—Eso también se lo tomó bien. Llevo meses diciéndole que Steve Donnolly puede hacer el trabajo y, por primera vez, mi abuelo estuvo de acuerdo conmigo.
—Así que ya está hecho —Bella se llevó el café a los labios. Ahora todo lo que le quedaba por hacer era llevarse a Eddie arriba para esperar a que acabara aquella farsa de matrimonio.
—Tal vez.
Bella dejó la taza en el platillo.
—¿Qué quieres decir con tal vez?
Edward tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—Si conozco bien al abuelo, y te aseguro que lo conozco, seguro que está poniéndose en contacto con cada soplón y detective del noreste de Seattle.
—Oh, estupendo —Bella se hundió contra el respaldo de su asiento—. ¿Y no crees que deberías haber pensado en eso antes de casarte con una mujer a la que apenas conoces?
—Tal vez.
Bella empezaba a cansarse de aquellas dos palabras.
—Pero después de haber salido con todas las mujeres solteras en un radio de cien millas —continuó Edward—, ¿resultaría más creíble que me casara de repente con una de ellas?
¿Había salido con cada soltera en un radio de cien kilómetros?
—Ese es tu problema —dijo, apartando su silla de la mesa—. Tú podrás manejarlo —de pronto se le había ido el apetito.
—«Nosotros» podremos manejarlo.
—¿Nosotros? —repitió Bella—. ¿Qué puedo hacer yo al respecto?
—Puedes ir de compras hoy mismo. Pasa por la panadería. Charla con las amigas. Ya sabes… sobre nuestro matrimonio.
—¿Sobre nuestro matrimonio? —¿qué matrimonio?, pensó Bella, frunciendo el ceño—. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Y de qué podría hablar?
—Todo lo que digas acabará llegando a oídos de mi abuelo. Costará convencerlo de que somos una auténtica pareja. En cuanto a lo que puedes decir… —Edward sonrió—… lo típico de los recién casados. Ya sabes, lo buen amante que soy y todo eso.
Bella no estaba dispuesta a tocar aquel tema.
—No sé por qué estás tan seguro de que lo que diga vaya a llegar a oídos de Edward Sr Cullen. No nos movemos exactamente en los mismos círculos.
—No subestimes a mi abuelo, Bella. Ha vivido toda su vida en Freemont Springs, y conoce gente en todas partes.
Justo cuando había planeado pasar aquella mañana y el resto de su vida de «casada» en el dormitorio, Bella se veía empujada a desfilar por Freemont Springs mostrando a todos su anillo de casada.
Edward se relajó contra el respaldo del asiento y le dedicó otra traviesa sonrisa.
—Y mientras hablas sobre nuestra vida de casados, asegúrate de no subestimarme. Tengo una reputación que mantener.
A Bella no le apeteció lo más mínimo devolverle la sonrisa. De hecho, le habría encantado esfumarse de la habitación. Tuvo que conformarse con pasar junto a Edward.
—¡Te estaría bien empleado que dijera que los he tenido mejores!
Edward la sujetó por la muñeca. Bella se detuvo y lo miró.
—No podría haber mejor pareja que tú y yo, te lo aseguro —murmuró él con voz ronca.
Sensaciones, respiración entrecortada, intensos latidos del corazón… Bella trató de superar todo aquello, de encontrar una fría y razonable respuesta. Liberó su muñeca de la mano de Edward. Alzó levemente la nariz, como si su contacto fuera más una molestia que una tentadora excitación.
—Supongo que Anne tenía razón —dijo, extrayendo un dicho de su recuerdo—. «Quien quiera huevos debe soportar el cacareo de las gallinas».
«No puede haber mejor pareja que tú y yo» ¿Qué había sido aquello? ¿Una promesa? ¿Una amenaza?
Bella no estaba más cerca de una respuesta ahora que casi había oscurecido y se sentía agotada tras haber pasado la tarde caminando y sonriendo, haciendo verdaderos esfuerzos por aparentar ser la viva imagen de una auténtica y feliz recién casada Cullen.
Sin energía para subir las escaleras que llevaban a su dormitorio, se dejó caer con Eddie en un sillón de cuero frente a la chimenea encendida de la biblioteca. El bebé dormía en su regazo.
¡Cuánto lo quería! Y a pesar de su cansancio, Bella reconocía que había disfrutado aquella tarde. Ella y Eddie habían visto a varios trabajadores del ayuntamiento quitando los adornos de navidad. Dos de los hombres, clientes habituales de la panadería, habían tomado a Eddie en brazos para jugar un rato con él.
Aquella era la belleza de las pequeñas poblaciones como Freemont Springs. El pueblo había encontrado un lugar en el corazón de Bella y ella lo había acogido gustosa. Era el lugar al que llegó cuando abandonó Los Ángeles. Era el lugar en que había dado a luz a su hijo.
Era el lugar en que se había casado.
Miró el fuego, sintiendo que las mejillas se le acaloraban al recordar las suaves bromas y sinceras felicitaciones que había recibido. Según Evelyn, Edward estaba en casa, trabajando en su despacho de la segunda planta. Cuando recuperara la energía subiría a informarle del éxito de su excursión.
Por alguna extraña razón, nadie había hecho la más mínima insinuación cuando había hablado sobre su marido y su nueva vida como señora de Cullen. Tal vez se debía a que Sue y Leah ya habían corrido la voz.
Bella dudaba que alguna de las personas con las que había hablado fueran informadores de Edward Sr Cullen, pero, de todos modos, se esforzó por interpretar bien su papel.
Suspiró. Después de informar a Edward, se retiraría directamente a su dormitorio para acostarse temprano.
Edward miró sin ver la pantalla del ordenador portátil. Debería estar satisfecho, incluso feliz después del paseo de Bella por Freemont Springs. Su abuelo ya debía estar convencido de que se había casado con Bella por las razones adecuadas.
¿Pero cuales eran las razones adecuadas?
No quería pensar en la respuesta a aquella pregunta.
Como tampoco quería pensar en el ruborizado rostro de Bella cuando la había tomado por la muñeca esa mañana o en su casi tímida mirada de unos minutos antes, cuando le había comunicado las felicitaciones que había recibido de los habitantes de Freemont Springs. Eddie había empezado a lloriquear entonces y Bella se había ido del despacho, dejando a Edward desconcertado, preocupado… y aburrido con el maldito informe que estaba elaborando para Donnolly.
Tal vez debería dedicarse a descifrar lo acontecido durante el desayuno, aquel críptico comentario sobre los huevos y las gallinas.
Cualquier cosa para evitar enfrentarse al hecho de que estaba casado. ¡Casado!
Se sentía terriblemente culpable al respecto. Y también extrañamente estimulado.
Las manos de Bella temblaron cuando repitió los votos. Edward se quedó helado entonces, como si lo hubieran despertado de repente con un cubo de agua fría. La ceremonia era auténtica, no una jugarreta de un niño travieso para engañar a su abuelo. Era un auténtico matrimonio con una mujer cuyo pelo castaño, nívea piel y ojos marrones le habían hecho ponerse a rebuscar entre las joyas que había heredado de su madre hasta encontrar lo que consideró el perfecto anillo.
Apagó el ordenador y se pasó las manos por el rostro. Tal vez debía zanjar aquello antes de que sucediera algo inesperado. Antes de que alguien resultara dañado.
La puerta del despacho se estremeció con una urgente llamada. Bella pasó al interior de inmediato, respirando agitadamente y ligeramente ruborizada.
—Edward…
Él saltó de su asiento.
—¿Qué? ¿Qué sucede? —preguntó—. ¿Eddie? ¿Está bien el bebé?
Bella asintió.
—Eddie está bien. Es… es… —Bella se interrumpió, tomó a Edward de la mano y lo arrastró fuera del despacho.
Sus dedos eran cálidos. Estando tan cerca, Edward pudo oler su perfume. Pero no, Bella no llevaría perfume. Su aroma procedía de algún champú floral. Y también había un toque más familiar. Ah. Jabón de menta y avena, el que se usaba en los baños de la casa.
El jabón que él deslizaba por su piel cada mañana.
No debería encontrar un jabón compartido tan excitante. Tan… casado.
Bella se detuvo en el pasillo, entre su propio dormitorio y el de Edward, cuyas puertas estaban abiertas. Soltó la mano de Edward.
Él echó de menos su contacto de inmediato.
—¡Mira! —dijo ella, señalando ambas habitaciones—. Evelyn ha dicho que son regalos de tu abuelo. Sorpresas que han llegado esta misma tarde.
La cama en que había dormido Bella, en el supuesto dormitorio del niño, había desaparecido. En su lugar había un enorme arcén de juguetes y un caballo balancín de madera con el que Edward había compartido durante su infancia más aventuras de las que podía recordar. Sonrió y dedicó un saludo con la mano a su viejo favorito. A Eddie le iba a encantar el viejo Blackie.
—¡No vas a salirte con la tuya! —murmuró Bella entre dientes. Apoyó una mano en el brazo de Edward y le hizo girar en dirección a su dormitorio.
Oh, oh.
Edward creyó percibir la mano de su hermana en aquello. Era posible que Edward Sr. Cullen hubiera ordenado retirar camas y desenterrar viejos juguetes, pero sólo Alice habría podido seleccionar aquella colorida variedad de negligés que se hallaban esparcidas sobre su cama.
Su cama.
La cama que su abuelo le estaba obligando sutilmente a compartir.
Edward casi pudo escuchar al viejo en su mente. «¿Quieres un matrimonio, muchacho? ¡Pues toma matrimonio!»
Por supuesto, el abuelo y Alice no podían saber que él y Bella nunca habían dormido juntos. No podían saber que en su noche de bodas la recién casada había dormido en la habitación del bebé en lugar de hacerlo entre sus brazos.
¿Sería muy feo contar las negligés?
—¿Qué vamos a hacer al respecto? —preguntó Bella con voz ronca.
Edward la miró. Aún respiraba agitadamente.
¿Qué iban a hacer al respecto?
Arrojar la toalla.
Era lo más seguro. Lo más fácil. Además, lo más probable era que el abuelo ya lo sospechara.
Una farsa de matrimonio. ¿En qué había estado pensando?
La verdad le costaría temporalmente la posibilidad de asociarse con el Rocking H, pero aún podría ocuparse de Bella y Eddie. Se volvió y abrió la boca para decírselo a Bella…
Y supo que ella no aceptaría su dinero. No después de un fracasado matrimonio de veinticuatro horas.
—¿Y bien? ¿Qué vamos a hacer al respecto? —preguntó Bella de nuevo. Sus ojos destellaron y el rubor aún no había abandonado su rostro.
Como el deseo que ardía en la sangre de Edward.
—Vamos a dormir juntos —dijo.
sábado, 19 de noviembre de 2011
EPBDA - Capítulo 3
Capítulo 3
Edward ocupó su asiento tras la mesa del despacho, mirando con suspicacia el montón de papeles y carpetas que había sobre ésta. Con el pulgar y el índice alzó las primeras, haciendo que el montón se desperdigara sobre la superficie de caoba.
Suspiró, aliviado. No había nada oculto allí. Ni sonajeros, ni cigarrillos de chicle, ni panfletos sobre cómo hacer eructar a un bebé.
Nada relacionado con bebés.
Dejó escapar un suspiro de alivio. Habían tenido que pasar tres semanas, pero por fin había sucedido.
Se habían acabado las bromas.
Volvió a reunir los papeles y de inmediato lamentó haberlo hecho. ¿De dónde diablos salía todo aquello? Bastaba con que faltara un día del despacho para que el trabajo se amontonara.
Maldito abuelo…
El viejo había vuelto a irse a Washington, dejando Cullen Oil Works en lo que él llamaba las «capaces manos» de Edward. Era una auténtica maldición. Tal vez debería apreciar aquella confianza, pero no cuando el abuelo se negaba a ver lo reacias que eran aquellas manos.
Edward Sr. Cullen era ciego cuando quería y un maestro de la manipulación todo el rato. Edward sintió el comienzo de un intenso dolor de cabeza. A menos que encontrara algún modo de obligar a Edward Sr. a volver a ocupar su despacho, temía verse encadenado allí para el resto de su vida.
Todos los días lo mismo, las responsabilidades, los compromisos… la familia entera pesaba sobre él como una maldición.
Buzzz.
Edward apretó el botón del intercomunicador.
—Gracias por interrumpir uno de los momentos más deprimentes de mi vida, Lisa —dijo a su secretaria.
Lisa no respondió con su habitual descaro.
—Uh, señor… —nunca solía llamarle señor.
—¿Qué sucede?
Una pausa cargada de presagios siguió a la pregunta de Edward.
—Tiene visita señor, eh… dos visitantes.
La extraña actitud de Lisa quedó explicada cuando hizo pasar a los inesperados visitantes. Dos personas a las que Edward quería ver en su despacho tanto como a un inspector de hacienda.
Gimió. En alto. Porque ahora que las bromas sobre su paternidad parecían haber acabado, sabía que iban a volver a empezar.
El visitante número uno era Edward Freemont Swan, vestido completamente de blanco en su cochecito de bebé. La visitante número dos era Bella, con su gastada parca azul, una bufanda de lana roja en torno a la garganta y la cazadora de Edward bajo el brazo.
Bella sonrió tímidamente.
—Te he traído la cazadora. Siento haber tardado tanto.
Edward miró su reloj. ¿Y si la visita durara tan sólo cuarenta segundos? Así existiría la posibilidad de que nadie se enterara. Miró a Lisa, que seguía en el umbral. «No se te ocurra difundir una palabra sobre esto», ordenó mentalmente, y alargó una mano para tomar su cazadora. «Y ahora indica amablemente a esta señorita dónde está la salida».
Malinterpretando todas las órdenes telepáticas de su jefe, Lisa avanzó rápidamente y tomó la cazadora antes que él.
—Siéntese, señorita Swan. ¿Le apetece tomar algo? ¿Té? ¿Café?
Edward se quedó boquiabierto. Lisa nunca ofrecía nada a nadie. Si él quería café, tenía que salir a servírselo.
Bella sonrió a Lisa, como si hubiera comprendido el honor que suponía su ofrecimiento.
—Una taza de té me vendrá bien para calentarme las manos, gracias.
—Deberías usar guantes —se oyó decir Edward. Luego, en tono aún ligeramente hosco, añadió—: Supongo que puedes sentarte.
Bella acercó el coche del bebé a la silla y ocupó ésta.
¿Cuánto tiempo podía llevarle tomarse el té?, se preguntó Edward. Como mucho, noventa segundos.
Con rápidos movimientos, Bella se quitó la bufanda y la parca.
Edward la miró, sin saber exactamente qué parte de aquella mujer hacía que le resultara tan difícil apartar la mirada de ella. Cada vez que la había visto anteriormente llevaba abrigos, o batas, o mantas. También tenía una larga melena de pelo castaño.
—Te lo has cortado —dijo, estúpidamente.
—Así es más cómodo —Bella se pasó una mano por el pelo. Aunque un poco más largo que el de un chico, realzaba el contorno de su cabeza. También hacía que sus ojos y su boca parecieran más grandes.
Lisa volvió un momento después con una humeante taza de té. Antes de dársela a Bella, fijó su atención en el bebé. Luego miró a la madre.
—Parece mentira que sólo hayan pasado tres semanas desde que diste a luz —dijo, sonriente—. Nadie recupera la figura con tanta rapidez.
Edward volvió a mirar a Bella. No quería, pero había sido culpa de Lisa. Sí; antes, Bella llevaba gastadas parcas y batas de hospital y mantas. Ahora llevaba vaqueros y un ceñido jersey blanco.
—Siempre he sido más bien delgada —contestó, devolviendo la sonrisa a Lisa—. Pero te aseguro que algunas de las curvas son totalmente nuevas.
Ahora fue culpa de Bella que Edward siguiera mirando. Si las curvas eran una adquisición reciente, el parto era el mejor amigo de aquella mujer.
De pronto se dio cuenta de que ambas mujeres lo estaban mirando. ¿Habría hecho algún ruido sin darse cuenta? ¿Habría gemido?, se preguntó, horrorizado.
Carraspeando, volvió a mirar su reloj. No recordaba con exactitud cuándo había llegado Bella, pero era evidente que llevaba allí demasiado tiempo.
Ella pareció captar la indirecta. Tras dar un sorbo, dijo:
—Debo irme. Tengo que volver a la panadería.
—¿La panadería? —repitió Edward, frunciendo el ceño mientras Lisa volvía a salir del despacho—. Ah, sí. Me dijiste que trabajabas ahí. ¿Has vuelto a trabajar tan pronto?
—Sue y Leah me necesitan.
Una desconocida inquietud recorrió la espalda de Edward.
—Debes descansar. Sue y Leah pueden pasarse sin ti unos días más.
Bella sonrió educadamente mientras dejaba la taza en el borde del escritorio.
—Gracias de nuevo por la cazadora… y por todo lo demás que hiciste por mí.
De pronto, a Edward no le hizo gracia la idea de que se fuera.
—¿No quieres saber qué pasa con Victoria?
Bella hizo una pausa mientras tomaba su parca.
—¿La habéis encontrado? —preguntó.
—Gracias a ti supimos que estaba aquí. Incluso averiguamos dónde —Edward sintió un repentino remordimiento. Debería haber visitado a Bella para comunicarle lo que habían descubierto. Debería haber comprado algo para el bebé. Pero había estado tan empeñado en apagar los rumores que había evitado tener nada que ver con ella—. Pero ha vuelto a desaparecer.
Las manos de Bella se detuvieron en el proceso de subir la cremallera de su parka.
—Oh, lo siento. Espero que la encontréis —metió la mano en el bolsillo y sacó unas llaves.
Edward la imaginó conduciendo de vuelta a la panadería.
—¿Sigue estropeada la calefacción de tu coche? Podría hacer que alguien…
—Ya está funcionando —Bella se puso la bufanda en torno al cuello.
—¿No puedes quedarte un poco más? —Edward no sabía qué diablos le había impulsado a decir aquello.
Bella ladeó la cabeza y miró el escritorio abarrotado de papeles.
—No me parece que tengas tiempo para una visita más larga.
Edward siguió la dirección de su mirada.
—¿Eso? No es nada —sólo la atadura que lo encadenaba a Oil Works—. No me has contado nada sobre el niño —miró al bebé, aún dormido. Había engordado y, mientras lo miraba hizo un puchero con los labios, moviéndolos como si estuviera mamando.
—Lo llamo Eddie.
Extrañamente, Edward sintió una punzada de decepción.
—Le has cambiado el nombre —dijo.
Bella negó con la cabeza.
—No, sólo es un apodo. Es la versión corta del tuyo.
Hizo girar el cochecito hacia la puerta y Edward se fijó en que una de las ruedas estaba ligeramente torcida. No se le ocurrió ningún otro motivo para hacerle quedarse.
—¿No querías llamarlo Edward? —la estúpida pregunta surgió involuntariamente de sus labios.
Bella se detuvo de espaldas a él y volvió la cabeza para mirarlo.
—Supongo que pensé que sólo había un Edward Cullen —dijo, antes de salir.
Desde la ventana de su despacho, Edward vio cómo sacaba Bella al bebé del cochecito y lo metía en el coche. Cuando éste ya se alejaba, salió al despacho de Lisa. Ésta se hallaba junto al aparato de fax.
Su secretaria estaba casada y tenía un par de hijos. Recordaba que en cada ocasión se tomó el permiso de maternidad. Más o menos unos tres meses cada vez.
—¿No se supone que una mujer debe descansar después de dar a luz?
Lisa tomó el fax que acababa de llegar y le echó un rápido vistazo.
—Después de dar a luz, una mujer merece una asistenta y a su madre durante al menos seis meses.
—En ese caso supongo que Bella no debería haber empezado a trabajar ya.
Lisa se encogió de hombros.
—Puede que no le quede otra opción.
Abrigo gastado. Cochecito con ruedas deterioradas. Coche con calefacción averiada.
—No me gusta —murmuró Edward.
—Y esto le va a gustar aún menos, jefe —dijo Lisa, entregándole el fax.
Edward tomó la hoja, pensando aún en Bella y en Eddie. La leyó una vez y volvió a hacerlo.
Edward Sr. Cullen proponía nombrarlo jefe de Cullen Oil Works. El antiguo trabajo de James.
Maldición.
Arrugó la hoja en el puño. El abuelo pretendía atarlo permanentemente a la empresa y a la familia.
—No pienso permitir que se salga con la suya.
Lisa lo miró con gesto escéptico.
—No sé qué puede hacer al respecto, jefe.
Edward arrojó la bola de papel con precisión en la papelera que había junto al escritorio de Lisa. Su mirada se detuvo en una fotocopia del Daily Post de la foto en la que él había salido. Alguien había escrito algo sobre su cabeza en la foto. No se molestó en comprobar qué decía.
Fantástico. Una visita de tres minutos y las bromas habían vuelto a empezar.
Eso era lo último que necesitaba. Ser nombrado jefe ejecutivo de la empresa y más especulaciones sobre el fin de su soltería.
El fin de su soltería. Edward se quedó petrificado mientras una brillante idea cristalizaba en su mente. De acuerdo, Emmett la había mencionado antes, pero él era el único que podía hacerla realidad.
—Cullen, eres un genio —susurró para sí—. Con esta idea todo el mundo sale ganando.
Media hora para pensar cuidadosamente en la idea. Diez minutos para llegar a la panadería. Uno y medio para averiguar que Bella estaba en su apartamento y para llamar a la puerta en lo alto de las escaleras.
Sólo un instante más y la puerta se abrió.
Con el frío de enero a sus espaldas y la sorprendida expresión de Bella ante él, Edward fue directo al grano.
—Cásate conmigo —dijo.
Bella miró a Edward, sin fijarse en sus palabras, sólo consciente del gastado albornoz que se había puesto tras ducharse.
¿Encontraría algún placer sádico aquel hombre en ir a verla cuando peor aspecto tenía?
—¿Has oído lo que he dicho? —Edward pasó al interior del apartamento y cerró la puerta a sus espaldas.
Bella dio un paso atrás, ciñéndose el albornoz. Con aquel traje oscuro y la corbata, Edward parecía uno de los miembros de la dirección que solía visitar el orfanato de cuando en cuando, no un hombre que acabara de proponerle matrimonio.
¿Matrimonio? Tragó con esfuerzo y dio otro paso atrás.
—¿Qué has dicho?
—Te he pedido que te cases conmigo.
Bella sintió un cosquilleo recorriéndole el cuerpo.
—No me lo has pedido. Creo que has dicho «cásate conmigo».
—Exacto —Edward sonrió ampliamente.
Aquella sonrisa hizo que Bella sintiera que se derretía por dentro. Se cruzó de brazos, sintiendo que se le ponía la carne de gallina.
—No tiene sentido —dijo. Miró hacia la cuna atraída por los sonidos de Eddie que parecía a punto de despertar.
—Tiene mucho sentido —contestó Edward. Sin preguntar, cruzó la habitación y se sentó en el sofá—. Así, todo el mundo gana.
Bella se acercó a la cuna y tomó a Eddie en brazos antes de que sus balbuceos se convirtieran en un intenso llanto. El bebé parpadeó y ella le frotó la nariz con la suya.
—Hola, bebé —susurró, para darse un minuto de tiempo. Sosteniendo a Eddie contra su corazón como si fuera una armadura se volvió hacia Edward—. No te sigo. ¿Puedes explicarme de qué estás hablando?
Edward palmeó sus muslos con sus manos y se puso en pie ágilmente.
—Eso se debe a lo feliz que me siento con la idea —volvió a sonreír—. Debería haber pensado en ello hace semanas.
¿Feliz? Desde luego, lo parecía. Su rostro tenía una expresión juvenil y encantada, y Bella sintió un escalofrío de placer viéndolo. ¿Cuánto hacía que un hombre no la miraba así? Riendo, excitado, como si fuera ella lo que quisiera.
Había dicho que quería casarse con ella.
Sentó al bebé en el cochecito y se quitó lentamente la toalla que tenía enrollada en la cabeza.
—Lo siento… acabo de salir de la ducha.
Había dicho que quería casarse con ella.
La juvenil sonrisa ensanchó el rostro de Edward.
—No me importa el aspecto que tengas. Sólo quiero tener tu nombre en un certificado de matrimonio.
Matrimonio. Compartir la vida con alguien. Crear una familia con Edward y Eddie. Sueños que ya creía olvidados florecieron al instante en su mente.
—No puedes hablar en serio —susurró, mientras su mente se llenaba de imágenes de Edward en su dormitorio, acariciándola con sus fuertes manos. A pesar de que Edward era casi un desconocido, la imagen hizo que el estómago se le contrajera.
—Claro que hablo en serio. Tú. Yo. Un matrimonio de conveniencia. ¿No es así como lo llaman?
El buen humor de Edward resultaba tan contagioso que Bella estuvo a punto de devolverle la sonrisa. Entonces la realidad se hizo patente.
—¿Un matrimonio de conveniencia?
—Exacto. Firmaremos un acuerdo prenupcial y luego nos casaremos. Yo me libraré de la empresa, conseguiré mi dinero, compraré el rancho y después te devolveré tu libertad junto con suficiente dinero para que tú y Eddie tengáis la vida resuelta.
Edward volvió a hablar con tal convicción que Bella estuvo a punto de asentir.
—Espera un minuto —se frotó con fuerza el pelo con la toalla, como si aquello pudiera hacer que la conversación adquiriera cierto sentido común.
Edward se plantó ante ella de una zancada.
—Tengo un abuelo cascarrabias y patriarcal que se niega a aceptar que es él quien debe dirigir el negocio de la familia, no yo, ¿de acuerdo? —se pasó una mano por el cabello boncíneo—. Tengo que obligarle a volver, o de lo contrario se pondrá enfermo pensando en la muerte de mi hermano James, y de paso hará que yo me vuelva loco atándome a Cullen Oil.
Bella estaba al tanto de la muerte de James Cullen. También conocía la reputación de Edward Sr. Cullen de ser un testarudo pero exitoso hombre de negocios.
—Sigo sin entender dónde encajo.
—A menos que me case, tendré que esperar tres años para hacerme con el fideicomiso que me corresponde.
A continuación, Edward le habló del proyecto que tenía para el rancho con su amigo Emmett. Caballos. Sementales. Cuadras. Bella no sabía mucho sobre ranchos, pero el entusiasmo en la voz de Edward le ayudó a hacerse una imagen vivida de su Sueño.
—Sigo sin saber muy bien dónde encajo —repitió cuando Edward acabó.
Él abrió los brazos, sonriendo.
—Serías mi esposa temporal.
Bella tragó con esfuerzo.
—¿No crees que el matrimonio debería ser…? —retorció la toalla en sus manos —¿… por amor?
Edward desestimó aquella idea con un despectivo gesto de la mano.
—Deja esas cursilerías para otros.
—¿Tú no…?
—No digas más. Sólo piensa. Mi abuelo consigue lo que quiere. Yo consigo lo que quiero. Tú consigues lo que quieres.
¿Y qué quería exactamente ella?, pensó Bella. Volvió a retorcer la toalla…
—Ese es el problema —Edward tomó el extremo suelto de la toalla y tiró de ella hacia sí—. No ves lo que yo estoy viendo.
Sus ojos eran de un intenso verde con un borde esmeralda. Olía como su cazadora… cálido, excitante, masculino.
Bella se humedeció los labios con la lengua.
—¿Y qué ves? —preguntó, sintiéndose repentinamente femenina y deseable.
De pronto, Edward soltó el extremo de la toalla y se apartó.
—Una persona a la que le vendría bien algo de ayuda —dio otro paso atrás y miró al bebé—. Una madre con un bebé del que hacerse cargo.
Todo el asunto quedó claro en un instante. Edward quería una esposa temporal y conveniente y había pensado en ella. Porque le daba pena. En ningún momento la había visto como una mujer, como un individuo.
Pero Bella ya había recibido suficiente caridad durante los primeros dieciocho años de su vida. Cinco años atrás juró no volver a hacerlo.
Se sintió bastante aliviada al descubrir que Edward aceptó con bastante calma su negativa.
Edward se detuvo al pie de las escaleras del apartamento de Bella.
«¿Qué diablos me pasa?»
Nunca aceptaba un no por respuesta.
Tal vez había sido el nuevo corte de pelo de Bella lo que lo había distraído. O el fresco aroma a jabón de su piel desnuda. O aquel fino albornoz…
Gruñó y metió las manos en los bolsillos de sus pantalones. ¡Había estado tan cerca de conseguirlo…!
¿En qué se había equivocado? ¿No le había explicado con claridad las ventajas?
«Vuelve a preguntárselo».
Su personalidad de hombre de negocios lo incitó a volver a subir las escaleras.
Otro instinto le hizo permanecer donde estaba.
Una bella mujer. Un hijo con su nombre. Aunque estuvieran casados sólo unos meses, ¿cuánto tiempo le costaría recuperar su condición de soltero?
Aún indeciso, Edward oyó el sonido del teléfono en el apartamento de Bella, seguido del llanto de Eddie. Se hallaba a medio camino de las escaleras cuando el teléfono dejó de sonar y oyó a Bella decir «¿hola?» por encima del creciente llanto del bebé.
Ya tras la puerta oyó el final de la conversación con el señor Stanley, evidentemente, un futuro arrendador. Incluso habiendo oído tan sólo parte de la conversación, Edward supo que el señor Stanley no era un hombre paciente.
No quería que Bella le devolviera la llamada más tarde.
Quería saber si el bebé lloraba así a menudo.
También escuchó algo sobre pañales y basura que no tuvo ningún sentido.
Finalmente oyó que Bella perdía el único apartamento asequible para ella en Freemont Springs.
Un hombre más educado no habría escuchado tras la puerta. Un hombre más amable habría dejado que Bella se enfrentara sola a sus problemas.
Pero Edward no había crecido sobre la manipuladora rodilla de Edward Sr. Cullen para nada.
Volvió a llamar a la puerta de Bella y se lanzó de nuevo directo al grano.
Ella estaba más pálida que hacía unos minutos. Lo miró, aturdida.
—Quería que Eddie creciera aquí —dijo mientras Edward pasaba al interior y cerraba la puerta—. Uno de sus nombres es Freemont porque pretendo que no olvide el lugar al que pertenece.
Edward la tomó por el codo y la condujo hacia el pequeño sofá. Bella se sentó con el bebé en uno de sus brazos.
—Entonces, ¿te gusta vivir aquí? —preguntó Edward en tono despreocupado.
—Mi coche pinchó dos veces justo a las afueras de Freemont. Había hecho todo el trayecto desde Los Ángeles sin dar ningún problema hasta que pasé el cartel anunciando que entraba en Freemont Springs. Entonces hizo «puuf».
—Así que decidiste quedarte.
Bella asintió.
—No tenía dinero para comprar dos ruedas nuevas. Y Anne siempre decía que cuando se rompe un huevo es mejor hacer una tortilla.
Edward pasó por alto el tema de Anne y la tortilla.
—Y Eddie es el primer bebé del año nacido aquí. En Freemont Springs está su sitio.
Bella frunció el ceño.
—Eso pensé. La gente es tan hospitalaria y amistosa… pero acabo de perder el único lugar que había encontrado que podía permitirme.
A Edward no le gustó nada su infelicidad.
—Siempre existe esa sencilla solución.
Bella arqueó las cejas.
—¿Qué sencilla solución?
—Cásate conmigo —dijo Edward con suavidad.
—¿Así como así?
A pesar de que las pestañas de Bella ocultaban su mirada, Edward creyó percibir que se había suavizado. No supo cómo lo captó, pero algo flotó entre ellos, algo que comenzó la noche en que sostuvo sus manos en el hospital. Tal vez incluso antes, cuando ella le tocó la mejilla con un dedo. O cuando él vio por primera vez su pelo de rayo de luna.
—Sólo temporalmente —dijo con voz ronca—. Acabarás teniendo suficiente dinero para poder quedarte aquí. Hazlo por Eddie, Bella —Edward fue directo al cuello—. Para que pueda sentir que pertenece a este lugar.
Bella alzó la mirada. El marrón achocolatado de sus ojos volvió a sorprender a Edward.
—No sé —el bebé había vuelto a quedarse dormido sobre su hombro y fue a dejarlo de nuevo en la cuna. Luego, se volvió lentamente hacia Edward.
El apartamento era tan pequeño que parecían hallarse a tan sólo un brazo de distancia.
—Anne siempre solía decir que cuando la oportunidad llama a tu puerta…
Edward llamó a una imaginaria puerta.
—Noc, noc.
Bella volvió a mirar al bebé.
«Di sí», pensó Edward.
—Sí.
En un extraño momento de alivio y anticipación, la distancia que los separaba desapareció.
Edward apoyó las manos en los brazos de Bella. La atrajo contra su pecho y acercó la boca hasta la comisura de sus labios.
Eso fue todo.
Pero no fue suficiente. Porque Bella tomó un sorprendido aliento y, de algún modo, aquel sonido resultó especialmente excitante, y la boca de Edward se movió sobre sus labios para besarla de verdad.
Edward ocupó su asiento tras la mesa del despacho, mirando con suspicacia el montón de papeles y carpetas que había sobre ésta. Con el pulgar y el índice alzó las primeras, haciendo que el montón se desperdigara sobre la superficie de caoba.
Suspiró, aliviado. No había nada oculto allí. Ni sonajeros, ni cigarrillos de chicle, ni panfletos sobre cómo hacer eructar a un bebé.
Nada relacionado con bebés.
Dejó escapar un suspiro de alivio. Habían tenido que pasar tres semanas, pero por fin había sucedido.
Se habían acabado las bromas.
Volvió a reunir los papeles y de inmediato lamentó haberlo hecho. ¿De dónde diablos salía todo aquello? Bastaba con que faltara un día del despacho para que el trabajo se amontonara.
Maldito abuelo…
El viejo había vuelto a irse a Washington, dejando Cullen Oil Works en lo que él llamaba las «capaces manos» de Edward. Era una auténtica maldición. Tal vez debería apreciar aquella confianza, pero no cuando el abuelo se negaba a ver lo reacias que eran aquellas manos.
Edward Sr. Cullen era ciego cuando quería y un maestro de la manipulación todo el rato. Edward sintió el comienzo de un intenso dolor de cabeza. A menos que encontrara algún modo de obligar a Edward Sr. a volver a ocupar su despacho, temía verse encadenado allí para el resto de su vida.
Todos los días lo mismo, las responsabilidades, los compromisos… la familia entera pesaba sobre él como una maldición.
Buzzz.
Edward apretó el botón del intercomunicador.
—Gracias por interrumpir uno de los momentos más deprimentes de mi vida, Lisa —dijo a su secretaria.
Lisa no respondió con su habitual descaro.
—Uh, señor… —nunca solía llamarle señor.
—¿Qué sucede?
Una pausa cargada de presagios siguió a la pregunta de Edward.
—Tiene visita señor, eh… dos visitantes.
La extraña actitud de Lisa quedó explicada cuando hizo pasar a los inesperados visitantes. Dos personas a las que Edward quería ver en su despacho tanto como a un inspector de hacienda.
Gimió. En alto. Porque ahora que las bromas sobre su paternidad parecían haber acabado, sabía que iban a volver a empezar.
El visitante número uno era Edward Freemont Swan, vestido completamente de blanco en su cochecito de bebé. La visitante número dos era Bella, con su gastada parca azul, una bufanda de lana roja en torno a la garganta y la cazadora de Edward bajo el brazo.
Bella sonrió tímidamente.
—Te he traído la cazadora. Siento haber tardado tanto.
Edward miró su reloj. ¿Y si la visita durara tan sólo cuarenta segundos? Así existiría la posibilidad de que nadie se enterara. Miró a Lisa, que seguía en el umbral. «No se te ocurra difundir una palabra sobre esto», ordenó mentalmente, y alargó una mano para tomar su cazadora. «Y ahora indica amablemente a esta señorita dónde está la salida».
Malinterpretando todas las órdenes telepáticas de su jefe, Lisa avanzó rápidamente y tomó la cazadora antes que él.
—Siéntese, señorita Swan. ¿Le apetece tomar algo? ¿Té? ¿Café?
Edward se quedó boquiabierto. Lisa nunca ofrecía nada a nadie. Si él quería café, tenía que salir a servírselo.
Bella sonrió a Lisa, como si hubiera comprendido el honor que suponía su ofrecimiento.
—Una taza de té me vendrá bien para calentarme las manos, gracias.
—Deberías usar guantes —se oyó decir Edward. Luego, en tono aún ligeramente hosco, añadió—: Supongo que puedes sentarte.
Bella acercó el coche del bebé a la silla y ocupó ésta.
¿Cuánto tiempo podía llevarle tomarse el té?, se preguntó Edward. Como mucho, noventa segundos.
Con rápidos movimientos, Bella se quitó la bufanda y la parca.
Edward la miró, sin saber exactamente qué parte de aquella mujer hacía que le resultara tan difícil apartar la mirada de ella. Cada vez que la había visto anteriormente llevaba abrigos, o batas, o mantas. También tenía una larga melena de pelo castaño.
—Te lo has cortado —dijo, estúpidamente.
—Así es más cómodo —Bella se pasó una mano por el pelo. Aunque un poco más largo que el de un chico, realzaba el contorno de su cabeza. También hacía que sus ojos y su boca parecieran más grandes.
Lisa volvió un momento después con una humeante taza de té. Antes de dársela a Bella, fijó su atención en el bebé. Luego miró a la madre.
—Parece mentira que sólo hayan pasado tres semanas desde que diste a luz —dijo, sonriente—. Nadie recupera la figura con tanta rapidez.
Edward volvió a mirar a Bella. No quería, pero había sido culpa de Lisa. Sí; antes, Bella llevaba gastadas parcas y batas de hospital y mantas. Ahora llevaba vaqueros y un ceñido jersey blanco.
—Siempre he sido más bien delgada —contestó, devolviendo la sonrisa a Lisa—. Pero te aseguro que algunas de las curvas son totalmente nuevas.
Ahora fue culpa de Bella que Edward siguiera mirando. Si las curvas eran una adquisición reciente, el parto era el mejor amigo de aquella mujer.
De pronto se dio cuenta de que ambas mujeres lo estaban mirando. ¿Habría hecho algún ruido sin darse cuenta? ¿Habría gemido?, se preguntó, horrorizado.
Carraspeando, volvió a mirar su reloj. No recordaba con exactitud cuándo había llegado Bella, pero era evidente que llevaba allí demasiado tiempo.
Ella pareció captar la indirecta. Tras dar un sorbo, dijo:
—Debo irme. Tengo que volver a la panadería.
—¿La panadería? —repitió Edward, frunciendo el ceño mientras Lisa volvía a salir del despacho—. Ah, sí. Me dijiste que trabajabas ahí. ¿Has vuelto a trabajar tan pronto?
—Sue y Leah me necesitan.
Una desconocida inquietud recorrió la espalda de Edward.
—Debes descansar. Sue y Leah pueden pasarse sin ti unos días más.
Bella sonrió educadamente mientras dejaba la taza en el borde del escritorio.
—Gracias de nuevo por la cazadora… y por todo lo demás que hiciste por mí.
De pronto, a Edward no le hizo gracia la idea de que se fuera.
—¿No quieres saber qué pasa con Victoria?
Bella hizo una pausa mientras tomaba su parca.
—¿La habéis encontrado? —preguntó.
—Gracias a ti supimos que estaba aquí. Incluso averiguamos dónde —Edward sintió un repentino remordimiento. Debería haber visitado a Bella para comunicarle lo que habían descubierto. Debería haber comprado algo para el bebé. Pero había estado tan empeñado en apagar los rumores que había evitado tener nada que ver con ella—. Pero ha vuelto a desaparecer.
Las manos de Bella se detuvieron en el proceso de subir la cremallera de su parka.
—Oh, lo siento. Espero que la encontréis —metió la mano en el bolsillo y sacó unas llaves.
Edward la imaginó conduciendo de vuelta a la panadería.
—¿Sigue estropeada la calefacción de tu coche? Podría hacer que alguien…
—Ya está funcionando —Bella se puso la bufanda en torno al cuello.
—¿No puedes quedarte un poco más? —Edward no sabía qué diablos le había impulsado a decir aquello.
Bella ladeó la cabeza y miró el escritorio abarrotado de papeles.
—No me parece que tengas tiempo para una visita más larga.
Edward siguió la dirección de su mirada.
—¿Eso? No es nada —sólo la atadura que lo encadenaba a Oil Works—. No me has contado nada sobre el niño —miró al bebé, aún dormido. Había engordado y, mientras lo miraba hizo un puchero con los labios, moviéndolos como si estuviera mamando.
—Lo llamo Eddie.
Extrañamente, Edward sintió una punzada de decepción.
—Le has cambiado el nombre —dijo.
Bella negó con la cabeza.
—No, sólo es un apodo. Es la versión corta del tuyo.
Hizo girar el cochecito hacia la puerta y Edward se fijó en que una de las ruedas estaba ligeramente torcida. No se le ocurrió ningún otro motivo para hacerle quedarse.
—¿No querías llamarlo Edward? —la estúpida pregunta surgió involuntariamente de sus labios.
Bella se detuvo de espaldas a él y volvió la cabeza para mirarlo.
—Supongo que pensé que sólo había un Edward Cullen —dijo, antes de salir.
Desde la ventana de su despacho, Edward vio cómo sacaba Bella al bebé del cochecito y lo metía en el coche. Cuando éste ya se alejaba, salió al despacho de Lisa. Ésta se hallaba junto al aparato de fax.
Su secretaria estaba casada y tenía un par de hijos. Recordaba que en cada ocasión se tomó el permiso de maternidad. Más o menos unos tres meses cada vez.
—¿No se supone que una mujer debe descansar después de dar a luz?
Lisa tomó el fax que acababa de llegar y le echó un rápido vistazo.
—Después de dar a luz, una mujer merece una asistenta y a su madre durante al menos seis meses.
—En ese caso supongo que Bella no debería haber empezado a trabajar ya.
Lisa se encogió de hombros.
—Puede que no le quede otra opción.
Abrigo gastado. Cochecito con ruedas deterioradas. Coche con calefacción averiada.
—No me gusta —murmuró Edward.
—Y esto le va a gustar aún menos, jefe —dijo Lisa, entregándole el fax.
Edward tomó la hoja, pensando aún en Bella y en Eddie. La leyó una vez y volvió a hacerlo.
Edward Sr. Cullen proponía nombrarlo jefe de Cullen Oil Works. El antiguo trabajo de James.
Maldición.
Arrugó la hoja en el puño. El abuelo pretendía atarlo permanentemente a la empresa y a la familia.
—No pienso permitir que se salga con la suya.
Lisa lo miró con gesto escéptico.
—No sé qué puede hacer al respecto, jefe.
Edward arrojó la bola de papel con precisión en la papelera que había junto al escritorio de Lisa. Su mirada se detuvo en una fotocopia del Daily Post de la foto en la que él había salido. Alguien había escrito algo sobre su cabeza en la foto. No se molestó en comprobar qué decía.
Fantástico. Una visita de tres minutos y las bromas habían vuelto a empezar.
Eso era lo último que necesitaba. Ser nombrado jefe ejecutivo de la empresa y más especulaciones sobre el fin de su soltería.
El fin de su soltería. Edward se quedó petrificado mientras una brillante idea cristalizaba en su mente. De acuerdo, Emmett la había mencionado antes, pero él era el único que podía hacerla realidad.
—Cullen, eres un genio —susurró para sí—. Con esta idea todo el mundo sale ganando.
Media hora para pensar cuidadosamente en la idea. Diez minutos para llegar a la panadería. Uno y medio para averiguar que Bella estaba en su apartamento y para llamar a la puerta en lo alto de las escaleras.
Sólo un instante más y la puerta se abrió.
Con el frío de enero a sus espaldas y la sorprendida expresión de Bella ante él, Edward fue directo al grano.
—Cásate conmigo —dijo.
Bella miró a Edward, sin fijarse en sus palabras, sólo consciente del gastado albornoz que se había puesto tras ducharse.
¿Encontraría algún placer sádico aquel hombre en ir a verla cuando peor aspecto tenía?
—¿Has oído lo que he dicho? —Edward pasó al interior del apartamento y cerró la puerta a sus espaldas.
Bella dio un paso atrás, ciñéndose el albornoz. Con aquel traje oscuro y la corbata, Edward parecía uno de los miembros de la dirección que solía visitar el orfanato de cuando en cuando, no un hombre que acabara de proponerle matrimonio.
¿Matrimonio? Tragó con esfuerzo y dio otro paso atrás.
—¿Qué has dicho?
—Te he pedido que te cases conmigo.
Bella sintió un cosquilleo recorriéndole el cuerpo.
—No me lo has pedido. Creo que has dicho «cásate conmigo».
—Exacto —Edward sonrió ampliamente.
Aquella sonrisa hizo que Bella sintiera que se derretía por dentro. Se cruzó de brazos, sintiendo que se le ponía la carne de gallina.
—No tiene sentido —dijo. Miró hacia la cuna atraída por los sonidos de Eddie que parecía a punto de despertar.
—Tiene mucho sentido —contestó Edward. Sin preguntar, cruzó la habitación y se sentó en el sofá—. Así, todo el mundo gana.
Bella se acercó a la cuna y tomó a Eddie en brazos antes de que sus balbuceos se convirtieran en un intenso llanto. El bebé parpadeó y ella le frotó la nariz con la suya.
—Hola, bebé —susurró, para darse un minuto de tiempo. Sosteniendo a Eddie contra su corazón como si fuera una armadura se volvió hacia Edward—. No te sigo. ¿Puedes explicarme de qué estás hablando?
Edward palmeó sus muslos con sus manos y se puso en pie ágilmente.
—Eso se debe a lo feliz que me siento con la idea —volvió a sonreír—. Debería haber pensado en ello hace semanas.
¿Feliz? Desde luego, lo parecía. Su rostro tenía una expresión juvenil y encantada, y Bella sintió un escalofrío de placer viéndolo. ¿Cuánto hacía que un hombre no la miraba así? Riendo, excitado, como si fuera ella lo que quisiera.
Había dicho que quería casarse con ella.
Sentó al bebé en el cochecito y se quitó lentamente la toalla que tenía enrollada en la cabeza.
—Lo siento… acabo de salir de la ducha.
Había dicho que quería casarse con ella.
La juvenil sonrisa ensanchó el rostro de Edward.
—No me importa el aspecto que tengas. Sólo quiero tener tu nombre en un certificado de matrimonio.
Matrimonio. Compartir la vida con alguien. Crear una familia con Edward y Eddie. Sueños que ya creía olvidados florecieron al instante en su mente.
—No puedes hablar en serio —susurró, mientras su mente se llenaba de imágenes de Edward en su dormitorio, acariciándola con sus fuertes manos. A pesar de que Edward era casi un desconocido, la imagen hizo que el estómago se le contrajera.
—Claro que hablo en serio. Tú. Yo. Un matrimonio de conveniencia. ¿No es así como lo llaman?
El buen humor de Edward resultaba tan contagioso que Bella estuvo a punto de devolverle la sonrisa. Entonces la realidad se hizo patente.
—¿Un matrimonio de conveniencia?
—Exacto. Firmaremos un acuerdo prenupcial y luego nos casaremos. Yo me libraré de la empresa, conseguiré mi dinero, compraré el rancho y después te devolveré tu libertad junto con suficiente dinero para que tú y Eddie tengáis la vida resuelta.
Edward volvió a hablar con tal convicción que Bella estuvo a punto de asentir.
—Espera un minuto —se frotó con fuerza el pelo con la toalla, como si aquello pudiera hacer que la conversación adquiriera cierto sentido común.
Edward se plantó ante ella de una zancada.
—Tengo un abuelo cascarrabias y patriarcal que se niega a aceptar que es él quien debe dirigir el negocio de la familia, no yo, ¿de acuerdo? —se pasó una mano por el cabello boncíneo—. Tengo que obligarle a volver, o de lo contrario se pondrá enfermo pensando en la muerte de mi hermano James, y de paso hará que yo me vuelva loco atándome a Cullen Oil.
Bella estaba al tanto de la muerte de James Cullen. También conocía la reputación de Edward Sr. Cullen de ser un testarudo pero exitoso hombre de negocios.
—Sigo sin entender dónde encajo.
—A menos que me case, tendré que esperar tres años para hacerme con el fideicomiso que me corresponde.
A continuación, Edward le habló del proyecto que tenía para el rancho con su amigo Emmett. Caballos. Sementales. Cuadras. Bella no sabía mucho sobre ranchos, pero el entusiasmo en la voz de Edward le ayudó a hacerse una imagen vivida de su Sueño.
—Sigo sin saber muy bien dónde encajo —repitió cuando Edward acabó.
Él abrió los brazos, sonriendo.
—Serías mi esposa temporal.
Bella tragó con esfuerzo.
—¿No crees que el matrimonio debería ser…? —retorció la toalla en sus manos —¿… por amor?
Edward desestimó aquella idea con un despectivo gesto de la mano.
—Deja esas cursilerías para otros.
—¿Tú no…?
—No digas más. Sólo piensa. Mi abuelo consigue lo que quiere. Yo consigo lo que quiero. Tú consigues lo que quieres.
¿Y qué quería exactamente ella?, pensó Bella. Volvió a retorcer la toalla…
—Ese es el problema —Edward tomó el extremo suelto de la toalla y tiró de ella hacia sí—. No ves lo que yo estoy viendo.
Sus ojos eran de un intenso verde con un borde esmeralda. Olía como su cazadora… cálido, excitante, masculino.
Bella se humedeció los labios con la lengua.
—¿Y qué ves? —preguntó, sintiéndose repentinamente femenina y deseable.
De pronto, Edward soltó el extremo de la toalla y se apartó.
—Una persona a la que le vendría bien algo de ayuda —dio otro paso atrás y miró al bebé—. Una madre con un bebé del que hacerse cargo.
Todo el asunto quedó claro en un instante. Edward quería una esposa temporal y conveniente y había pensado en ella. Porque le daba pena. En ningún momento la había visto como una mujer, como un individuo.
Pero Bella ya había recibido suficiente caridad durante los primeros dieciocho años de su vida. Cinco años atrás juró no volver a hacerlo.
Se sintió bastante aliviada al descubrir que Edward aceptó con bastante calma su negativa.
Edward se detuvo al pie de las escaleras del apartamento de Bella.
«¿Qué diablos me pasa?»
Nunca aceptaba un no por respuesta.
Tal vez había sido el nuevo corte de pelo de Bella lo que lo había distraído. O el fresco aroma a jabón de su piel desnuda. O aquel fino albornoz…
Gruñó y metió las manos en los bolsillos de sus pantalones. ¡Había estado tan cerca de conseguirlo…!
¿En qué se había equivocado? ¿No le había explicado con claridad las ventajas?
«Vuelve a preguntárselo».
Su personalidad de hombre de negocios lo incitó a volver a subir las escaleras.
Otro instinto le hizo permanecer donde estaba.
Una bella mujer. Un hijo con su nombre. Aunque estuvieran casados sólo unos meses, ¿cuánto tiempo le costaría recuperar su condición de soltero?
Aún indeciso, Edward oyó el sonido del teléfono en el apartamento de Bella, seguido del llanto de Eddie. Se hallaba a medio camino de las escaleras cuando el teléfono dejó de sonar y oyó a Bella decir «¿hola?» por encima del creciente llanto del bebé.
Ya tras la puerta oyó el final de la conversación con el señor Stanley, evidentemente, un futuro arrendador. Incluso habiendo oído tan sólo parte de la conversación, Edward supo que el señor Stanley no era un hombre paciente.
No quería que Bella le devolviera la llamada más tarde.
Quería saber si el bebé lloraba así a menudo.
También escuchó algo sobre pañales y basura que no tuvo ningún sentido.
Finalmente oyó que Bella perdía el único apartamento asequible para ella en Freemont Springs.
Un hombre más educado no habría escuchado tras la puerta. Un hombre más amable habría dejado que Bella se enfrentara sola a sus problemas.
Pero Edward no había crecido sobre la manipuladora rodilla de Edward Sr. Cullen para nada.
Volvió a llamar a la puerta de Bella y se lanzó de nuevo directo al grano.
Ella estaba más pálida que hacía unos minutos. Lo miró, aturdida.
—Quería que Eddie creciera aquí —dijo mientras Edward pasaba al interior y cerraba la puerta—. Uno de sus nombres es Freemont porque pretendo que no olvide el lugar al que pertenece.
Edward la tomó por el codo y la condujo hacia el pequeño sofá. Bella se sentó con el bebé en uno de sus brazos.
—Entonces, ¿te gusta vivir aquí? —preguntó Edward en tono despreocupado.
—Mi coche pinchó dos veces justo a las afueras de Freemont. Había hecho todo el trayecto desde Los Ángeles sin dar ningún problema hasta que pasé el cartel anunciando que entraba en Freemont Springs. Entonces hizo «puuf».
—Así que decidiste quedarte.
Bella asintió.
—No tenía dinero para comprar dos ruedas nuevas. Y Anne siempre decía que cuando se rompe un huevo es mejor hacer una tortilla.
Edward pasó por alto el tema de Anne y la tortilla.
—Y Eddie es el primer bebé del año nacido aquí. En Freemont Springs está su sitio.
Bella frunció el ceño.
—Eso pensé. La gente es tan hospitalaria y amistosa… pero acabo de perder el único lugar que había encontrado que podía permitirme.
A Edward no le gustó nada su infelicidad.
—Siempre existe esa sencilla solución.
Bella arqueó las cejas.
—¿Qué sencilla solución?
—Cásate conmigo —dijo Edward con suavidad.
—¿Así como así?
A pesar de que las pestañas de Bella ocultaban su mirada, Edward creyó percibir que se había suavizado. No supo cómo lo captó, pero algo flotó entre ellos, algo que comenzó la noche en que sostuvo sus manos en el hospital. Tal vez incluso antes, cuando ella le tocó la mejilla con un dedo. O cuando él vio por primera vez su pelo de rayo de luna.
—Sólo temporalmente —dijo con voz ronca—. Acabarás teniendo suficiente dinero para poder quedarte aquí. Hazlo por Eddie, Bella —Edward fue directo al cuello—. Para que pueda sentir que pertenece a este lugar.
Bella alzó la mirada. El marrón achocolatado de sus ojos volvió a sorprender a Edward.
—No sé —el bebé había vuelto a quedarse dormido sobre su hombro y fue a dejarlo de nuevo en la cuna. Luego, se volvió lentamente hacia Edward.
El apartamento era tan pequeño que parecían hallarse a tan sólo un brazo de distancia.
—Anne siempre solía decir que cuando la oportunidad llama a tu puerta…
Edward llamó a una imaginaria puerta.
—Noc, noc.
Bella volvió a mirar al bebé.
«Di sí», pensó Edward.
—Sí.
En un extraño momento de alivio y anticipación, la distancia que los separaba desapareció.
Edward apoyó las manos en los brazos de Bella. La atrajo contra su pecho y acercó la boca hasta la comisura de sus labios.
Eso fue todo.
Pero no fue suficiente. Porque Bella tomó un sorprendido aliento y, de algún modo, aquel sonido resultó especialmente excitante, y la boca de Edward se movió sobre sus labios para besarla de verdad.
sábado, 12 de noviembre de 2011
EPBDA - Capítulo 2
Capítulo 2
El rostro de Bella Swan irradiaba felicidad mientras sostenía a su bebé contra su pecho. Lo besó con delicadeza en la frente y luego volvió la mirada hacia la ventana, por la que entraba a raudales el sol de la mañana.
—Un nuevo año es un nuevo comienzo —susurró, mirando a su hijo.
Anne Webber, la mujer que la había criado, repetía aquellas palabras cada primero de enero y, probablemente, seguía haciéndolo. Aunque Bella sólo se había carteado un par de veces con Anne tras dejar la Casa de Acogida Thurston, cinco años atrás, nunca había olvidado lo que aprendió de la vieja mujer.
—Y me aseguraré de que tú tampoco olvides —dijo al recién nacido—. Te enseñaré todo lo que yo he aprendido.
Que no era demasiado, admitió para sí. El bebé frunció el ceño mientras dormía. Ella sonrió.
—No te preocupes, mamá es más lista cada día.
Suspiró, deseando haber sido más lista unos meses atrás. Tal vez así habría comprendido que Mike no era la clase de hombre que pudiera amarla para siempre… si es que alguna vez lo había hecho.
—Pero entonces no te habría tenido —dijo en voz alta, deslizando la punta de un dedo por la orejita del bebé. Nada le haría arrepentirse de haberlo tenido.
Haciendo un pequeño esfuerzo, bajó de la cama y dejó a su hijo en la cuna. De todos modos, en aquellos momentos tenía cosas más acuciantes en las que pensar. El parto se había adelantado casi un mes entero, lo que significaba que sus ahorros eran menores de lo que tenía previsto. Y también tenía que pensar en buscar un nuevo y barato apartamento. Sue y Leah le habían alquilado la habitación que se hallaba sobre la panadería sólo temporalmente, pues la madre de Leah iba a ocuparla cuatro semanas después.
Bella se mordió el labio.
—Pero los deseos no bastan para lavar los platos —susurró a su bebé—. Alice también me enseñó eso.
Decidida a no dejarse abrumar por sus preocupaciones, se pasó una mano por el revuelto pelo. Hacía unos momentos, una enfermera había pasado por allí y le había sugerido que tomara una ducha. Cuando lo hiciera se sentiría como una nueva mujer.
Alguien llamó a la puerta. Probablemente sería la enfermera que había prometido acudir a ayudarla.
—Adelante.
La puerta se abrió y un hombre pasó al interior.
Bella se ruborizó a la vez que ceñía con una mano las solapas de la bata del hospital. ¿No quería sentirse como una nueva mujer? Pues en aquellos momentos lo era. Porque el alto, pálido y atractivo semidesconocido que acababa de entrar había compartido con ella la noche anterior los momentos más íntimos y milagrosos de su vida.
Deseó que se la tragara la tierra.
—¿Bella?
Ella recordó su voz, profunda, como debía ser la de un hombre. También lenta, como lo eran las de Seattle en comparación con la rápida charla de Los Ángeles a la que estaba acostumbrada.
El hombre dio dos pasos hacia ella y alargó una mano.
Bella extendió la suya por encima de la cuna del bebé para estrecharla. Su mente se llenó de recuerdos de la noche anterior. Los brillantes ojos verdes del hombre, serios, pero reconfortantes. Sus dedos aferrándose a los de él como si pudiera extraer fuerza de aquellas manos. Se ruborizó aún más y apartó rápidamente la mano.
—Soy Edward —dijo él, metiendo la otra mano en el bolsillo de sus vaqueros—. Edward Cullen.
Bella no lo había olvidado. Oyó su nombre la noche pasada, justo después de que el reportero sacara la foto del Primer Bebé del Año. Luego, Edward desapareció. Lo cierto era que ella estaba tan centrada en su hijo que no le había prestado mucha atención.
Hasta ese momento.
Ahora sólo podía pensar en cómo la había visto la noche pasada, en el aspecto que debía tener esa mañana, en cuánto le habría gustado haber tomado aquella ducha media hora antes…
En cómo podía librarse amable y educadamente de él en aquel mismo instante.
Edward casi rió en alto. La expresión de Bella era tan transparente que casi podía leerse lo que estaba pensando.
Quería irse a casa.
Pero aquella damita le debía una explicación y algunos detalles. Era lo menos que podía hacer en pago por la maldita foto que había salido en primera plana del periódico y que había causado más llamadas de las que había recibido en toda su vida.
Le dedicó la sonrisa que había perfeccionado durante el tercer grado en la catequesis de los domingos.
—Sólo te entretendré unos minutos.
Bella le dedicó la misma mirada de sospecha que la señorita Walters cuando le juraba que no había copiado en clase.
—Estaba a punto de… —Bella hizo un vago gesto señalando el baño—. Necesito…
—Necesito que me respondas unas preguntas —interrumpió Edward con suavidad. Alguien había enviado por fax a su abuelo la portada del Freemont Springs Daily Post aquella mañana, y la primera llamada que había hecho había sido para asegurar a Edward I que no había otro heredero Cullen secreto—. He hablado hoy con mi abuelo y estamos deseando que nos des la información que tienes sobre Victoria.
Bella se mordió el labio.
—Escucha… ayer estaba en un estado realmente extraño. Limpié el maletero de mi coche, luego la guantera. Encontré treinta y siete centavos en los pliegues del asiento trasero. Luego empecé con mi apartamento.
Edward se fijó en el rubor que cubría el rostro de Bella y no pudo evitar mirarla fijamente. La noche pasada estaba tan pálida… pero ahora el rubor acentuaba sus delicados pómulos. Sus labios también estaban más rojos. El brillo general de su rostro no restaba nada al claro y precioso color de sus ojos.
De pronto se dio cuenta de que había dejado de hablar.
—Lo siento. ¿Qué estabas diciendo? ¿Treinta y siete centavos?
Bella volvió a morderse el labio.
—Es debido al embarazo. Había leído algo al respecto, pero no me di cuenta de que me estaba pasando a mí. Estaba preparando el nido.
Edward arqueó las cejas.
—Estaba dejándolo todo preparado —explicó ella—. Sentía una necesidad compulsiva de limpiarlo todo, de dejarlo todo en orden. Conozco a dos personas que cumplen años en marzo. Ayer sentía un impulso irrefrenable de mandarles unas postales.
Nada de aquello estaba acercando a Edward a la información sobre Victoria. Y lo cierto era que no quería saber nada más sobre ella. Ni sobre los amigos que cumplían años en marzo, ni sobre su instinto de anidar, ni sobre la intrigante forma de su rosada boca.
—Pero sobre Victoria…
Tres mujeres entraron de pronto en la habitación, interrumpiéndolo. Dos llevaban batas de maternidad y una un traje de calle. Edward las miró con irritación y en seguida se dio cuenta de que conocía a dos de ellas.
—Hola Jessica. Hola Irina —había salido con Jessica, la del traje, dos años atrás. Irina había sido su cita en el último Halloween.
—Hola Edward —saludó esta última, mirándolo con curiosidad.
—Creíamos haberte visto entrar, pero no estábamos seguras de que fueras tú —dijo Jessica.
El sentimiento de desasosiego volvió a apoderarse del estómago de Edward.
—Sólo he pasado a hablar con la señorita Swan.
—La «señorita» Swan —dijo Jessica, dejando escapar a continuación una tonta risita—. Ja, ja. Hemos visto la foto del periódico.
Edward recordó de pronto por qué había dejado de salir con Jessica. Ja, ja. Una mirada a Bella le bastó para comprobar que se sentía tan incómoda como él con aquella conversación.
—¿Habéis venido a hablar conmigo o con la madre del bebé? —preguntó.
Las tres mujeres parecieron avergonzadas.
—He venido a recoger unos papeles del hospital —contestó Jessica, volviéndose a continuación hacia Bella—. ¿Has rellenado todo lo que te di?
Edward se pasó una mano por el pelo mientras Bella recogía unos papeles de la mesilla de noche. Aquel encuentro en la habitación del hospital iba a disparar los rumores en Freemont Springs. Aunque, después de lo de la foto, no iba a hacer falta mucho para alentarlos.
Unos momentos después, las tres mujeres salían por la puerta. Edward ni siquiera esperó a que ésta estuviera cerrada para ir directo al grano.
—¿Y Victoria? —cuanto antes obtuviera la información, antes podría salir de allí para empezar a recuperar su reputación de soltero—. Te prometo que me iré en cuanto me digas lo que sepas sobre ella.
Bella se apoyó contra la cama.
—La semana pasada vi en un periódico la foto y el artículo sobre su búsqueda. No supe qué hacer… —se encogió de hombros—. Pero anoche decidí que debía contar lo que sabía.
Edward contuvo el aliento. Aquella podía ser la información que su familia necesitaba para encontrar a la madre del futuro hijo de su hermano.
—¿Y? —dijo, animándola a seguir.
Bella dudó, se mordió el labio y, finalmente, pareció tomar una decisión.
—Victoria está aquí, en Seattle. O al menos estaba aquí hasta hace dos semanas. Asistimos juntas a algunas clases de parto.
¡Estaba allí!
—Gracias, Bella —un torrente de alivio recorrió a Edward—. No sabes lo que esto significa para nosotros… para mi abuelo —una sonrisa distendió su rostro—. Podría besarte por esto.
—Y tal vez por esto también —dijo Jessica, a la vez que se asomaba por la puerta entreabierta.
La sonrisa se esfumó del rostro de Edward.
—Sólo estaba comprobando el certificado de nacimiento de tu hijo, Bella —continuó Jessica—. Tu escritura está comprensiblemente temblorosa esta mañana.
Edward miró de Jessica a Bella, cuyo rostro se había ruborizado repentinamente.
—El nombre que has escrito es «Edward», ¿no? —continuó Jessica. Una coqueta sonrisa curvó sus labios—. Quieres llamarlo Edward Freemont Swan, ¿no?
Aún aturdido, Edward pulsó el botón de bajada del ascensor. Edward Freemont Swan. Había salido de la habitación de Bella a toda prisa tras escuchar aquello. Edward Freemont Swan. ¡Había llamado a su hijo como él!
Esperó a que la rabia, o al menos la irritación, apareciera. Cuando un soltero se veía atrapado en una situación como aquella, lo último que quería era que el bebé recibiera su nombre.
«Adelante, Cullen», se dijo. «Tienes todo el derecho del mundo a estar cabreado».
Las puertas del ascensor se abrieron y salió al vestíbulo del hospital. El camino hasta el aparcamiento parecía plagado de puestos de periódicos. USA Today. Wall Street Journal. Freemont Springs Daily.
Su mejor amigo, Emmett McCarty, estaba comprando el último ejemplar.
Maldición.
—Edward, Edward, Edward.
No hubo ni un segundo de esperanza de que no lo viera. Con vaqueros, sombrero y botas, Emmett era la viva imagen de un ranchero de Seattle… precisamente lo que era.
—¿No deberías estar en el rancho amontonando estiércol? —preguntó Edward. Si no daba pie a su amigo, tal vez podría librarse de algún mordaz comentario.
—El viejo Gus se ha hecho un corte en la mano esta mañana. He tenido que traerlo para que le den unos puntos.
Edward entrecerró los ojos. El viejo Gus tenía las manos curtidas como el cuero.
—Creía que hacíais las curas de primeros auxilios en el rancho.
—Gus necesitaba la inyección del tétanos —Emmett sonrió abiertamente—. ¿Acaso crees que he venido a seguirte a la escena del crimen?
A Edward no le habría extrañado mucho que así fuera.
—Supongo que sin Gus andarás corto de mano de obra. Será mejor que vuelvas a casa cuanto antes.
La sonrisa de Emmett se ensanchó.
—¿Y perder la oportunidad de felicitarte en persona? Podrías habérmelo dicho. No tenías por qué dejar un mensaje diciendo que pensabas quedarte en casa ayer por la noche.
Edward suspiró.
—Fue un encuentro casual, ¿de acuerdo?
—¿Te refieres al destino?
Edward volvió a suspirar.
—Me refiero a que fue un simple acto humanitario. Y déjalo ya, ¿de acuerdo? Ya he tenido bastante con aguantar a mi abuelo esta mañana.
Emmett rió y movió el periódico.
—¿Edward Sr. ya se ha enterado?
—¿Tú que crees? —preguntó Edward en tono irónico—. Ojalá volviera a Seattle para ocuparse de Cullen Oil Works y me dejara tranquilo con mis asuntos.
Emmett bufó.
—Sólo lograrás que el viejo vuelva a ocupar su despacho dejando el tuyo. Anímate, hombre. La parcela de tierra que compraste junto a la mía está lista y esperándote. Deberías asociarte conmigo para crear el mejor establo de caballos del país.
Edward se pasó la mano por el pelo.
—Por enésima vez, Emmett, te repito que no tengo el dinero necesario para hacerlo. Gracias a mi abuelo, que me hizo aceptar mi salario en Cullen Oil Works en acciones y a ese pequeño fideicomiso que guarda mi dinero hasta que cumpla treinta años o me case.
Emmett movió la cabeza.
—Puede que casarse no sea tan mala idea, amigo —volvió a alzar el periódico y lo colocó frente a la nariz de su amigo—. Mira los líos en los que te metes siendo soltero.
La foto de Bella que aparecía en portada no estaba mal. Aunque el blanco y negro no favorecía precisamente su palidez, sus delicados rasgos quedaban claramente resaltados. Pero a Edward, el bebé le seguía pareciendo un cacahuete con extremidades.
El bebé.
—¿Quieres saber cómo lo ha llamado? —preguntó, anticipando de nuevo un arrebato de rabia e irritación—. Le ha puesto mi nombre. Ha llamado al bebé Edward —cruzó los brazos sobre el pecho—. ¿Qué te parece?
Emmett parpadeó, volvió a parpadear, y siguió mirando a Edward, primero con gesto aturdido y luego con evidente diversión.
—¿Quieres saber lo que me parece? —preguntó, riendo y moviendo la cabeza—. Creo que será mejor que hagas de ella una mujer honesta. Así podremos ocuparnos tú y yo por fin seriamente del Rocking H.
¿Qué diablos le pasaba a Emmett? ¿Casarse con Bella? ¿Y de qué se reía?
Edward sólo necesito un momento para comprender. Lo hizo en cuanto vio su reflejo en el lateral cromado del puesto de periódicos. Aunque su mente racional de soltero decía que debería estar irritado, o enfadado, o incluso indignado, su rostro se hallaba distendido por una sonrisa completamente atontada… ¡como si de verdad se sintiera el más orgulloso de los papás!
Bella dejó a su bebé de casi tres semanas en la cuna tras darle la toma de las cinco y media de la mañana. Un segundo después alguien llamó con suavidad a la puerta delantera. Sería Sue Clearwater, que siempre subía de la panadería al apartamento con una taza de café y algún bollo recién hecho. El negocio de la panadería generaba personas obligatoriamente madrugadoras.
La mujer de cabello cano cruzó el umbral con una bandeja de cartón que contenía dos humeantes tazas y dos bollos que desprendían un delicioso olor.
Bella olfateó apreciativamente.
—Me mimas demasiado —sonrió y señaló el gastado sofá que ocupaba una de las paredes del apartamento—. Siéntate.
Sue escrutó el rostro de Bella mientras se sentaba.
—Esta mañana no pareces tan pálida. ¿Ha ido bien la toma de las dos?
—Estupendamente —Bella tomó una taza de café y aspiró su aroma—. Sobre todo ahora que puedo ver el noticiario nocturno en la televisión.
Sue sonrió cariñosamente.
—Recuerdo lo solitarias que pueden ser las noches que hay que dar de mamar.
—Hmm —Bella dio un sorbo a su café. Solitarias.
Sue dejó de sonreír.
—No puedo dejar de preocuparme por ti, querida. Sin marido, sin madre…
—Tengo mi bebé —Bella sabía que eso tenía que bastarle, porque nunca tendría una madre. Y en cuanto a un marido…
—Pero sin familia para…
Bella apoyó una mano en el brazo de Sue.
—Una amiga leal merece más la pena que diez mil parientes.
Sue se encogió de hombros.
—Entonces tienes veinte mil con Leah y conmigo, pero no dejas que te ayudemos.
Bella sonrió al oír aquello.
—¿Qué quieres decir? Me ofrecisteis trabajo y un lugar en que vivir.
—Te pagamos el salario mínimo por ayudar a atender la panadería y llevar la contabilidad.
—Pero estoy adquiriendo una experiencia que me vendrá muy bien en el futuro —Bella dio otro sorbo a su café—. Y no olvides el desayuno.
—Pero te vamos a echar del apartamento.
Bella hizo un gesto despreocupado con la mano.
—Desde el principio me aclarasteis que la madre de Leah iba a vivir aquí.
—Si al menos… —Sue se interrumpió, movió la cabeza y un familiar y especulativo brillo iluminó sus ojos. Se volvió a mirar la foto del Daily Post que Bella había enmarcado y colgado entre la cuna y su cama—. Sí. Si al menos Edward Cullen…
Bella sintió que el corazón se le subía a la garganta.
—No empieces con eso ahora —advirtió a la otra mujer. Sue y Leah, dos encantadoras cotillas, inventaban historias donde no las había. Y por algún motivo, disfrutaban imaginando un romance entre Bella y Edward—. Ese pobre hombre sólo me estaba haciendo un favor.
Mientras que la foto y el artículo que la acompañaba había servido para proveer a Bella y al bebé de cajas y cajas de pañales, ropa para bebé y comida, sabía que lo único que había obtenido Edward de la publicidad había sido bochorno. La panadería de Sue y Leah atraía a gran parte de la población de Freemont Springs, y los clientes le habían transmitido sus felicitaciones, además de la noticia de que Edward Cullen estaba desesperado por recuperar su reputación de soltero.
Y también había sabido que, a pesar de su información, la familia Cullen aún no había encontrado a Victoria.
—De todos modos —insistió Sue mientras se levantaba para acercarse a mirar la foto—, creo que a Edward Cullen le vendría muy bien sentar la cabeza.
—Sue, ya sabes que no estoy interesada en él… —Bella cerró rápidamente la boca al ver una evidencia incriminatoria asomando por debajo de las almohadas de su cama deshecha.
La cazadora de borrego de Edward Cullen.
Se levanetó, pero no hizo ningún movimiento rápido hacia la cama. Si lo hacía se delataría y hacía días que le había dicho a Sue que ya había devuelto la cazadora.
Tenía intención de hacerlo, sobre todo después de que Sue la encontrara un día con ella puesta mientras daba de mamar al bebé.
Se acercó disimuladamente hacia la cama. Si Sue llegaba a enterarse de que aún tenía la cazadora, redoblaría su afán de casamentera.
Volvió a mirar la cazadora. ¿Sería mejor tratar de ocultarla por completo bajo la almohada o arrojarla disimuladamente al suelo por el otro lado de la cama?
—Cuéntame otra vez cómo es el nuevo sitio que has encontrado para vivir —Sue se apartó de la foto de la pared—. Dijiste que era un medio duplex, ¿no?
Bella se quedó muy quieta y apartó la mirada de la cazadora.
—He tenido mucha suerte de conseguirlo —era cierto, no era nada fácil encontrar apartamentos baratos en Freemont Springs—. El señor Stanley parece muy agradable.
—Después de que le has prometido que no harás ruido, que no te excederás utilizando la luz y la calefacción y que no llenarás más de una bolsa de basura a la semana.
Bella suspiró. Era cierto. El señor Stanley había establecido unas reglas que más le convenía no romper. Esperaba que los pañales desechables pudieran comprimirse como las latas de aluminio.
Sue suspiró.
—Necesitas un hombre, y no me refiero precisamente a Ralf Stanley.
¿Que necesitaba un hombre? Bella no estaba dispuesta a arriesgar de nuevo su corazón, sobre todo después de cómo la había abandonado Mike ante el primer indicio de responsabilidad.
—Ya tengo el único hombre que necesito; tiene tres semanas y duerme como un ángel —no pudo evitar sonreír.
Sue le devolvió la sonrisa.
—Tu hijo es un ángel —dijo, acercándose a la cuna.
Bella se acercó un poco más a la cama. La manga de la cazadora de Edward Cullen asomaba por debajo de la gruesa almohada. Sus dedos se cerraron en torno al suave ante.
—¿Qué tenemos aquí? —Bella dio un respingo al oír la voz de Sue. Se volvió hacia ella, bloqueando la vista de la chaqueta con su cuerpo. Sue sostenía en la mano un chupete.
Bella tragó.
—Venía incluido en el lote de regalos para el primer bebé del año —movió la cabeza—. Al bebé no le gusta.
—A mi marido no le gustaba que nuestros niños usaran chupete.
Bella se sentó en la cama a la vez que tiraba de la manta para cubrir la cazadora. Sonrió.
—Al menos yo no tengo esa preocupación.
Sue la miró fijamente unos instantes.
—Eres más valniente que yo.
Bella simuló no entender.
—¿Una viuda que supo salir adelante y poner en marcha un negocio con éxito? ¡Tú si que tienes valor, Sue!
—Yo conté con mi marido para ayudarme a criar a los niños. Un hombre que me amaba y que amaba a sus hijos.
Bella agarró con fuerza la manga de la cazadora.
—Estoy bien así, Sue.
«Nunca admitas lo contrario».
La mujer mayor volvió a suspirar.
—Tengo que volver a la tienda —dijo, reacia.
Bella vio con alivio que su amiga se encaminaba hacia la puerta.
—Adiós, Sue —dijo—. Nos veremos esta tarde durante mi turno.
Sue se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.
—¿No te sientes sola, querida? —preguntó con suavidad—. No tiene nada de malo admitirlo.
Tras años de práctica, Bella sonrió automáticamente.
—Estoy perfectamente, Sue. No te preocupes.
Sue asintió y salió del apartamento.
Involuntariamente, Bella sacó la cazadora de debajo de las almohadas y enterró el rostro en ella. Olía a Edward Cullen, una fragancia masculina que resultaba casi como magia para alejar la…
Se negaba a pensar en aquella palabra.
—Soledad —susurró en alto.
Soledad… soledad… soledad…
El temido pensamiento hizo eco entre las cuatro paredes. Soltó la cazadora, que cayó al suelo. Tal vez era aquella prenda la culpable de su inhabitual debilidad. Había habido dudas en medio de la noche. Un vacío interior, incluso mientras sostenía a su queridísimo hijo entre los brazos.
La cazadora debía desaparecer. Hoy.
Porque Bella Swan nunca admitiría la soledad que sentía.
El rostro de Bella Swan irradiaba felicidad mientras sostenía a su bebé contra su pecho. Lo besó con delicadeza en la frente y luego volvió la mirada hacia la ventana, por la que entraba a raudales el sol de la mañana.
—Un nuevo año es un nuevo comienzo —susurró, mirando a su hijo.
Anne Webber, la mujer que la había criado, repetía aquellas palabras cada primero de enero y, probablemente, seguía haciéndolo. Aunque Bella sólo se había carteado un par de veces con Anne tras dejar la Casa de Acogida Thurston, cinco años atrás, nunca había olvidado lo que aprendió de la vieja mujer.
—Y me aseguraré de que tú tampoco olvides —dijo al recién nacido—. Te enseñaré todo lo que yo he aprendido.
Que no era demasiado, admitió para sí. El bebé frunció el ceño mientras dormía. Ella sonrió.
—No te preocupes, mamá es más lista cada día.
Suspiró, deseando haber sido más lista unos meses atrás. Tal vez así habría comprendido que Mike no era la clase de hombre que pudiera amarla para siempre… si es que alguna vez lo había hecho.
—Pero entonces no te habría tenido —dijo en voz alta, deslizando la punta de un dedo por la orejita del bebé. Nada le haría arrepentirse de haberlo tenido.
Haciendo un pequeño esfuerzo, bajó de la cama y dejó a su hijo en la cuna. De todos modos, en aquellos momentos tenía cosas más acuciantes en las que pensar. El parto se había adelantado casi un mes entero, lo que significaba que sus ahorros eran menores de lo que tenía previsto. Y también tenía que pensar en buscar un nuevo y barato apartamento. Sue y Leah le habían alquilado la habitación que se hallaba sobre la panadería sólo temporalmente, pues la madre de Leah iba a ocuparla cuatro semanas después.
Bella se mordió el labio.
—Pero los deseos no bastan para lavar los platos —susurró a su bebé—. Alice también me enseñó eso.
Decidida a no dejarse abrumar por sus preocupaciones, se pasó una mano por el revuelto pelo. Hacía unos momentos, una enfermera había pasado por allí y le había sugerido que tomara una ducha. Cuando lo hiciera se sentiría como una nueva mujer.
Alguien llamó a la puerta. Probablemente sería la enfermera que había prometido acudir a ayudarla.
—Adelante.
La puerta se abrió y un hombre pasó al interior.
Bella se ruborizó a la vez que ceñía con una mano las solapas de la bata del hospital. ¿No quería sentirse como una nueva mujer? Pues en aquellos momentos lo era. Porque el alto, pálido y atractivo semidesconocido que acababa de entrar había compartido con ella la noche anterior los momentos más íntimos y milagrosos de su vida.
Deseó que se la tragara la tierra.
—¿Bella?
Ella recordó su voz, profunda, como debía ser la de un hombre. También lenta, como lo eran las de Seattle en comparación con la rápida charla de Los Ángeles a la que estaba acostumbrada.
El hombre dio dos pasos hacia ella y alargó una mano.
Bella extendió la suya por encima de la cuna del bebé para estrecharla. Su mente se llenó de recuerdos de la noche anterior. Los brillantes ojos verdes del hombre, serios, pero reconfortantes. Sus dedos aferrándose a los de él como si pudiera extraer fuerza de aquellas manos. Se ruborizó aún más y apartó rápidamente la mano.
—Soy Edward —dijo él, metiendo la otra mano en el bolsillo de sus vaqueros—. Edward Cullen.
Bella no lo había olvidado. Oyó su nombre la noche pasada, justo después de que el reportero sacara la foto del Primer Bebé del Año. Luego, Edward desapareció. Lo cierto era que ella estaba tan centrada en su hijo que no le había prestado mucha atención.
Hasta ese momento.
Ahora sólo podía pensar en cómo la había visto la noche pasada, en el aspecto que debía tener esa mañana, en cuánto le habría gustado haber tomado aquella ducha media hora antes…
En cómo podía librarse amable y educadamente de él en aquel mismo instante.
Edward casi rió en alto. La expresión de Bella era tan transparente que casi podía leerse lo que estaba pensando.
Quería irse a casa.
Pero aquella damita le debía una explicación y algunos detalles. Era lo menos que podía hacer en pago por la maldita foto que había salido en primera plana del periódico y que había causado más llamadas de las que había recibido en toda su vida.
Le dedicó la sonrisa que había perfeccionado durante el tercer grado en la catequesis de los domingos.
—Sólo te entretendré unos minutos.
Bella le dedicó la misma mirada de sospecha que la señorita Walters cuando le juraba que no había copiado en clase.
—Estaba a punto de… —Bella hizo un vago gesto señalando el baño—. Necesito…
—Necesito que me respondas unas preguntas —interrumpió Edward con suavidad. Alguien había enviado por fax a su abuelo la portada del Freemont Springs Daily Post aquella mañana, y la primera llamada que había hecho había sido para asegurar a Edward I que no había otro heredero Cullen secreto—. He hablado hoy con mi abuelo y estamos deseando que nos des la información que tienes sobre Victoria.
Bella se mordió el labio.
—Escucha… ayer estaba en un estado realmente extraño. Limpié el maletero de mi coche, luego la guantera. Encontré treinta y siete centavos en los pliegues del asiento trasero. Luego empecé con mi apartamento.
Edward se fijó en el rubor que cubría el rostro de Bella y no pudo evitar mirarla fijamente. La noche pasada estaba tan pálida… pero ahora el rubor acentuaba sus delicados pómulos. Sus labios también estaban más rojos. El brillo general de su rostro no restaba nada al claro y precioso color de sus ojos.
De pronto se dio cuenta de que había dejado de hablar.
—Lo siento. ¿Qué estabas diciendo? ¿Treinta y siete centavos?
Bella volvió a morderse el labio.
—Es debido al embarazo. Había leído algo al respecto, pero no me di cuenta de que me estaba pasando a mí. Estaba preparando el nido.
Edward arqueó las cejas.
—Estaba dejándolo todo preparado —explicó ella—. Sentía una necesidad compulsiva de limpiarlo todo, de dejarlo todo en orden. Conozco a dos personas que cumplen años en marzo. Ayer sentía un impulso irrefrenable de mandarles unas postales.
Nada de aquello estaba acercando a Edward a la información sobre Victoria. Y lo cierto era que no quería saber nada más sobre ella. Ni sobre los amigos que cumplían años en marzo, ni sobre su instinto de anidar, ni sobre la intrigante forma de su rosada boca.
—Pero sobre Victoria…
Tres mujeres entraron de pronto en la habitación, interrumpiéndolo. Dos llevaban batas de maternidad y una un traje de calle. Edward las miró con irritación y en seguida se dio cuenta de que conocía a dos de ellas.
—Hola Jessica. Hola Irina —había salido con Jessica, la del traje, dos años atrás. Irina había sido su cita en el último Halloween.
—Hola Edward —saludó esta última, mirándolo con curiosidad.
—Creíamos haberte visto entrar, pero no estábamos seguras de que fueras tú —dijo Jessica.
El sentimiento de desasosiego volvió a apoderarse del estómago de Edward.
—Sólo he pasado a hablar con la señorita Swan.
—La «señorita» Swan —dijo Jessica, dejando escapar a continuación una tonta risita—. Ja, ja. Hemos visto la foto del periódico.
Edward recordó de pronto por qué había dejado de salir con Jessica. Ja, ja. Una mirada a Bella le bastó para comprobar que se sentía tan incómoda como él con aquella conversación.
—¿Habéis venido a hablar conmigo o con la madre del bebé? —preguntó.
Las tres mujeres parecieron avergonzadas.
—He venido a recoger unos papeles del hospital —contestó Jessica, volviéndose a continuación hacia Bella—. ¿Has rellenado todo lo que te di?
Edward se pasó una mano por el pelo mientras Bella recogía unos papeles de la mesilla de noche. Aquel encuentro en la habitación del hospital iba a disparar los rumores en Freemont Springs. Aunque, después de lo de la foto, no iba a hacer falta mucho para alentarlos.
Unos momentos después, las tres mujeres salían por la puerta. Edward ni siquiera esperó a que ésta estuviera cerrada para ir directo al grano.
—¿Y Victoria? —cuanto antes obtuviera la información, antes podría salir de allí para empezar a recuperar su reputación de soltero—. Te prometo que me iré en cuanto me digas lo que sepas sobre ella.
Bella se apoyó contra la cama.
—La semana pasada vi en un periódico la foto y el artículo sobre su búsqueda. No supe qué hacer… —se encogió de hombros—. Pero anoche decidí que debía contar lo que sabía.
Edward contuvo el aliento. Aquella podía ser la información que su familia necesitaba para encontrar a la madre del futuro hijo de su hermano.
—¿Y? —dijo, animándola a seguir.
Bella dudó, se mordió el labio y, finalmente, pareció tomar una decisión.
—Victoria está aquí, en Seattle. O al menos estaba aquí hasta hace dos semanas. Asistimos juntas a algunas clases de parto.
¡Estaba allí!
—Gracias, Bella —un torrente de alivio recorrió a Edward—. No sabes lo que esto significa para nosotros… para mi abuelo —una sonrisa distendió su rostro—. Podría besarte por esto.
—Y tal vez por esto también —dijo Jessica, a la vez que se asomaba por la puerta entreabierta.
La sonrisa se esfumó del rostro de Edward.
—Sólo estaba comprobando el certificado de nacimiento de tu hijo, Bella —continuó Jessica—. Tu escritura está comprensiblemente temblorosa esta mañana.
Edward miró de Jessica a Bella, cuyo rostro se había ruborizado repentinamente.
—El nombre que has escrito es «Edward», ¿no? —continuó Jessica. Una coqueta sonrisa curvó sus labios—. Quieres llamarlo Edward Freemont Swan, ¿no?
Aún aturdido, Edward pulsó el botón de bajada del ascensor. Edward Freemont Swan. Había salido de la habitación de Bella a toda prisa tras escuchar aquello. Edward Freemont Swan. ¡Había llamado a su hijo como él!
Esperó a que la rabia, o al menos la irritación, apareciera. Cuando un soltero se veía atrapado en una situación como aquella, lo último que quería era que el bebé recibiera su nombre.
«Adelante, Cullen», se dijo. «Tienes todo el derecho del mundo a estar cabreado».
Las puertas del ascensor se abrieron y salió al vestíbulo del hospital. El camino hasta el aparcamiento parecía plagado de puestos de periódicos. USA Today. Wall Street Journal. Freemont Springs Daily.
Su mejor amigo, Emmett McCarty, estaba comprando el último ejemplar.
Maldición.
—Edward, Edward, Edward.
No hubo ni un segundo de esperanza de que no lo viera. Con vaqueros, sombrero y botas, Emmett era la viva imagen de un ranchero de Seattle… precisamente lo que era.
—¿No deberías estar en el rancho amontonando estiércol? —preguntó Edward. Si no daba pie a su amigo, tal vez podría librarse de algún mordaz comentario.
—El viejo Gus se ha hecho un corte en la mano esta mañana. He tenido que traerlo para que le den unos puntos.
Edward entrecerró los ojos. El viejo Gus tenía las manos curtidas como el cuero.
—Creía que hacíais las curas de primeros auxilios en el rancho.
—Gus necesitaba la inyección del tétanos —Emmett sonrió abiertamente—. ¿Acaso crees que he venido a seguirte a la escena del crimen?
A Edward no le habría extrañado mucho que así fuera.
—Supongo que sin Gus andarás corto de mano de obra. Será mejor que vuelvas a casa cuanto antes.
La sonrisa de Emmett se ensanchó.
—¿Y perder la oportunidad de felicitarte en persona? Podrías habérmelo dicho. No tenías por qué dejar un mensaje diciendo que pensabas quedarte en casa ayer por la noche.
Edward suspiró.
—Fue un encuentro casual, ¿de acuerdo?
—¿Te refieres al destino?
Edward volvió a suspirar.
—Me refiero a que fue un simple acto humanitario. Y déjalo ya, ¿de acuerdo? Ya he tenido bastante con aguantar a mi abuelo esta mañana.
Emmett rió y movió el periódico.
—¿Edward Sr. ya se ha enterado?
—¿Tú que crees? —preguntó Edward en tono irónico—. Ojalá volviera a Seattle para ocuparse de Cullen Oil Works y me dejara tranquilo con mis asuntos.
Emmett bufó.
—Sólo lograrás que el viejo vuelva a ocupar su despacho dejando el tuyo. Anímate, hombre. La parcela de tierra que compraste junto a la mía está lista y esperándote. Deberías asociarte conmigo para crear el mejor establo de caballos del país.
Edward se pasó la mano por el pelo.
—Por enésima vez, Emmett, te repito que no tengo el dinero necesario para hacerlo. Gracias a mi abuelo, que me hizo aceptar mi salario en Cullen Oil Works en acciones y a ese pequeño fideicomiso que guarda mi dinero hasta que cumpla treinta años o me case.
Emmett movió la cabeza.
—Puede que casarse no sea tan mala idea, amigo —volvió a alzar el periódico y lo colocó frente a la nariz de su amigo—. Mira los líos en los que te metes siendo soltero.
La foto de Bella que aparecía en portada no estaba mal. Aunque el blanco y negro no favorecía precisamente su palidez, sus delicados rasgos quedaban claramente resaltados. Pero a Edward, el bebé le seguía pareciendo un cacahuete con extremidades.
El bebé.
—¿Quieres saber cómo lo ha llamado? —preguntó, anticipando de nuevo un arrebato de rabia e irritación—. Le ha puesto mi nombre. Ha llamado al bebé Edward —cruzó los brazos sobre el pecho—. ¿Qué te parece?
Emmett parpadeó, volvió a parpadear, y siguió mirando a Edward, primero con gesto aturdido y luego con evidente diversión.
—¿Quieres saber lo que me parece? —preguntó, riendo y moviendo la cabeza—. Creo que será mejor que hagas de ella una mujer honesta. Así podremos ocuparnos tú y yo por fin seriamente del Rocking H.
¿Qué diablos le pasaba a Emmett? ¿Casarse con Bella? ¿Y de qué se reía?
Edward sólo necesito un momento para comprender. Lo hizo en cuanto vio su reflejo en el lateral cromado del puesto de periódicos. Aunque su mente racional de soltero decía que debería estar irritado, o enfadado, o incluso indignado, su rostro se hallaba distendido por una sonrisa completamente atontada… ¡como si de verdad se sintiera el más orgulloso de los papás!
Bella dejó a su bebé de casi tres semanas en la cuna tras darle la toma de las cinco y media de la mañana. Un segundo después alguien llamó con suavidad a la puerta delantera. Sería Sue Clearwater, que siempre subía de la panadería al apartamento con una taza de café y algún bollo recién hecho. El negocio de la panadería generaba personas obligatoriamente madrugadoras.
La mujer de cabello cano cruzó el umbral con una bandeja de cartón que contenía dos humeantes tazas y dos bollos que desprendían un delicioso olor.
Bella olfateó apreciativamente.
—Me mimas demasiado —sonrió y señaló el gastado sofá que ocupaba una de las paredes del apartamento—. Siéntate.
Sue escrutó el rostro de Bella mientras se sentaba.
—Esta mañana no pareces tan pálida. ¿Ha ido bien la toma de las dos?
—Estupendamente —Bella tomó una taza de café y aspiró su aroma—. Sobre todo ahora que puedo ver el noticiario nocturno en la televisión.
Sue sonrió cariñosamente.
—Recuerdo lo solitarias que pueden ser las noches que hay que dar de mamar.
—Hmm —Bella dio un sorbo a su café. Solitarias.
Sue dejó de sonreír.
—No puedo dejar de preocuparme por ti, querida. Sin marido, sin madre…
—Tengo mi bebé —Bella sabía que eso tenía que bastarle, porque nunca tendría una madre. Y en cuanto a un marido…
—Pero sin familia para…
Bella apoyó una mano en el brazo de Sue.
—Una amiga leal merece más la pena que diez mil parientes.
Sue se encogió de hombros.
—Entonces tienes veinte mil con Leah y conmigo, pero no dejas que te ayudemos.
Bella sonrió al oír aquello.
—¿Qué quieres decir? Me ofrecisteis trabajo y un lugar en que vivir.
—Te pagamos el salario mínimo por ayudar a atender la panadería y llevar la contabilidad.
—Pero estoy adquiriendo una experiencia que me vendrá muy bien en el futuro —Bella dio otro sorbo a su café—. Y no olvides el desayuno.
—Pero te vamos a echar del apartamento.
Bella hizo un gesto despreocupado con la mano.
—Desde el principio me aclarasteis que la madre de Leah iba a vivir aquí.
—Si al menos… —Sue se interrumpió, movió la cabeza y un familiar y especulativo brillo iluminó sus ojos. Se volvió a mirar la foto del Daily Post que Bella había enmarcado y colgado entre la cuna y su cama—. Sí. Si al menos Edward Cullen…
Bella sintió que el corazón se le subía a la garganta.
—No empieces con eso ahora —advirtió a la otra mujer. Sue y Leah, dos encantadoras cotillas, inventaban historias donde no las había. Y por algún motivo, disfrutaban imaginando un romance entre Bella y Edward—. Ese pobre hombre sólo me estaba haciendo un favor.
Mientras que la foto y el artículo que la acompañaba había servido para proveer a Bella y al bebé de cajas y cajas de pañales, ropa para bebé y comida, sabía que lo único que había obtenido Edward de la publicidad había sido bochorno. La panadería de Sue y Leah atraía a gran parte de la población de Freemont Springs, y los clientes le habían transmitido sus felicitaciones, además de la noticia de que Edward Cullen estaba desesperado por recuperar su reputación de soltero.
Y también había sabido que, a pesar de su información, la familia Cullen aún no había encontrado a Victoria.
—De todos modos —insistió Sue mientras se levantaba para acercarse a mirar la foto—, creo que a Edward Cullen le vendría muy bien sentar la cabeza.
—Sue, ya sabes que no estoy interesada en él… —Bella cerró rápidamente la boca al ver una evidencia incriminatoria asomando por debajo de las almohadas de su cama deshecha.
La cazadora de borrego de Edward Cullen.
Se levanetó, pero no hizo ningún movimiento rápido hacia la cama. Si lo hacía se delataría y hacía días que le había dicho a Sue que ya había devuelto la cazadora.
Tenía intención de hacerlo, sobre todo después de que Sue la encontrara un día con ella puesta mientras daba de mamar al bebé.
Se acercó disimuladamente hacia la cama. Si Sue llegaba a enterarse de que aún tenía la cazadora, redoblaría su afán de casamentera.
Volvió a mirar la cazadora. ¿Sería mejor tratar de ocultarla por completo bajo la almohada o arrojarla disimuladamente al suelo por el otro lado de la cama?
—Cuéntame otra vez cómo es el nuevo sitio que has encontrado para vivir —Sue se apartó de la foto de la pared—. Dijiste que era un medio duplex, ¿no?
Bella se quedó muy quieta y apartó la mirada de la cazadora.
—He tenido mucha suerte de conseguirlo —era cierto, no era nada fácil encontrar apartamentos baratos en Freemont Springs—. El señor Stanley parece muy agradable.
—Después de que le has prometido que no harás ruido, que no te excederás utilizando la luz y la calefacción y que no llenarás más de una bolsa de basura a la semana.
Bella suspiró. Era cierto. El señor Stanley había establecido unas reglas que más le convenía no romper. Esperaba que los pañales desechables pudieran comprimirse como las latas de aluminio.
Sue suspiró.
—Necesitas un hombre, y no me refiero precisamente a Ralf Stanley.
¿Que necesitaba un hombre? Bella no estaba dispuesta a arriesgar de nuevo su corazón, sobre todo después de cómo la había abandonado Mike ante el primer indicio de responsabilidad.
—Ya tengo el único hombre que necesito; tiene tres semanas y duerme como un ángel —no pudo evitar sonreír.
Sue le devolvió la sonrisa.
—Tu hijo es un ángel —dijo, acercándose a la cuna.
Bella se acercó un poco más a la cama. La manga de la cazadora de Edward Cullen asomaba por debajo de la gruesa almohada. Sus dedos se cerraron en torno al suave ante.
—¿Qué tenemos aquí? —Bella dio un respingo al oír la voz de Sue. Se volvió hacia ella, bloqueando la vista de la chaqueta con su cuerpo. Sue sostenía en la mano un chupete.
Bella tragó.
—Venía incluido en el lote de regalos para el primer bebé del año —movió la cabeza—. Al bebé no le gusta.
—A mi marido no le gustaba que nuestros niños usaran chupete.
Bella se sentó en la cama a la vez que tiraba de la manta para cubrir la cazadora. Sonrió.
—Al menos yo no tengo esa preocupación.
Sue la miró fijamente unos instantes.
—Eres más valniente que yo.
Bella simuló no entender.
—¿Una viuda que supo salir adelante y poner en marcha un negocio con éxito? ¡Tú si que tienes valor, Sue!
—Yo conté con mi marido para ayudarme a criar a los niños. Un hombre que me amaba y que amaba a sus hijos.
Bella agarró con fuerza la manga de la cazadora.
—Estoy bien así, Sue.
«Nunca admitas lo contrario».
La mujer mayor volvió a suspirar.
—Tengo que volver a la tienda —dijo, reacia.
Bella vio con alivio que su amiga se encaminaba hacia la puerta.
—Adiós, Sue —dijo—. Nos veremos esta tarde durante mi turno.
Sue se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.
—¿No te sientes sola, querida? —preguntó con suavidad—. No tiene nada de malo admitirlo.
Tras años de práctica, Bella sonrió automáticamente.
—Estoy perfectamente, Sue. No te preocupes.
Sue asintió y salió del apartamento.
Involuntariamente, Bella sacó la cazadora de debajo de las almohadas y enterró el rostro en ella. Olía a Edward Cullen, una fragancia masculina que resultaba casi como magia para alejar la…
Se negaba a pensar en aquella palabra.
—Soledad —susurró en alto.
Soledad… soledad… soledad…
El temido pensamiento hizo eco entre las cuatro paredes. Soltó la cazadora, que cayó al suelo. Tal vez era aquella prenda la culpable de su inhabitual debilidad. Había habido dudas en medio de la noche. Un vacío interior, incluso mientras sostenía a su queridísimo hijo entre los brazos.
La cazadora debía desaparecer. Hoy.
Porque Bella Swan nunca admitiría la soledad que sentía.
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